lunes, 25 de noviembre de 2013

Conferència "Dels documents a la ficció: com es fa una novel·la històrica"

La conferència "Dels documents a la ficció: com es fa una novel·la històrica" a càrrec d'Elsa Plaza tindrà lloc el proper dimecres 27 de novembre, a les 18 h, a la Sala de la Caritat. Biblioteca Nacional de Catalunya, c/ Hospital, 56 , Metro Liceo. 
Elsa Plaza és l'autora de la novel·la El magnetismo del viento nocturno publicada per l'editorial Ediciones B.

Més informació aquí.

martes, 19 de noviembre de 2013

Presentación del libro "Arucas. Una invitación en negro"

Obra colectiva de relatos del género negro. 

Como resultado de la Semana de la Novela Negra de Arucas (Gran Canaria,  2009), surgió  la idea  de este proyecto, que consiste en una recopilación de cuentos creados por los participantes en aquel evento y que se inspiran en la acogedora y bella ciudad que, año tras año, lleva a cabo este encuentro entre escritores de las islas y de la península.  Impulsado desde la Biblioteca de Arucas, cuya directora es Loly León, lo que fue un deseo,  gracias a su constancia, hoy es ya una realidad. Como una de las participantes con el relato La Extraviada, también puse mi granito de arena en esta publicación, que espero llegue también aquí. 


La presentación tendrá lugar en el Centro Municipal de Cultura de Arucas el 28 de noviembre de 2013, a las 20:00 horas.

viernes, 15 de noviembre de 2013

La Sombra de La Solapa (segunda parte)

Octava epifanía



Caminábamos por la calle México una tarde tórrida de sol que teñía los edificios de un color naranja intenso. Avanzábamos mamá y yo, mi pequeña mano aferrada a la suya -para mí, en la calle México siempre se pondrá el sol, al igual que la calle Sarandí contiene en su nombre todo el frío y el viento del invierno porteño.

Fue allí, en la calle México, donde vi que mi papá venía hacia nosotras sonriendo, con aquella sonrisa de publicidad de gomina que caracterizó sus años jóvenes. Nos dio un beso, me alzó en sus brazos y me llevó al kiosco más cercano. Allí me compró un chupetín envuelto en un papel con una espiral azul y anaranjada.


Tiempo después llegó a casa una postal. No venía de Milán, como nos había prometido la mujer de gafas oscuras, sino de Roma. Fue todo un acontecimiento, nunca habíamos recibido nada de Europa. Guardamos la misiva durante muchos años entre los papeles importantes: recibos de alquiler y documentos. Estaba dirigida a mi padre, y al final enviaba recuerdos para mi madre y un beso para mí. Era de la mujer italiana de las gafas oscuras. Decía trivialidades, como lo feliz que estaba de volver a su país, pero añadía una frase extraña que mi madre sospechó alusión a un secreto amorío que la extranjera mantenía con mi padre. La frase era algo así como: "La Solapa cree que el tiempo es malo". Mi padre aseguraba que la italiana había querido decir otra cosa y le salió aquella incoherencia.

(...) no venía de Milán, como nos había prometido la mujer de gafas oscuras 
Años después, al excavar un terreno para hacer los cimientos de un edificio encontraron, en la capital de la provincia de Santa Fe, el esqueleto de un hombre. Habían querido borrar toda huella del crimen quemándolo con cal. Los diarios dieron la noticia y se especuló con la identidad del cadáver, que calcularon llevaba enterrado unos seis años. Los forenses concluyeron que se trataba de un asesinato pues había signos de violencia, huesos rotos a golpes y una bala del calibre 45 alojada en el temporal izquierdo. Se sospechó de un crimen político. La bala encontrada era la que acostumbraba a utilizar la policía. Se intentó reconstruir la apariencia que pudo haber tenido ese cadáver cuando la vida lo animaba. Uniendo fechas y datos, algún periodista especuló que podía tratarse del Dr. Ingalinella, el médico rosarino de reconocida militancia comunista desaparecido años atrás, luego de ser detenido por la policía.

Fue entonces cuando, en una sobremesa compartida con Merelle, el antiguo camarada de mi padre, los oí comentar este suceso.

Tendríamos que haberlo hecho mejor, quizás se hubiera salvado– y, moviendo la cabeza de arriba abajo, mi padre se quedó, de pronto, con la mirada fija, como siempre que algo le entristecía o le hacía reflexionar sobre las cosas de la vida.

