lunes, 13 de octubre de 2014

En verano todo se desplaza


Onceava epifanía
Pocos éramos los vecinos que permanecíamos en nuestros pisos agotando este verano, húmedo y pegajoso, encerrados, cada uno soportando su neurosis y tratando de mostrar la mejor sonrisa cuando nos cruzábamos con el otro o la otra con quien compartíamos el tedio estival.
Iba a tender la ropa recién lavada con la pesadez que caracteriza mi subida, fui ganando uno a uno los escalones que me conducían al terrado. Me cuesta hacerlo cada vez más, mis brazos se adelgazan con la misma celeridad que se hincha mi vientre, y así, los años me han ido otorgando la silueta de un pollo al horno que me dificulta la carga de objetos pesados. Por eso, los 18 escalones que debo salvar a pie, acarreando el cesto con ropa mojada, son para mí una prueba de resistencia. Pienso, mientras lo hago, que esa será la última vez, que erraré el impulso que me lleva al siguiente escalón o que el cesto resbalará, y yo caeré. Nadie podrá socorrerme, y menos en verano cuando quedan tan pocos vecinos y los que están o son demasiado viejos o apenas se asoman para no descubrir que ese año no han podido hacer vacaciones.
Llego, al fin, sana y salva, a la cúspide. Mi Moira me ha otorgado una nueva oportunidad, o quizás estaba distraída cortando el hilo de la vida de otra desventurada ama de casa que, en ese momento, perdería el equilibrio desde el banquito de la cocina, donde se habría montado para alcanzar un tarro de harina. La vida de las mujeres tiene esas sorpresas y los actos cotidianos, esos que la nueva economía feminista ha dado en llamar cura, entrañan más riesgos que los que llevan a los jugadores de fútbol a la enfermería. En esas cosas pienso cuando voy montando, a duras penas, los 18 escalones, y también me imagino, en una especie de flash-front (¿se dirá así cuando uno anticipa escenas que preferiría no se produjeran, pero que aparecen como recuerdos del futuro?), que el cesto de la ropa va cayendo en cámara lenta varios pisos más abajo. El cesto es de mimbre y lo encontré en la calle, es bonito y muy fotogénico. Imagino también la ropa mojada y pesada que se queda allí mismo, sobre los escalones, buscando acomodarse a la forma de los mismos, y mi cuerpo que se pierde en un gesto que busca el equilibrio a manotazos torpes. Me quedo desparramada más abajo, con la espalda pegada contra los escalones y con vergüenza para gritar pidiendo socorro. Pero, al fin, decido gritar y nadie viene.
Pero, sí, me he salvado nuevamente y estoy frente a la puerta del terrado, aunque la encuentro abierta y forzada. Pienso, distraída, que alguien, un vecino impaciente no pudo abrir con la llave y forzó el pestillo de la cerradura. Voy colgando, una a una, las piezas de ropa...y cuando estoy a punto de descender para regresar a mi casa, el pensamiento distraído se convierte en atento y  recuerdo que es verano: la puerta no puede permanecer abierta. Hay riesgo que ladrones que saltan terrados  asusten a las viejecitas solitarias que tengo por vecinas. Y yo Madame Supepollo me erijo en la santa patrona de todas ellas.
Aparto el cesto de mimbre y bajo rauda a mi piso en busca del legado de mi padre, su herencia más preciada:una cartera de piel negra donde guarda los atributos de su oficio de electromecánico, pinzas, destornilladores, bolígrafo, sierra de mano, un portalámparas con las puntas de los cables pelados...Saco de ella varios destornilladores y me dirijo, otra vez, a la puerta del terrado para devolverle su uso a la cerradura violada por algún desaprensivo. Refrendará mi acción la solvencia que me da las herramientas  heredadas, las  voy probando  en busca de la más adecuada para extraer la cerradura y así conseguir desatascar el pestillo, absorbido por el forcejeo al que fue sometido.
Feliz de constatar que los tornillos van cediendo, uno a uno, a mi habilidad en el manejo del instrumento, digna hija de mi padre, su herencia está en acción. La cerradura está a punto de poder ser extraída. Y cuando, al fin, cede el último tornillo, con un ruidito de metal contra metal, veo la cerradura despedirse de mí, desapareciendo, ante mi mirada estupefacta, dentro del agujero que deja su propia ausencia. Allá se va, oculta ahora entre las dos hojas de metal de la propia puerta.



