lunes, 13 de octubre de 2014

En verano todo se desplaza


Onceava epifanía
Pocos éramos los vecinos que permanecíamos en nuestros pisos agotando este verano, húmedo y pegajoso, encerrados, cada uno soportando su neurosis y tratando de mostrar la mejor sonrisa cuando nos cruzábamos con el otro o la otra con quien compartíamos el tedio estival.
Iba a tender la ropa recién lavada con la pesadez que caracteriza mi subida, fui ganando uno a uno los escalones que me conducían al terrado. Me cuesta hacerlo cada vez más, mis brazos se adelgazan con la misma celeridad que se hincha mi vientre, y así, los años me han ido otorgando la silueta de un pollo al horno que me dificulta la carga de objetos pesados. Por eso, los 18 escalones que debo salvar a pie, acarreando el cesto con ropa mojada, son para mí una prueba de resistencia. Pienso, mientras lo hago, que esa será la última vez, que erraré el impulso que me lleva al siguiente escalón o que el cesto resbalará, y yo caeré. Nadie podrá socorrerme, y menos en verano cuando quedan tan pocos vecinos y los que están o son demasiado viejos o apenas se asoman para no descubrir que ese año no han podido hacer vacaciones.
Llego, al fin, sana y salva, a la cúspide. Mi Moira me ha otorgado una nueva oportunidad, o quizás estaba distraída cortando el hilo de la vida de otra desventurada ama de casa que, en ese momento, perdería el equilibrio desde el banquito de la cocina, donde se habría montado para alcanzar un tarro de harina. La vida de las mujeres tiene esas sorpresas y los actos cotidianos, esos que la nueva economía feminista ha dado en llamar cura, entrañan más riesgos que los que llevan a los jugadores de fútbol a la enfermería. En esas cosas pienso cuando voy montando, a duras penas, los 18 escalones, y también me imagino, en una especie de flash-front (¿se dirá así cuando uno anticipa escenas que preferiría no se produjeran, pero que aparecen como recuerdos del futuro?), que el cesto de la ropa va cayendo en cámara lenta varios pisos más abajo. El cesto es de mimbre y lo encontré en la calle, es bonito y muy fotogénico. Imagino también la ropa mojada y pesada que se queda allí mismo, sobre los escalones, buscando acomodarse a la forma de los mismos, y mi cuerpo que se pierde en un gesto que busca el equilibrio a manotazos torpes. Me quedo desparramada más abajo, con la espalda pegada contra los escalones y con vergüenza para gritar pidiendo socorro. Pero, al fin, decido gritar y nadie viene.
Pero, sí, me he salvado nuevamente y estoy frente a la puerta del terrado, aunque la encuentro abierta y forzada. Pienso, distraída, que alguien, un vecino impaciente no pudo abrir con la llave y forzó el pestillo de la cerradura. Voy colgando, una a una, las piezas de ropa...y cuando estoy a punto de descender para regresar a mi casa, el pensamiento distraído se convierte en atento y  recuerdo que es verano: la puerta no puede permanecer abierta. Hay riesgo que ladrones que saltan terrados  asusten a las viejecitas solitarias que tengo por vecinas. Y yo Madame Supepollo me erijo en la santa patrona de todas ellas.
Aparto el cesto de mimbre y bajo rauda a mi piso en busca del legado de mi padre, su herencia más preciada:una cartera de piel negra donde guarda los atributos de su oficio de electromecánico, pinzas, destornilladores, bolígrafo, sierra de mano, un portalámparas con las puntas de los cables pelados...Saco de ella varios destornilladores y me dirijo, otra vez, a la puerta del terrado para devolverle su uso a la cerradura violada por algún desaprensivo. Refrendará mi acción la solvencia que me da las herramientas  heredadas, las  voy probando  en busca de la más adecuada para extraer la cerradura y así conseguir desatascar el pestillo, absorbido por el forcejeo al que fue sometido.