-IV-

Cada vez que pienso en aquella otra tarde, una voz en mi interior me dice: la ceremonia del adiós, y me veo en la terraza de la última casa donde malvivieron mis padres. Las baldosas rojas y las latas de aceite, los botes de plástico y alguna maceta de cerámica rebosantes de plantas descuidadas, apretujadas en aquel septiembre porteño que las llamaba a florecer. Inclinados sobre ellas mi padre y yo arrancábamos hojas marchitas, recortábamos ramas de geranios y removíamos, con dificultad, la tierra reseca. Papá se agitaba en el esfuerzo, pero lo sentía contento de estar juntos. Yo vivía ese momento con la nostalgia de un recuerdo que aun no lo era.

Tratando de alargar aquella ceremonia se me ocurrió decir:

¿Te acordás de la Solapa?

Otra vez la nube pasó por los ojos de mi papá, como la que había visto un momento antes en la cocina. Alguien había descrito la muerte de un conocido y cómo el cuerpo de éste, envuelto en un plástico, había sido llevado a la nevera del hospital. Fue rápido, pero percibí su mirada fija en un lugar lejano, íntimamente suyo, donde por un instante, estoy segura, contempló su propio cadáver y tuvo frío.

Era la segunda vez en el día que lo espiaba mirando aquel "otro mundo". Y siempre con sus ojos puestos tan lejos, me dijo:

Todo eso fue un error. –Y volviendo a ser aquel Guillermo irónico de otros tiempos agregó sonriendo, mostrando sus dientes caballunos:

Estábamos todos locos.

–Quienes eran todos?

Los muchachos con los que trabajaba: Merelle, Ambrongno, Sonni... ¿No sabés que planeamos secuestrar a Walton?

¿Al de la Alianza Nacionalista?

Sí, esos matones fascistas de la Alianza. Algunos eran policías, fueron los que se encargaron de secuestrar al doctor Ingalinella. Sabíamos que lo tenían escondido en alguna dependencia policial, seguramente lo habían traído a Buenos Aires, a la Sección Especial, donde se encargaban de torturar a los comunistas. Y pensamos que si secuestrábamos a Walton podríamos negociar la aparición de Ingalinella…

¿Y la Solapa, qué tiene que ver en todo esto? –le pregunté expectante, ante el desvanecimiento de aquella sombra que formaba parte de los misterios de mi infancia.

La Solapa era el piloto de Walton.

¿¡Y cómo lo conseguiste!?

Fue casualidad, estábamos en un congreso de los metalúrgicos, nosotros teníamos que estar afiliados a esa rama sindical. Habíamos pasado toda la tarde discutiendo. A los comunistas nos tenían fichados porque había mucho kilombo dentro del sindicato. Walton y sus matones también merodeaban por el acto alardeando de cargar pistolas. Era muy tarde, y dentro del local hacía un calor insoportable. Walton se había quitado el piloto y se encaraba a un tipo sacando pecho. Cuando ya nos íbamos, alguien cerca de mí gritó:

¡Che, Guillermo! -Me di vuelta, pero llamaban a Walton, que también se llama Guillermo. Y otra vez el grito:

¡Che, Guillermo, no te dejés el piloto! -Pero Walton seguía discutiendo, y el tipo se cansó de avisarle y se fue.

Todo pasó en un segundo, yo agarré aquel piloto que Walton no iba a volver a buscar, ya no llovía y el tipo estaba tan caliente por la discusión que se había olvidado que lo había traído puesto. Lo vi salir con la cara enrojecida, y haciendo grandes alharacas con las manos se perdió adentro de un coche que lo estaba esperando. Entonces salí rajando. No sabía para qué lo quería, pero me lo llevé. Aunque lo supe cuando me di cuenta que adentro de uno de sus bolsillos había una pistola. Había también un paquete de pastillas de mentol, fasos y un manojo de llaves, y una billetera con sus documentos. Me fumé los fasos, ¡con un gusto!, aunque eran rubios, y me comí todas las pastillas, mirá de qué me acuerdo... En la billetera no tenía guita, la hubiera dado al Partido.

Aquella noche, cuando volví a casa, colgué el piloto de un clavo, que clavé detrás del ropero, y te asusté para que no lo tocaras. Al otro día les conté a los muchachos lo que había encontrado y a Sonni, que era el enlace nuestro con el Comité Central del Partido, se le ocurrió lo del secuestro. Pero me dijo que la pistola había que entregarla al Partido.