¿Qué hacer? ¿Intentar seguir con mi afán y arremeter contra todos los tornillos que unen las hojas de la puerta? El acto de destornillar es lo único que se me da bien, pienso, por un instante. Si consigo desarmar la puerta podré extraer la cerradura. Pero, es demasiada puerta para mi metro sesenta y mis bracitos de pollo. Me siento al borde de un escalón,  desconsolada cual Cenicienta que regresa a la realidad de sus fogones. Si los vecinos se enteran... me harán pagar todos los desperfectos ocasionados, no puedo seguir en esto. Renuncio, debo pedir auxilio. Tendré que ir a comprar una nueva cerradura, urgente. Si antes la cerradura estaba forzada, yo la dejé inexistente... ¡¡¡Guauuuuu....!!! Un día más de este verano absurdo. Ahora me siento Madame Superpollo desinflado.
Dibujo el agujero dejado por mi acción, lo mido, lo calco sobre un papel y me llevo la llave. Con todo eso tendré una cerradura semejante a la perdida en el agujero negro de la galaxia puerta de terrado. Una cuarta dimensión: la de mi propia estupidez elevada a la potencia de la depresión veraniega.
Cabizbaja, llego a la ferretería, pero los datos que aporto son insuficientes. 
Debo regresar a la escena del crimen, nuevas medidas. Ahora parece que sí. Me muestran una cerradura que podría ser compatible con todos los datos que aporto. Pero, se produce un nuevo contratiempo, la llave que llevo es más larga que la que ofrece el tamaño del ojo de la nueva cerradura. Me explican mecanismos. No hay nada que hacer, ya no existen de ese tipo. En el mercado ya no se fabrican. La única solución es llamar a un cerrajero y que instale una nueva cerradura, deberá hacer otro agujero para adaptarla. Todo podrá costar unos ¡doscientos euros! ¡Doscientos euros! Compro un billete de tren y me voy a París. Y que todos los ladrones que pasean por los terrados asalten  a todas lasancianas del edificio, después de todo es una posibilidad entre mil, pienso. Me escaparé de este verano.  Todo esto se me ocurre mientras sigo apoyada en el mostrador forrado de linóleo de la ferretería. Siento que el sudor de mis axilas comienza a oler, el desodorante de flor de loto me abandona. Frente a la disyuntiva vital que se me presenta recuerdo que, elegir es la angustia de nuestro tiempo, dijo Sartre, o dijo algo así. La cuestión es que debo elegir. Me escapo a París con mis doscientos euros y me olvido de la ropa puesta a secar, de las viejecitas asaltadas, de mis vecinos ocultos, del verano pegajoso, o llamo a un cerrajero.
Un señor, cliente de la ferretería, sigue con atención mis explicaciones y las del ferretero.Creo que también es sensible a mi estupefacción ante el diagnóstico definitivo dado por el comerciante. Había percibido su llegada al comercio y su interés en mi caso, por eso,  mientras hablaba intenté, con la mirada, incluirlo en la conversación. Debe estar despidiéndose de la década de los setenta, va vestido como un personaje de Agatha Christie en un viaje por el Nilo: sombrero panamá, pantalones claros, impecable camisa blanca planchada con el amor que pone una esposa o una antigua criada, bigotes perfectamente teñidos de marrón, gafas de sol con montura de pasta y un bastón de empuñadura de plata, es bastante más bajito que yo misma.
 ¿Me permite?, me dice. ¿Es de madera la puerta? Si fuera así, se introduce por el espacio, dejado vacante por la cerradura, un imán colgado al extremo de una cuerda. El imán engancharía la cerradura que, seguramente, no ha caído hasta el borde inferior de la puerta, sino que debe haber quedado en un primer tramo, el que tiene en el interior a modo de...
Asombrada por su inteligente solución y la sabiduría que expresa acerca de la constitución interna de las puertas y el comportamiento de las cerraduras perdidas, le expreso mi desolación ante la desgraciada circunstancia de que la puerta, en cuestión, es metálica. ¡Es metálica!, afirmo, con voz trémula y como disculpándome, quizá con la secreta esperanza de que el señor del sombrero panamá me dé otra solución alternativa, semejante a la del imán, la cual me había parecido casi mágica.
Como respuesta a mi información, comenta otras soluciones con imanes, buscando la complicidad del comerciante, pero siempre con la salvedad de que las puertas deben ser de madera, en caso contrario los imanes se pegan a las hojas, etc.
 La luz de la esperanza, que significara la intervención del elegante señor a lo Agatha Christie, se apaga en un segundo, y la angustia de la elección regresa a mí. Claro que me encanta la idea de dejar todo plantado y correr hasta la estación de Sants en busca de la libertad definitiva, pero la realidad me retiene ahí, pegada mi barriga al mostrador de linóleo. Un viaje en AVE o un cerrajero...

Cuando desde el éter llega a mis oídos la sugerencia amable que me hace aquel señor: Compre un alambre e intente pescar la cerradura. Le miro con ojos agrandados y gesto amargo, como de dibujo animado. No porque desconfíe de su consejo, sino de mi habilidad. La confianza en mí misma, que me llevó a sentirme Madame Superpollo, armada con los atributos de electromecánico, contenidos en la cartera de piel negra de mi padre, se había desinflado a lo largo de aquella tarde, engullida con la cerradura.
Pero, por intentar algo, que no quede. Y como ello no  requiere grandes inversiones, ni decisiones drásticas, pido que me sirvan el alambre de rescatar cosas perdidas. No sabía de la existencia de este instrumento, es un gran descubrimiento, al menos, regresaría con una pequeña esperanza en forma de rollo de alambre verde, retorcido una punta en forma de gancho, y que me exige un desembolso de dos euros y treinta y cinco céntimos. Prolongaría un par de horas más mi huida a cualquier lugar, porque ya los flash-front invaden nuevamente mi imaginación fatalista.
Pero, sucede un milagro. Mientras recibo el tíquet por la compra de mi rollo de alambre, el señor del panamá, mostrándome la mejor sonrisa de su dentadura nueva, me sugiere acompañarme e intentar, él mismo, pescar de entre las entrañas de aquella puerta, de la que él parece conocer todos sus secretos, a la huidiza cerradura.
Había ido a la ferretería en busca de una nueva cerradura y regresaría con un señor salido de las páginas de  una historia de Agatha Christie, que me va explicando por el camino  que es nacido en Murcia y hace setenta años que vive en Barcelona. Caminamos codo a codo, él desplazándose con la elegancia que le otorga un bastón de mango de plata y su educada conversación, expresada en una mezcla perfecta de catalán y castellano. Una mezcla que maneja con habilidad y gracia y que le da una expresividad particular, que denota una cultura forjada por sí mismo. El señor del panamá consigue, al fin, dar a mi desolación un poco del brillo del verano y pienso que, aunque no consiga pescar la cerradura (porque estoy segura que no lo hará), al menos me ha reconciliado con la buena vecindad, con aquello que descubrí durante las jornadas del 15 M, pero que se agostó con el verano, cuando todo parece que retorna a la miseria y la soledad de nuestras vidas de egoístas anónimos.
El señor del panamá se sienta, parsimonioso, junto a la puerta de cerradura ausente. Me confía el bastón y me dice, extendiéndome la mano: Me llamo Víctor. No nos conocemos, aunque yo paso casi todos los días por esta calle. Puede ser que nos hayamos cruzado muchas veces, tal vez. Ahora, si nos volvemos a ver, ya nos reconoceremos. Luego, se lleva la mano al bolsillo pequeño del pantalón y extrae de allí una navajita.
No se asuste, me dice. Usted no me conoce y puede pensar: "Ahora este hombre saca una navaja y me mata". Parece que se adelanta a mis pensamientos macabros. Pero, en ese momento, no había pensado nada. Sobre todo porque la navaja es de tamaño ridículo.