Feliz de constatar que los tornillos van cediendo, uno a uno, a mi habilidad en el manejo del instrumento, digna hija de mi padre, su herencia está en acción. La cerradura está a punto de poder ser extraída. Y cuando, al fin, cede el último tornillo, con un ruidito de metal contra metal, veo la cerradura despedirse de mí, desapareciendo, ante mi mirada estupefacta, dentro del agujero que deja su propia ausencia. Allá se va, oculta ahora entre las dos hojas de metal de la propia puerta.



¿Qué hacer? ¿Intentar seguir con mi afán y arremeter contra todos los tornillos que unen las hojas de la puerta? El acto de destornillar es lo único que se me da bien, pienso, por un instante. Si consigo desarmar la puerta podré extraer la cerradura. Pero, es demasiada puerta para mi metro sesenta y mis bracitos de pollo. Me siento al borde de un escalón,  desconsolada cual Cenicienta que regresa a la realidad de sus fogones. Si los vecinos se enteran... me harán pagar todos los desperfectos ocasionados, no puedo seguir en esto. Renuncio, debo pedir auxilio. Tendré que ir a comprar una nueva cerradura, urgente. Si antes la cerradura estaba forzada, yo la dejé inexistente... ¡¡¡Guauuuuu....!!! Un día más de este verano absurdo. Ahora me siento Madame Superpollo desinflado.
Dibujo el agujero dejado por mi acción, lo mido, lo calco sobre un papel y me llevo la llave. Con todo eso tendré una cerradura semejante a la perdida en el agujero negro de la galaxia puerta de terrado. Una cuarta dimensión: la de mi propia estupidez elevada a la potencia de la depresión veraniega.
Cabizbaja, llego a la ferretería, pero los datos que aporto son insuficientes. 
Debo regresar a la escena del crimen, nuevas medidas. Ahora parece que sí. Me muestran una cerradura que podría ser compatible con todos los datos que aporto. Pero, se produce un nuevo contratiempo, la llave que llevo es más larga que la que ofrece el tamaño del ojo de la nueva cerradura. Me explican mecanismos. No hay nada que hacer, ya no existen de ese tipo. En el mercado ya no se fabrican. La única solución es llamar a un cerrajero y que instale una nueva cerradura, deberá hacer otro agujero para adaptarla. Todo podrá costar unos ¡doscientos euros! ¡Doscientos euros! Compro un billete de tren y me voy a París. Y que todos los ladrones que pasean por los terrados asalten  a todas lasancianas del edificio, después de todo es una posibilidad entre mil, pienso. Me escaparé de este verano.  Todo esto se me ocurre mientras sigo apoyada en el mostrador forrado de linóleo de la ferretería. Siento que el sudor de mis axilas comienza a oler, el desodorante de flor de loto me abandona. Frente a la disyuntiva vital que se me presenta recuerdo que, elegir es la angustia de nuestro tiempo, dijo Sartre, o dijo algo así. La cuestión es que debo elegir. Me escapo a París con mis doscientos euros y me olvido de la ropa puesta a secar, de las viejecitas asaltadas, de mis vecinos ocultos, del verano pegajoso, o llamo a un cerrajero.
Un señor, cliente de la ferretería, sigue con atención mis explicaciones y las del ferretero.Creo que también es sensible a mi estupefacción ante el diagnóstico definitivo dado por el comerciante. Había percibido su llegada al comercio y su interés en mi caso, por eso,  mientras hablaba intenté, con la mirada, incluirlo en la conversación. Debe estar despidiéndose de la década de los setenta, va vestido como un personaje de Agatha Christie en un viaje por el Nilo: sombrero panamá, pantalones claros, impecable camisa blanca planchada con el amor que pone una esposa o una antigua criada, bigotes perfectamente teñidos de marrón, gafas de sol con montura de pasta y un bastón de empuñadura de plata, es bastante más bajito que yo misma.