Cuando dieron el permiso de secuestrar a Walton para cambiarlo por el doctor Ingalinella devolvieron la pistola, esa era la señal para comenzar a actuar. No se la llevaron a Sonni porque él estaba muy fichado. Era todo muy fácil, teníamos su domicilio y sus documentos. Con el pretexto de devolvérselos, una de las chicas del Partido lo iba a citar fuera de su casa.

Pero todo fue para la mierda, aquel mismo día nos agarró la cana haciendo una volanteada desde lo alto de una obra en construcción. Pensábamos que no corríamos ningún riesgo haciendo aquello. Los volantes eran para denunciar la desaparición del doctor Ingalinella.

A Ambrogno y a mí nos largaron pronto, después de reventarnos a patadas. Pero a Sonni, que ya estaba fichado, lo tuvieron unos cuantos meses en la cárcel de Las Heras. Ésto complicó todo –concluyó mi padre, y se quedó de nuevo perdido en sus recuerdos.

Volviendo en sí, movió la cabeza de un lado a otro, como tenía por costumbre para remarcar alguna bronca que tenía contra algo o alguien, y continuó:

Estábamos seguros que a Ingalinella lo tenían vivo. ¿Cuántos meses lo habrán estado torturando? Andá a saber. Era un hombre bueno que sólo sabía cuidar a los que lo necesitaban. No interesaba a nadie. Así que cuando Codovila… Vos sabés quién era Codovila, ¿no?

Sí, el secretario general del PC.

Sí, bueno, cuando Codovila se fue a Europa y se entrevistó con Togliatti se paró todo. Fue como si se olvidaran de Ingalinella. Qué se yo, pasaron tantas cosas, de la noche a la mañana se empezó a criticar a Stalin y todo se centró en eso. Yo ya no entendía nada, y los mandé al carajo.

(...) nosotros teníamos que estar afiliados a esa rama sindical
Habíamos acabado con las macetas, ya no quedaba ninguna por remover ni regar, el tiempo detenido en otro tiempo que por un largo instante habíamos recuperado volvía a su fluir inexorable. Mi papá, joven militante comunista, retornaba al lugar de los recuerdos. Ante mí tenía otra vez la imagen de un hombre envejecido que descendía las escaleras arrastrando sus piernas cansadas y enfermas. Bajé la vista para que no descubriera mi tristeza y encontré con la mirada sus mocasines de plástico, ensanchados y usados como chancletas. Sus tobillos vendados asomaban desde aquellos zapatos, que pregonaban la pobreza digna donde había construido su vida.

-V-

Dos meses después volví a Buenos Aires, mi padre había muerto el mismo día que le otorgaban la jubilación, rodeado por la miseria de un hospital público en pleno gobierno menemista.

Mi madre quiso borrar todo lo que le recordara a su marido. Yo, sin poder hacer nada, veía cómo iba amontonando lo que, hasta hacía unos días, había sido parte de mi padre: su escasa ropa, las camisas, los pantalones, los zapatos... Rescaté un pulóver blanco y la americana nueva, los guardé en mi maleta para llevarlos conmigo.

Así, sus escasas pertenencias las cargó en su camioneta un ropavejero. Mamá retuvo la carterita de mano donde llevaba sus papeles personales. Allí descubrí un poema. Un poema donde invitaba a su hermano muerto a rencontrarse con él en el cielo, montando aquel caballo de su infancia provinciana. Pensaba en todo esto una mañana caminando por mi barrio porteño cuando, de pronto, en una esquina vi perdido de su compañero aquel mocasín de plástico que aún conservaba la forma del pie de mi padre, el ropavejero lo había perdido. Ni siquiera me atreví a recogerlo.

miércoles, 13 de noviembre de 2013

La Sombra de La Solapa (primera parte)

Octava epifanía

(Para Gabi)


Hoy, en un local de Caritas donde se amontonaban objetos usados -recortes de vida de tanta gente- encontré un collar hecho con diminutas frutas de cristal; estaba en una caja de latón que alguna vez había contenido turrones de la marca Puig, de Agramunt. Allí, entre botones de nácar, hebillas de metal, artilugios antiguos para máquinas de coser... brillaba el colorido del collar; era idéntico al que llevaba puesto aquella mujer de las gafas de sol. Fue en Buenos Aires y en la  misma época en la que apareció por casa La Solapa.