¿Ve?, agrega, la hoja es muy pequeña, pero a mí me sirve para todo.
Sí, yo también tenía una navajita así, era de mi papá, pero me la robaron, la llevaba dentro de mi bolso.
Se ve que usted es una mujer apañada, me responde. Bueno, más que apañada soy temeraria, ya ve lo que hice. 

Me siento a su lado a ver cómo logrará extraer, desde aquel triángulo de las Bermudas, la cerradura desaparecida. Y comienza a manipular el alambre,  intentando pescar algo invisible, aunque conociendo y explicando cada  maniobra que realiza para que la pesca dé resultado. Como si poseyera un radar natural, me va indicando donde está la cerradura, sabe exactamente la longitud que el alambre debe tener para extraerla.  Me explica que yo debo sostenerlo a una cierta altura, y  girarlo hacia un ángulo preciso, para que él pueda proceder a engancharla. ¿Por donde la enganchará?, pienso. ¿Cómo puede saber de qué lado está, si no la ve? 
Pasan unos cuantos minutos, en los que, ya en solitario, lo veo maniobrar pacientemente, y durante los cuales va explicando aspectos de su vida como mecánico de coches y "arreglatodo". Hasta que, ¡consigue pescar una punta del objeto perdido! Pero, aun no es suficiente para subirlo hasta la superficie, así que, otra vez demanda mi ayuda. Me da unas instrucciones dignas de un profesor de física, que sabe que si se hace un movimiento se producirá otro, exactamente controlado y en respuesta a este primero, logrando el efecto deseado sobre el cuerpo que manipula. Así, yo voy torciendo el alambre que él sostiene, cuando... ¡click!, logra, al fin, asir la otra punta del objeto perdido. Y lo veo comenzar a asomar, desde la oscuridad del misterioso interior donde había permanecido oculto. Es para mí una extracción tan milagrosa, que me invade una emoción comparable a la de un arqueólogo que ve asomarse la quilla de un barco hundido durante siglos. Estallo en aplausos. Ya no debo elegir entre la huida o el cerrajero.
¿Tiene un destornillador?, me pregunta a continuación. Y sí, sí llevo aún el arma del delito conmigo. Por lo que, para asombro del señor Víctor, saco un destornillador de mi bolso.
Ve, que usted es una mujer muy apañada, comenta al verme ofrecerle la herramienta.
Con la paciencia y la perfección que caracteriza todos sus actos,  Víctor vuelve a colocar la cerradura y, con gran habilidad, luego se ocupa de enderezar lo que habían torcido al forzarla. Las vecinas solas en verano estamos ya a salvo de los merodeadores  de las alturas.
Le invito con una cerveza, le digo. No bebo nunca, me responde. 
 Permítame ofrecerle algo, diez euros al menos, para que tome lo que le apetezca.  No, no, se excusa. Pero, yo insisto, ya que me parece justo retribuir a ese trabajador, ya jubilado, que esa tarde calurosa ha regresado a su antiguo oficio con un éxito rotundo y cosechando toda mi admiración.
¿Volveré a encontrarme con el señor Víctor? ¿Es otro de esos dioses menores,  que  aparecen en la estación del metro de La Sagrera? En verano, ya se sabe, todo se desplaza, y las líneas de metro quedan interrumpidas por obras de reparación. El señor Víctor es, quizás, uno de esos que en verano, desplazado de los túneles precintados por obras, ha salido a la superficie encargado de solucionar  pequeños incidentes que afectan a las amas de casa. Tal como el extravío de una cerradura, engullida por las fauces de una puerta.


martes, 2 de septiembre de 2014

Entrevista a Elsa Plaza en Catalunya Ràdio por Roger Escapa

El reportaje entrevista, transmitido el 30 de agosto de 2014, leva por título La falsa història de la vampiressa del Raval, y parte del ensayo reciente Desmontando el caso de la Vampira del Raval.


Enlace al programa aquí.

viernes, 22 de agosto de 2014

Entrevista a Elsa Plaza en Viaje a Ítaca por José A. Muñoz

A continuación puedes escuchar la entrevista realizada por José A. Muñoz a Elsa Plaza en el programa Viaje a Ítaca, el 4 de abril de 2009, sobre la creación de la novela El cielo bajo los pies.


martes, 3 de junio de 2014

Arucas. Una invitación en negro

Publicada por el Ayuntamiento de Arucas y a iniciativa de Loly León, la directora de la Biblioteca, quien tuvo la idea de una  Antología del cuento negro que tuviera como escenarios la ciudad de Arucas en Palma de Gran Canaria. Nació a partir del encuentro de autores de novela novela negra que se llevó a cabo en esa ciudad en el año 2009, aunque finalmente se concretizó en el  un volúmen que fue editado en diciembre del 2013. En él participaron  los siguientes autores: Alexia Ravelo, Antonio Lozano, José Luis Correa, José Luis Ibáñez, Marisol Llano Azcárate, Santiago Gil, Vera White y yo misma con el relato.

Puedes descargar aquí mi relato: "La extraviada (fantasía para un teatro vacío)"






Las fotografías que acompañan cada historia  son de  Almudena González Díaz.

viernes, 2 de mayo de 2014

Nueva presentación de "Jacqueline o el eco del tiempo"

Elina Norandi presenta Jacqueline o el eco del tiempo
Divendres, 9 de maig, a l'Espai literari de Gràcia
(carrer Ramón y Cajal 45), a les 19.30 hores