 ¿Me permite?, me dice. ¿Es de madera la puerta? Si fuera así, se introduce por el espacio, dejado vacante por la cerradura, un imán colgado al extremo de una cuerda. El imán engancharía la cerradura que, seguramente, no ha caído hasta el borde inferior de la puerta, sino que debe haber quedado en un primer tramo, el que tiene en el interior a modo de...
Asombrada por su inteligente solución y la sabiduría que expresa acerca de la constitución interna de las puertas y el comportamiento de las cerraduras perdidas, le expreso mi desolación ante la desgraciada circunstancia de que la puerta, en cuestión, es metálica. ¡Es metálica!, afirmo, con voz trémula y como disculpándome, quizá con la secreta esperanza de que el señor del sombrero panamá me dé otra solución alternativa, semejante a la del imán, la cual me había parecido casi mágica.
Como respuesta a mi información, comenta otras soluciones con imanes, buscando la complicidad del comerciante, pero siempre con la salvedad de que las puertas deben ser de madera, en caso contrario los imanes se pegan a las hojas, etc.
 La luz de la esperanza, que significara la intervención del elegante señor a lo Agatha Christie, se apaga en un segundo, y la angustia de la elección regresa a mí. Claro que me encanta la idea de dejar todo plantado y correr hasta la estación de Sants en busca de la libertad definitiva, pero la realidad me retiene ahí, pegada mi barriga al mostrador de linóleo. Un viaje en AVE o un cerrajero...

Cuando desde el éter llega a mis oídos la sugerencia amable que me hace aquel señor: Compre un alambre e intente pescar la cerradura. Le miro con ojos agrandados y gesto amargo, como de dibujo animado. No porque desconfíe de su consejo, sino de mi habilidad. La confianza en mí misma, que me llevó a sentirme Madame Superpollo, armada con los atributos de electromecánico, contenidos en la cartera de piel negra de mi padre, se había desinflado a lo largo de aquella tarde, engullida con la cerradura.
Pero, por intentar algo, que no quede. Y como ello no  requiere grandes inversiones, ni decisiones drásticas, pido que me sirvan el alambre de rescatar cosas perdidas. No sabía de la existencia de este instrumento, es un gran descubrimiento, al menos, regresaría con una pequeña esperanza en forma de rollo de alambre verde, retorcido una punta en forma de gancho, y que me exige un desembolso de dos euros y treinta y cinco céntimos. Prolongaría un par de horas más mi huida a cualquier lugar, porque ya los flash-front invaden nuevamente mi imaginación fatalista.
Pero, sucede un milagro. Mientras recibo el tíquet por la compra de mi rollo de alambre, el señor del panamá, mostrándome la mejor sonrisa de su dentadura nueva, me sugiere acompañarme e intentar, él mismo, pescar de entre las entrañas de aquella puerta, de la que él parece conocer todos sus secretos, a la huidiza cerradura.
Había ido a la ferretería en busca de una nueva cerradura y regresaría con un señor salido de las páginas de  una historia de Agatha Christie, que me va explicando por el camino  que es nacido en Murcia y hace setenta años que vive en Barcelona. Caminamos codo a codo, él desplazándose con la elegancia que le otorga un bastón de mango de plata y su educada conversación, expresada en una mezcla perfecta de catalán y castellano. Una mezcla que maneja con habilidad y gracia y que le da una expresividad particular, que denota una cultura forjada por sí mismo. El señor del panamá consigue, al fin, dar a mi desolación un poco del brillo del verano y pienso que, aunque no consiga pescar la cerradura (porque estoy segura que no lo hará), al menos me ha reconciliado con la buena vecindad, con aquello que descubrí durante las jornadas del 15 M, pero que se agostó con el verano, cuando todo parece que retorna a la miseria y la soledad de nuestras vidas de egoístas anónimos.
El señor del panamá se sienta, parsimonioso, junto a la puerta de cerradura ausente. Me confía el bastón y me dice, extendiéndome la mano: Me llamo Víctor. No nos conocemos, aunque yo paso casi todos los días por esta calle. Puede ser que nos hayamos cruzado muchas veces, tal vez. Ahora, si nos volvemos a ver, ya nos reconoceremos. Luego, se lleva la mano al bolsillo pequeño del pantalón y extrae de allí una navajita.