La Solapa era una sombra detrás del armario. En mi casa poco espacio había para secretos, toda ella se componía de una sola habitación. El día que mi padre trajo a casa La Solapa me dijo, acercándome aquel impermeable oscuro a la cara: “¡Uhhh!, no la toques... es...¡ La Solapaaaahhh!”. Y, luego de martillar un clavo detrás del armario, allí lo colgó.

A veces la espiaba, sobre todo de noche antes de dormir, cuando la luz de la lámpara hacía que las sombras se agigantaran. La Solapa tenía dos sombras, una casi transparente y otra muy oscura.

Acostumbraba a quedarme dormida en la cama de mis padres mientras ellos leían y yo los iba observando hasta que se me cerraban los ojos. El libro de mamá era enorme, y tenía unos dibujos extraños sobre papel brillante. Eran imágenes de palacios aztecas, nobles indígenas y conquistadores españoles; lo recuerdo falto de cubiertas. Años más tarde supe su título: La hija de Moctezuma. El libro de papá sí tenía cubiertas, eran de un azul grisáceo y sobre éste se destacaba recuadrado el perfil de dos hombres. Uno era de rostro anguloso y una frente que se convertía en cabeza, adornada con una prolija barba en punta; al otro, en contraste, le salía el pelo como una ráfaga de viento que se cerraba sobre su frente estrecha; un bigote patriarcal, al que yo asociaba con las raíces de un puerro, escondía su boca.

Una noche, arrebujada entre mis padres –y cuando el sueño ya iba bajando mis párpados mientras recorría con mi mirada las páginas de uno de esos libros que ellos sostenían entre sus manos-, se me ocurrió que las historias que leían se dibujaban en las formas que adquirían los bloques de letras; caminos tortuosos que se abrían de arriba abajo, de abajo arriba, o de izquierda a derecha. Me expliqué entonces que la lectura debería consistir en encontrar los dibujos que conformaban los bloques de letras, en su combinación con los espacios que quedaban entre ellas, de arriba abajo, de izquierda a derecha y viceversa, y así, aprendiendo a ver esos dibujos, iría surgiendo la historia que transcurría en aquellas páginas.

Le expliqué mi descubrimiento a mi madre y ella me prometió que al día siguiente me compraría el libro Upa, con el que los niños argentinos de mi generación aprendimos a leer antes de ser escolarizados. 

Eran imágenes de palacios aztecas, nobles indígenas y conquistadores españoles

(...) el libro Upa, con el que los niños argentinos de mi generación aprendimos a leer

En mi hogar siempre se hablaba de política, y aunque obrera, mi familia no era peronista, a pesar de que en aquellos años casi todos lo eran. Y explico esto porque tiene que ver con la la llegada a casa, una tarde de verano -¿por qué siempre recuerdo mi vida preescolar como un largo verano?– de una mujer que preguntaba por mi padre. Llevaba un pañuelo de seda en la cabeza, gafas oscuras, cartera negra colgando del brazo. Mi madre le ofreció asiento y un vaso de refresco. Se acomodó, cruzando las piernas, con holgura, bajo una amplia falda estampada.

¿A qué hora vuelve Guillermo? –preguntó mientras abría su bolso y sacaba un cigarrillo, maniobrando con elegancia una pitillera. Tuve la irresistible tentación de morder una de sus uñas, perfectamente rojas, que iban y volvían de la boca a la mesa acompañando al cigarrillo. Echaba el humo torciendo los labios, y de vez en cuando una tosecita ronca acompañaba su respiración.

Tengo un poco de asma –dijo como disculpándose–. El tabaco no me hace bien, pero no puedo dejarlo. Además el clima de Buenos Aires..., tanta humedad. Pero el mes que viene ya vuelvo a Italia. Allí, donde yo vivo, el clima es mejor.

Hablaba en un perfecto castellano, italianizado en el sonido de las jotas y las erres. Me tenía hipnotizada, en aquel momento decidí que cuando fuese grande seria una mujer de gafas oscuras y cartera; no como mi madre, que cuando salía conmigo llevaba un monedero, y las manos vacías cuando lo hacia con mi padre. 

(...) en aquel momento decidí que cuando fuese grande seria una mujer de gafas oscuras y cartera
Mamá escrutaba a la mujer con recelo y envidia, y no pudo contenerse de remarcar el original collar, con diminutas frutas de cristal, que llevaba.

¿Le gusta?, es de Murano– dijo mientras miraba su reloj pulsera con impaciencia. Finalmente se puso de pié y sacando del bolso un paquete agregó:

Esto es para que Guillermo, se lo entregue a Sonni. Salude de mi parte a su marido, y dígale que ya les enviaré una postal cuando llegue a Milán. -Se fue dejando en la pieza olor a tabaco y maquillaje.