¿Qué es el tiempo? Si quiero explicarlo no lo sé, pero en mi interior sé de qué se trata. Así dejaba testimonio Agustín de Hipona de su perplejidad frente al devenir temporal. Cómo hablar, sino, desde lo personal de este fenómeno que tratándolo de medir y explicar en el laboratorio de psicología, se me escapa en mi vida? ¿Qué es la locura? Acaso también una percepción diferente del tiempo, un desacuerdo que la mayoría, cuerda, constata como un defecto insuperable ¿Por qué, en esas sincronías ofrecidas por el azar, Jacqueline vuelve y volvió Monique? (…) Son ellas parte de la trama, como lo son también los escritos del profesor del antiguo Hospital de la Salpêtrière, con las fotos que tomó de su paciente Madeleine Le Bouc (…) con la lupa recorro las sandalias que calza, no hay duda, son casi idénticas a las que calzaba la ex monja chilena. Aquélla que frente a la comandancia militar de Antofagasta, donde estaban detenidos sus amigos, un día de la primavera de 1973 vio abrirse el cielo, y descender ante ella una fila de demonios calzados con botas militares.

jueves, 10 de abril de 2014

A Ítaca con los camaradas

Décima epifanía


Hasta que comencé ese viaje rumbo a Grecia, no me di cuenta de que para mí la vida se gozaba solamente en la imaginación. Los momentos más plenos de mi infancia habían sido aquellos en los que leía Mujercitas por las tardes, cuando volvía del colegio, echada sobre la cama de mis padres y mientras mordía una manzana. Recuerdo la escena con una sensación de bienestar absoluto. Pero durante el verano de 1976 viajaba desde París hacia Grecia en un viejo coche que conducían por turnos dos “camaradas”, estudiantes como yo en la Universidad de Vincennes. Formábamos parte de la “célula” del distrito XVIII, de un partido de la izquierda revolucionaria. Yo iba en el asiento trasero junto a Muriel –ya que entre mis tantos vacíos estaba también el de no saber conducir. Muriel, “otra camarada”, era sindicalista. No sé qué grado de importancia daba ella a su militancia obrera, pero durante el viaje demostró que lo que más le interesaba era comer y dormir.

Gilles y Jacques, en cambio, eran militantes modélicos. Un orgullo para el Partido, que aunque pequeño, tenía vocación internacionalista. Estudiaban historia contemporánea, pero sus conversaciones, monotemáticas, giraban siempre en torno al conocimiento que tenían acerca de los miles de grupúsculos en los que se habían dividido los partidos comunistas de Europa, América, África y Asia. Presumían y se desafiaban entre ellos, apostando en torno a las siglas con las que se reconocían, y ni bien divisaban una pintada callejera, donde asomaban semiborrados una hoz y un martillo o un puño cerrado, ellos descifraban las letras que acompañaban los símbolos e inmediatamente demostraban saber el nombre completo del grupo. Sabían también en qué momento de sus historias se habían decantado por el maoismo, el trotskismo, o bien habían optado por el lambertismo o el guevarismo. Recitaban de corrido el nombre de sus secretarios generales y cuál había sido el por qué de la escisión. Y nada entusiasmaba más a aquellos chicos que la promesa de llegar a Atenas, no porque allí nos esperaran los restos del origen de nuestra cultura, sino porque nos reuniríamos con un grupo de compañeros. Éstos, habiendo estudiado en París, hablarían un correcto francés y nos darían las últimas noticias sobre el futuro de nuestro partido, el cual estaba por, o había entrado ya, a formar parte del PASOK en una estratégica coalición que estaría estrechamente vigilada para no contaminarse de socialdemocracia. A Jacques le brillaban los ojitos cuando hablaba de aquello, y una inmensa alegría ruborizaba sus mejillas al contabilizar los votos que, seguramente, alcanzaríamos unidos, mole de izquierdas que arrasaría en las próximas elecciones helenas. Gilles, en cambio, además de su entusiasmo por el destino histórico del proletariado, tenía pensamientos más prosaicos. Según fui comprendiendo, poco a poco, una chica norteamericana con la que había compartido sus anteriores vacaciones lo había dejado profundamente conmovido. Con ironía reflexionaba sobre el origen espurio de Liza -ese era el nombre de la yankee a la que Gilles no dejaba de nombrar y comparar conmigo durante todo el viaje. Liza, al igual que yo, nunca había probado el steak tartare, y le daba asco comer bocadillos de carne cruda, que ellos, y por supuesto Muriel más que ninguno, engullían con gran gula y regocijo ante mis remilgos. Liza tampoco hablaba bien francés, y se equivocaba en cosas que les hacía reír mucho. Y así, cada vez que yo no empleaba bien una frase o marcaba mis diferencias de extranjera, aparecía el fantasma de Liza evocado por Gilles. En aquel momento no me di cuenta de que lo que en realidad pasaba era que Gilles añoraba a Liza, que hubiese preferido a mi presencia. Liza, con la que años después se casó traicionando la causa del proletariado al irse a vivir junto a ella en la sede central del imperialismo capitalista.

Fue un cuarteto desgraciado el que formamos durante aquel verano. Gilles y Jacques habían nacido el uno para el otro, a pesar del espectro de Liza que ya planeaba sobre ellos. Pero en esta época aún no se habían dado cuenta de ello y, felices en sus múltiples coincidencias, demostraban una compresión mutua y una complicidad sin límites. Ambos eran igual y absolutamente previsibles y previsores. Todo lo habían dispuesto de antemano, aunque sospecho que era Jacques quien había diseñado el plan de viaje. Llevaban un cuaderno donde día a día habían anotado el recorrido que seguiríamos. Posibilidades de pernoctar, parajes donde detenernos y, sobre todo, cuánto debíamos gastar, medido al centavo. No estaba permitido alterar el recorrido, ni sobre todo desertar, ya que los gastos estaban repartidos entre cuatro, y cuatro debíamos ser al volver a París justo un mes después.

Muriel era callada. No creo que tuviera una gran vida interior, o al menos no se le notaba, ya que siempre estaba de mal humor. Y cuando no lo estaba demostraba, con profundos bostezos, lo poco que el paisaje y nosotros le importábamos. ¿Por qué aceptó aquél viaje? Quizá porque se le acababa el contrato de alquiler de su deux pièces y pensó que en julio no encontraría nada. Yo que soy dada a las largas conversaciones nocturnas, llegada la noche, me quedaba fuera de la tienda que compartía con ella, pues inmediatamente después de enfundarse en su saco de dormir comenzaba a resoplar y ya no abría los ojos hasta el día siguiente a las once de la mañana.