No se asuste, me dice. Usted no me conoce y puede pensar: "Ahora este hombre saca una navaja y me mata". Parece que se adelanta a mis pensamientos macabros. Pero, en ese momento, no había pensado nada. Sobre todo porque la navaja es de tamaño ridículo.

¿Ve?, agrega, la hoja es muy pequeña, pero a mí me sirve para todo.
Sí, yo también tenía una navajita así, era de mi papá, pero me la robaron, la llevaba dentro de mi bolso.
Se ve que usted es una mujer apañada, me responde. Bueno, más que apañada soy temeraria, ya ve lo que hice. 

Me siento a su lado a ver cómo logrará extraer, desde aquel triángulo de las Bermudas, la cerradura desaparecida. Y comienza a manipular el alambre,  intentando pescar algo invisible, aunque conociendo y explicando cada  maniobra que realiza para que la pesca dé resultado. Como si poseyera un radar natural, me va indicando donde está la cerradura, sabe exactamente la longitud que el alambre debe tener para extraerla.  Me explica que yo debo sostenerlo a una cierta altura, y  girarlo hacia un ángulo preciso, para que él pueda proceder a engancharla. ¿Por donde la enganchará?, pienso. ¿Cómo puede saber de qué lado está, si no la ve? 
Pasan unos cuantos minutos, en los que, ya en solitario, lo veo maniobrar pacientemente, y durante los cuales va explicando aspectos de su vida como mecánico de coches y "arreglatodo". Hasta que, ¡consigue pescar una punta del objeto perdido! Pero, aun no es suficiente para subirlo hasta la superficie, así que, otra vez demanda mi ayuda. Me da unas instrucciones dignas de un profesor de física, que sabe que si se hace un movimiento se producirá otro, exactamente controlado y en respuesta a este primero, logrando el efecto deseado sobre el cuerpo que manipula. Así, yo voy torciendo el alambre que él sostiene, cuando... ¡click!, logra, al fin, asir la otra punta del objeto perdido. Y lo veo comenzar a asomar, desde la oscuridad del misterioso interior donde había permanecido oculto. Es para mí una extracción tan milagrosa, que me invade una emoción comparable a la de un arqueólogo que ve asomarse la quilla de un barco hundido durante siglos. Estallo en aplausos. Ya no debo elegir entre la huida o el cerrajero.
¿Tiene un destornillador?, me pregunta a continuación. Y sí, sí llevo aún el arma del delito conmigo. Por lo que, para asombro del señor Víctor, saco un destornillador de mi bolso.
Ve, que usted es una mujer muy apañada, comenta al verme ofrecerle la herramienta.
Con la paciencia y la perfección que caracteriza todos sus actos,  Víctor vuelve a colocar la cerradura y, con gran habilidad, luego se ocupa de enderezar lo que habían torcido al forzarla. Las vecinas solas en verano estamos ya a salvo de los merodeadores  de las alturas.
Le invito con una cerveza, le digo. No bebo nunca, me responde. 
 Permítame ofrecerle algo, diez euros al menos, para que tome lo que le apetezca.  No, no, se excusa. Pero, yo insisto, ya que me parece justo retribuir a ese trabajador, ya jubilado, que esa tarde calurosa ha regresado a su antiguo oficio con un éxito rotundo y cosechando toda mi admiración.
¿Volveré a encontrarme con el señor Víctor? ¿Es otro de esos dioses menores,  que  aparecen en la estación del metro de La Sagrera? En verano, ya se sabe, todo se desplaza, y las líneas de metro quedan interrumpidas por obras de reparación. El señor Víctor es, quizás, uno de esos que en verano, desplazado de los túneles precintados por obras, ha salido a la superficie encargado de solucionar  pequeños incidentes que afectan a las amas de casa. Tal como el extravío de una cerradura, engullida por las fauces de una puerta.