No nos atrevimos a abrir el paquete porque era para Sonni, un compañero de trabajo de mi padre. Si la mujer le hubiese dicho: "es para Guillermo", inmediatamente hubiéramos sabido su contenido.

Aquella noche era tarde y papá no llegaba. Preocupada por el retraso, mi madre me sacó de la cama, y casi arrastrándome, me llevó hasta la casa de Sonni. Salió a recibirnos Clara, su mujer, también militante del Partido.

¡Sonni, Ambrogno, y Guillermo están presos! –dijo mientras nos empujaba hacia dentro, cerrando la puerta apresuradamente. –Recién se fue Merelle, él me avisó, me dijo que iba hacia tu casa.
Pero, ¿qué hicieron?
¡Y yo qué sé!, Me dijo Merelle que están en la Sección Especial, ya sabés, donde llevan a los comunistas a molerlos a palos y a ponerles la picana eléctrica. Y Clara empezó a sollozar.

Mamá, haciéndose la valiente o quizás porque ya en aquella época había comenzado a aprender a distanciarse de la vida que llevaba mi padre, contestó con un:

Bueno, no será para tanto.
Sí, sí, que es para tanto. Luisa, ¡hay que ir a buscarlos, a decirles que los larguen, que ellos no han hecho nada malo! Porque no deben haber hecho nada malo, son unos pobres pelotudos... ¿Qué pueden haber hecho? Seguro que una volanteada, ¿qué más? Al menos que quede constancia de que los familiares saben que están allí. Eso es importante. Merelle dijo que iría a avisar al abogado del Partido.

Mi madre entonces deslizó el paquete misterioso en manos de Clara. Al abrirlo se encontraron con una pistola, como las que salían en las películas de vaqueros pero más cuadrada, más negra y más pesada; al menos es la impresión que a mí me dio.

Las mujeres se quedaron mudas. Clara, nerviosa, la escondió en el ropero disimulada entre las sábanas. Luego salieron en busca de sus maridos hacia aquel lugar que a mí me sonaba tan enigmático: la Sección Especial.

Aquella noche me quedé a dormir en casa de Clara, arrullada en los brazos de su suegra, una señora de piel muy arrugada y muy suave que olía a talco. Antes de cerrar los ojos vi que, escondida detrás de una puerta, se asomaba, tímida, una tortuga. Recuerdo que mi madre me amenazaba, ante mi negativa sistemática a bañarme, con que me convertiría en tortuga, como aquella que estaba en casa de Clara y Sonni. Ya que aquel animal cascarudo, según la historia que ella me relataba, había sido una niña -la única hija de esa pareja amiga, quien, como yo, lloraba a moco tendido cada vez que su madre intentaba darle un baño. Así, la acumulación de mugre sobre su cuerpecito se fue convirtiendo, con el paso del tiempo, en la capa córnea de una tortuga. Me gustaba la historia porque sabía que no era cierta, pero explicaba el protagonismo que aquel animal, tan discreto, tenia en esa casa, y el cariño que todos le profesaban.

(...) aquel animal cascarudo, según la historia que ella me relataba, había sido una niña.



continuará
   

sábado, 2 de noviembre de 2013

Irene Castells: Els rebomboris del pa a Barcelona en 1789


Uno de los estudios más completos sobre las causas económicas que desencadenan las revueltas del pan en Barcelona el día 28 de febrero de 1789.

Irene Castells hace hincapié en la problemática originada, por una parte, en la mala cosecha del año 1788 que produce la escasez de grano en toda Europa; pero también, y en no menor medida, por los cambios producidos a raíz de la implantación del libre comercio y de transporte de cereal (Carlos III, 1765) en toda España y la combinación con políticas proteccionistas propias del Antiguo Régimen. Ambos propiciatorios de un mercado especulativo, combinado con el cobro de altas tasas de circulación en determinadas regiones, lo que llevó al enriquecimiento de mercaderes y comerciantes, debido, en gran parte, al aumento del precio del trigo. La consecuencia inmediata de esta coyuntura fue el aumento del precio del pan, que en una economía precaria y de apenas subsistencia que padecían las clases populares, significaba la hambruna generalizada para estas clases.

Ernesto de la Cárcova (Buenos Aires 1826-1927): Sin pan y sin trabajo, 1892-93
Leer el ensayo de Irene Castells aquí.