De aquel comienzo de viaje recuerdo la serena belleza del paisaje estival Mediterráneo, la exuberancia de las adelfas, de color rosa intenso, el aire salado que refrescaba mi cara y las canciones de Leonard Cohen, quizás el único gusto que compartía con Gilles y Jacques. Muriel era la primera vez que escuchaba a Cohen y tanto le daba si en el coche sonaba su música o la de Maurice Chevalier.

Una tarde me enamoré de Gilles. Habíamos parado a hacer pic-nic a orillas del Mosa cerca de Domremy, la aldea donde nació Jeanne D’Arc. Hacía calor y estaba en una época en la que me sentía bien conmigo misma. Creo que esto me permitía enamorarme, ya que pensaba que otros también podían darse cuenta de lo dispuesta que estaba a ello. Jugaba a tirar piedras al río para hacer que rebotaran, pero no conseguía hacerlo. Entonces Gilles se acercó a mí y tomándome por la mano me explicó cómo lanzarlas. Estuvimos entretenidos en aquél juego casi una hora, mientras Muriel dormía la siesta y Jacques revisaba los planos de carretera.

A partir de aquel momento viví pendiente de las miradas de Gilles. Fue como agregar brillantez a aquel paisaje que me tenía profundamente conmovida. Desde ese momento todas las estupideces del viaje -como no visitar las ciudades por donde pasábamos, o buscar durante horas el restaurante más barato, en vez de conformarnos con fruta o bocadillos -se las achacaba al necio de Jacques.

Llegamos a Grecia, después de atravesar Italia y lo que aún era Yugoslavia, que veía maravillosa y presentía llena de tesoros ocultos a los que no me estaba permitido acceder, puesto que la cita era en Atenas y allí debíamos llegar el día y a la hora señalados para la reunión.

Al fin entramos a la antigua ciudad helénica ante mi total desilusión, pues no sé qué me había imaginado, pero por supuesto no aquella ciudad moderna y sosa.

Nos recibieron los camaradas que vivían en un barrio alejado del centro, eran simpáticos y algunos hablaban un francés muy fluido. Aquella noche fuimos a beber vino de resina a la Plaka, el barrio antiguo, donde sí encontré lo que mi fantasía había imaginado de la palabra Atenas. Charlamos animadamente durante horas y horas. Cuando volvimos de madrugada a la casa que amablemente nos habían prestado, extendimos nuestros sacos de dormir en el salón comedor, los cuatro, uno al lado del otro. Yo elegí acurrucarme muy cerca de Gilles con la esperanza de que esa noche me estrechara entre sus brazos, pero no lo hizo a pesar de que debió sentir mis efluvios amorosos, que surcaban el tejido de mi saco de dormir para ir a estrellarse contra el suyo.

A la mañana temprano nos fuimos de aquella casa sin desayunar, tomamos un café en el barrio antiguo a donde los hombres, sentados ante máquinas de coser, pedaleaban incesantemente sin levantar la cabeza. Subimos a la Acrópolis, pues estaba dentro del programa. Me senté allí entre las ruinas y fue como entrar dentro del libro de historia del arte. Las cariátides del Erectión estaban vendadas, pero asomaban sus partes aún reconocibles. Me parecía extraño haber llegado allí desde mi barrio de Buenos Aires -cerca del Puente Lacarra- al Partenón como si nada hubiese pasado por el medio. Allí, yo contra tanto cielo azul y tanta piedra blanca. Me olvidé de Gilles y de que estaba enamorada, no quería que nadie me hablara, sólo quería estar allí y darme cuenta de ello.


A la hora de volver ellos, los varones, que todo lo tenían ya planeado, decidieron que tocaba ir a la playa, o tal vez estaba ya escrito. Entonces me di cuenta de que lo que les entusiasmaba tanto, nadar en una playa de Atenas, a mí me dejaba indiferente. Yo no sabía nadar. Los amigos griegos también habían ofrecido bicicletas, pero yo tampoco sabía andar en bicicleta… y me di cuenta, también, de que algunos grandes placeres de la vida me estaban vedados por mi origen: proletaria de país periférico. Por supuesto que esto -que debía haber sido tema de alguna reunión del grupo de autoconciencia de mujeres de la organización- me lo callé en ese momento. Los seguí; con mi biquini antiguo me dispuse a asarme en la playa mientras ellos nadaban como atletas y yo me devanaba los sesos para entender el libro que me había llevado para leer en esas vacaciones: Le moi divisée, de Ronald D. Laing.

Al otro día había que salir hacia Patras para tomar el barco que nos trasladaría a Ítaca. Era en esta isla donde comenzarían nuestras verdaderas vacaciones, ya que la misión en Atenas de la “célula” del distrito XVIII había acabado.

En el pequeño puerto de Ítaca nos recibieron algunos habitantes de la isla que ofrecían hospedaje. Seguimos a una mujer, bajita y vestida de negro, que nos guió por el intrincado camino de casitas blancas que se abrían entre escalones a nuestra curiosidad. “Orea, orea”, nos decía la mujer mientras hacía señas con la mano. Supuse que nos indicaba que, al fin, corría un poco de aire, y que esos últimos días había hecho un calor asfixiante en la isla. No creo haber errado demasiado, porque en todas las culturas, cuando unos desconocidos se cruzan y no quieren estar en silencio, hablan del clima, ese que padecen o gozan ambos, y que les brinda la única comunidad segura. También me recordó el envoltorio de celofán de unas medias de nylón que mi madre compraba y se llamaban Orea, y que en su publicidad explicaban que eran un sueño hecho realidad... Un sueño tan leve como esa brisa que llegaba del mar.



Por la noche dormimos en camas, por supuesto Gilles al lado de Jacques y Muriel junto a mí. La dueña de la casa pasó la noche en la terraza, pues nos alquilaba su propia habitación. Pero al otro día ya estaba decidido que montaríamos las tiendas en un camping “salvaje” que se había formado cerca de una pequeña discoteca que Gilles y Jacques tenían intención de conocer y a la que no estábamos invitadas -así lo habían decidido.



Así, una noche después de instalar las tiendas y de tomar una frugal cena a base de ensalada griega, Muriel se fue a dormir, y Gilles y Jacques a digerir las aceitunas y el queso de la ensalada dentro de la vecina discoteca. Yo me quedé paseando por los alrededores de la isla, que estaba muy animada. Turistas elegantes, llegados en yates particulares que habían amarrado a los muelles, se divertían en las terrazas de los bares dispuestas sobre la playa. En mi deambular nocturno descubrí a una chica solitaria que permanecía mirando hacia el mar, sentada en la pequeña dársena de madera de donde salían los barcos hacia otras islas o al continente. No recuerdo cómo empezamos a hablar en inglés hasta que nos preguntamos de dónde veníamos y supimos, con alegría, que las dos hablábamos castellano. Carmen venía de Barcelona, había viajado sola hasta Ítaca porque Lluís Llach, un cantante de su tierra que yo aún no conocía, había musicado poemas que nombraban la legendaria isla, y sin más quiso conocerla. Su plan de viaje para los próximos días era viajar al continente y hacer autoestop hasta Italia, trabajar allí un mes para luego retornar a Barcelona. Me quedé pensando en aquel proyecto, resultaba más tentador que el régimen autoritario al que estaba sometida por el tratado que había firmado con el frente francés. Una posible alianza con la catalana me resultaba más de acuerdo con mis deseos, hasta ese momento poco reflexionados.

Al regresar a nuestro campamento, noté que en la tienda de Gilles y Jacques había más de dos sombras que se agitaban entre suspiros. Habían encontrado en la discoteca lo que seguramente les tocaba en la lista de recreo que se habían marcado. Yo me resigné, una vez más, a dormir espalda contra espalda de la enigmática Muriel.

Carmen, la catalana, me había explicado que pasaría aquella noche envuelta en su saco en el albergue que le ofrecía la taquilla de los barcos. Por la mañana fui en su busca. La encontré ya despierta, mirando como siempre hacia el horizonte marino. Fuimos juntas a tomar un café con leche, era simpática y tan charlatana como yo misma. Se comunicaba con los habitantes del lugar como si supiese griego. Así, comenzamos a recorrer la isla, tierra adentro hacia donde se decía estaba la cueva que, según la leyenda, Ulises había utilizado para guardar sus tesoros. Después de varias horas de dar vueltas hallamos el lugar. Se descendía hasta la cueva por una escalera improvisada. Era un amplio espacio bajo la tierra que bien podía haber sido el escondite de todos los tesoros de piratas o bien la cueva de Alí Babá.

Permanecimos un tiempo allí, intentando acostumbrar nuestra visión a la oscuridad, el suficiente para sentir las historias suspendidas entre las piedras, que nos llegaban en forma de recuerdos de las películas en tecnicolor que habíamos visto en nuestra infancia. Ulises luchando contra el Cíclope… era enorme el Cíclope, y al evocarlo nos estremecimos, y las dos volvimos sobre nuestros pasos en busca de la escalera de salida.  



Salimos de allí fascinadas por el misterio de ese espacio vacío, oscuro y helado. Y fuimos a calentarnos echadas al sol en la playa. Éramos las únicas bañistas. Carmen se quitó el sostén de su biquini y se metió en el agua, yo la imité. Reímos mucho de todo lo que yo le explicaba sobre mis compañeros de viaje.

Carmen era quizás un par de años más joven que yo, tenía la piel morena por el sol, y sus ojos iluminados por el cielo del mar Jónico parecían verdes. Recuerdo sus pechos estremecidos por el frescor del agua, pequeños y salpicados por las gotas que iban resbalando sobre su cuerpo. Nos sentíamos hermanas en aquella tarde de agosto. Y me di cuenta de que nunca había pensado en mis propias vacaciones. Cómo las imaginaba, cómo imaginaba los placeres del verano, en un tiempo en el que se agudiza el sentimiento de que somos un cuerpo. Un cuerpo que puede sentir el resplandor del sol sobre él, el del viento en la cara, el del cansancio de una caminata. Pensándolo bien, aquellas eran mis primeras vacaciones. La educación recibida no incluía la asignatura de ser feliz inmersa en un paisaje. La felicidad era algo abstracto para mi madre, que fue quien me enseñó a desear. Deseaba con el modelo de ella, la felicidad inalcanzable o siempre postergada de una novela romántica. Nunca me habían enseñado que una podía anticiparse a las emociones, imaginando la posibilidad de hallarse en un espacio diferente a aquel donde la vida transcurría, sin esperar nada, dejándose llevar. Me di cuenta también de que aquellas vacaciones, que llegaban por primera vez en mi vida, las había dejado en manos de quienes estaban acostumbrados a planificarlas, a conocer sus deseos y diseñar el camino para que ellos se cumplieran.

Todo eso pensé la noche en la que mudé mi saco de dormir al lado del de Carmen, porque finalmente expliqué a mis camaradas de viaje que mi compromiso llegaba hasta allí. Ellos habían encontrado dos amiguitas con las que bien podían compartir los futuros gastos de lo que restaba del viaje, yo rescindía el contrato.

Hubo una reunión agria que se llevó con el mismo ritmo y vocabulario con el que se discutía el último artículo de la prensa del Partido sobre “nuestros compañeros de viaje comunistas”. Y nunca mejor dicho: eran mis compañeros de viaje con los que esta sección de la Internacional, que yo sola componía, quería romper. Las nuevas amigas de Gilles y Jacques permanecieron al margen. Supongo que creían que el problema eran ellas, cuando en realidad las había visto como mi posible salvación. Muriel, enfurruñada, decía que si yo me iba ella también se volvía a París. Aquello era una nueva deserción que llevaba a la catástrofe, pues las holandesas de la discoteca no tenían ninguna intención de viajar a París con Gilles y Jacques, y además tenían coche propio. De pronto me sentí prisionera de un pacto que no quería cumplir.

Después de aquel cónclave supe que mis compañeros de viaje serían inflexibles, yo había aceptado un plan que contemplaba cuatro pasajeros en un viaje, ida y vuelta, de París a Grecia, y no podía desligarme.

Y así, me debatía entre una ética de inexperta militante y el descubrimiento de que yo también podía imaginar el placer de mi cuerpo en tierras de Italia, por ejemplo, aprendiendo a nadar y a mirar el cielo junto a mi nueva amiga.

Busqué a Carmen y nos paseamos por la playa, me hablaba de su vida en Barcelona, del festival de rock de Canet de Mar, del pueblo donde había nacido y de las calles del Pueblo Seco, el barrio de Barcelona donde vivía. Yo le explicaba mi trabajo en París, donde era la au pair de un perro. A cambio de su cuidado y atención me daban una habitación en una sexta planta; también recordé para ella mi infancia en mi barrio de Floresta Sur, pasando el Puente Lacarra.

Charlando, llegamos a una cala donde había fondeado, a muy pocos metros, un pequeño yate y sobre la arena una tumbona en la que yacía una mujer. Nos echamos allí, entreteniéndonos largo tiempo en imaginar planes para dejar colgados a mis compañeros de viaje. Las holandesas eran una solución, lástima que tuvieran un coche que habían llevado con ellas a la isla. ¿Y si pinchábamos las ruedas o echábamos arena en el motor? Pero sobraba Muriel, ¿dónde ubicarla? En el coche de Gilles y Jacques sólo había lugar para cuatro. Entonces, la cuestión era conseguir una pareja a Muriel, punto bastante difícil a resolver teniendo en cuenta lo poco dada que era a dejarse llevar por los sentimientos. Al fin, decidimos que las cosas se irían solucionando solas.

Cerramos los ojos y nos dedicamos sólo a sentir el sol y la brisa sobre nuestros cuerpos. Todo era silencio y calma, el tiempo se había detenido en la quietud del paisaje aunque sabíamos que la mujer de la tumbona continuaba allí. No sé cuánto estuvimos ensoñadas, hasta que sentimos los pasos de alguien sobre la arena. Vimos a un hombre con chaqueta blanca que se acercaba a la mujer con una bandeja sobre la que se sostenía una copa. Ella se incorporó, y entonces la vimos en todo su esplendor. Era una mujer mayor, casi anciana, si ese término podía aplicarse a aquel personaje de piernas larguísimas que sostenían un torso moldeado por un bañador a rayas horizontales. El hombre dejó la copa sobre una especie de mesita que se prolongaba desde la tumbona y extendió el albornoz que hasta entonces había descansado a los pies de la antigua diosa, cuyo cuerpo de jirafa con turbante y gafas de sol se inclinó levemente para encajarse en la vestimenta que le ofrecían. Por un momento uno de sus hombros quedó nuevamente descubierto al deslizarse la prenda y vimos cómo ese hombre que creímos un sirviente ensayaba un acercamiento con sus labios a ese trozo de piel ofrecido por el azar. Acercamiento que la mujer desaprobó con un cierto fastidio. Entonces le dio la espalda y se marchó hacia el mismo lugar de donde había surgido aquel hombre, quien la siguió a una prudente distancia. Allí, a unos pocos metros, detrás de unos setos que la ocultaban, vimos una casa magnífica -en la que no habíamos reparado-, precedida por un jardín.

-¡Es Greta Garbo! -le dije a Carmen.
¿Tú creés?
-Seguro que es ella. La reconocería aunque fuese disfrazada. Ese andar de animal de las sabanas, sus largas piernas, la manera en cómo encogió los hombros para ponerse de pié, su perfil.

Estaba segura de que habíamos espiado la intimidad de la diva. En un segundo ella se nos había mostrado, representando una escena de su propia película.

Ese día recorrimos con Carmen toda la isla, y así supe que el núcleo de población había sido construido varias veces y en distintos enclaves, pues terremotos, en épocas diversas, lo habían destruido en más de una ocasión. Subimos las colinas rocosas, cubiertas de vegetación reseca, y nos detuvimos, varias veces, a desenterrar restos de cristales y trozos de cerámica con el rastro del tiempo en su superficie. Deshechos de la vida humana que había comenzado y desaparecido, para después renacer en otro punto, allá abajo, donde veíamos las casitas blancas mostrando sus terrazas con ropa secándose al “Orea, orea. Allí encontré el fondo partido de lo que podía haber sido un platito. Era esmaltado en blanco con un dibujo, parecía una cabeza con el esquema de unos brazos extendidos hacia un pequeño círculo amarillo.

- Es un mensaje -le dije a Carmen, y lo guardé en un bolsillo.

Cuando el sol comenzó a bajar nos dimos cuenta de que habíamos ido en dirección contraria al lugar donde estaba la parte habitada de la isla. Reímos mucho pensando que si de verdad nos perdíamos se solucionaba mi problema con los franceses. Pero pasó una camioneta que paramos y nos llevó al pueblo. Allí, Gilles y Jacques se habían movilizado para buscarnos ayudados por turistas y lugareños, quienes al vernos nos recibieron entre alegres y regañones.

Las holandesas habían marchado, y nuevamente éramos cuatro. En dos días volveríamos otra vez a Patras. Al día siguiente, Carmen subiría al barco que la llevaría al continente, y yo no me decidía a romper del todo y seguir el libre fluir de mis deseos.

Nos quedamos con mi nueva amiga charlando hasta el amanecer, y me di cuenta de lo mucho que se necesita hablar en el idioma propio. Eran chorros de frases que, durante los tres días de nuestro encuentro, se habían desparramado entre nosotras. Los franceses, admirados ante nuestra cómplice locuacidad, no podían entender cómo dos desconocidas tenían tanto que contarse. Decidimos que al otro día, antes de que Carmen marchara, volveríamos a la cala de Greta Garbo.

Con los primeros rayos de luz llegábamos a la pequeña playa que ocultaba, de eso ya no cabía duda, uno de los misterios de la mitología cinematográfica. El yate de la diva seguía varado en la playa, y aparentaba estar vacío. Esta vez nos detuvimos ante la casa escondida detrás de los arbustos. Era de líneas simples, pero con amplios ventanales de cristal que cerraban oscuras cortinas azules. El pequeño y cuidado jardín estaba salpicado de exuberantes adelfas multicolores. Nos estiramos en la arena esperando que algo ocurriera, teníamos unas cuantas horas por delante antes de que el barco -al que finalmente Carmen sola debía subir- zarpase.

Acariciadas por el sol, y con las olas lamiendo nuestros pies, planeamos un encuentro en Barcelona para el próximo otoño, en Todos los Santos. Yo conocería la calle del Rosal, en el Pueblo Seco, pasearíamos por las Ramblas y después nos iríamos a la Plaza Real.

La mujer apareció cuando el sol ya picaba, envuelta en una especie de sari de color oscuro con dibujos dorados. Detrás de ella, su fiel servidor llevaba la tumbona que desplegó para que ella acomodara sus carnes bellamente envejecidas. Con la sensualidad de una Salomé se quitó el velo, descubriendo un nuevo bañador, esta vez negro. Dejó a un lado las sandalias de charol y aquel hombre acomodó sobre un almohadón sus pies, acariciándolos. Ella echó la cabeza hacia atrás y se quedó inmóvil, mientras él volvía hacia la casa.

-Quizás, detrás de sus gafas de sol pasan escenas de sus películas, como pensamientos visibles -dije yo.

-Quizá sólo goza del aire y del sol y vive intensamente el presente -me contestó Carmen.  


martes, 1 de abril de 2014

"Desmontando el caso de la Vampira del Raval", al Col·legi de Periodistes de Catalunya

Icaria presenta un llibre apassionant que revela la misèria i la manipulació que s’amaga darrere del mite de La Vampira del Raval.


Dimarts, 8 d'abril a les 19h

Col·legi de Periodistes de Catalunya

Rambla de Catalunya, 10 · Barcelona

 

Participaran en l’acte:

Catalina Gayà, periodista
Elsa Plaza, autora del llibre


Desmontando el caso de la Vampira del Raval. Misoginia y clasismo en la Barcelona modernista



Enriqueta Martí, "La Vampira del Raval", es la protagonista de una de las leyendas urbanas que más fama y difusión han tenido en los últimos cien años. Acusada de prostituta, ladrona de niños, asesina, acusada de brujería, proxenetismo y de fabricar ungüentos con las vísceras y huesos de sus pequeñas víctimas destinados a proporcionar la inmortalidad, el caso de Enriqueta conmocionó la Barcelona de 1912.

Esta apasionante investigación descubre cómo esta leyenda oculta la realidad de una cultura patriarcal y capitalista que alimentó y alimenta el maltrato y la explotación laboral y sexual de niños y mujeres. Una trama que recorre los suburbios de la ciudad y llega hasta los pisos y burdeles de la alta burguesía catalana, las calles parisinas y las fábricas de principios de siglo.

“Un trabajo impresionante de búsqueda paciente en archivos y bibliotecas que nos muestra la otra cara de la Barcelona modernista y burguesa.  Las desapariciones de niños y niñas, la prostitución reglamentada, la vida en la cárcel de mujeres de la calle Reina Amalia, los funcionarios corruptos… todo ello gira alrededor del personaje  Enriqueta Martí, y nos da a pensar que la verdad tiene mil caras, y que estas pueden ser siempre fruto de la manipulación.”
Luis Gueilburt (escultor, especialista en arquitectura modernista).

Un libro que desafía al lector a adoptar una postura crítica frente a la información que se le ofrece. Una lectura apasionante que desvela la miseria y la manipulación que se esconde tras el mito de La Vampira del Raval.

Entrevista de Nora Almada a Elsa Plaza sobre la investigación del caso aquí.

Reportaje sobre el caso en el Periódico, por Catalina Gayà  relación a dicha investigación, aquí

lunes, 10 de marzo de 2014

Nueva presentación de "Desmontando el caso de La Vampira del Raval"

Icaria presenta un llibre apassionant que revela la misèria i la manipulació que s’amaga darrere del mite de La Vampira del Raval.

Dijous, 13 de març a les 19h

Espai VIRUS

c/ Junta de Comerç 18, baixos · Raval · 08001 Barcelona

 

Participaran en l’acte:

Iñaki García, veí del Raval i membre de la campanya Justícia Juan Andrés
Miquel Fernàndez, antropòleg i membre de l'Observatori Antropològic del Conflicte Urbà
Elsa Plaza, autora del llibre


Desmontando el caso de la Vampira del Raval. Misoginia y clasismo en la Barcelona modernista



Enriqueta Martí, "La Vampira del Raval", es la protagonista de una de las leyendas urbanas que más fama y difusión han tenido en los últimos cien años. Acusada de prostituta, ladrona de niños, asesina, acusada de brujería, proxenetismo y de fabricar ungüentos con las vísceras y huesos de sus pequeñas víctimas destinados a proporcionar la inmortalidad, el caso de Enriqueta conmocionó la Barcelona de 1912.

Esta apasionante investigación descubre cómo esta leyenda oculta la realidad de una cultura patriarcal y capitalista que alimentó y alimenta el maltrato y la explotación laboral y sexual de niños y mujeres. Una trama que recorre los suburbios de la ciudad y llega hasta los pisos y burdeles de la alta burguesía catalana, las calles parisinas y las fábricas de principios de siglo.

“Un trabajo impresionante de búsqueda paciente en archivos y bibliotecas que nos muestra la otra cara de la Barcelona modernista y burguesa.  Las desapariciones de niños y niñas, la prostitución reglamentada, la vida en la cárcel de mujeres de la calle Reina Amalia, los funcionarios corruptos… todo ello gira alrededor del personaje  Enriqueta Martí, y nos da a pensar que la verdad tiene mil caras, y que estas pueden ser siempre fruto de la manipulación.”
Luis Gueilburt (escultor, especialista en arquitectura modernista).

Un libro que desafía al lector a adoptar una postura crítica frente a la información que se le ofrece. Una lectura apasionante que desvela la miseria y la manipulación que se esconde tras el mito de La Vampira del Raval.