lunes, 13 de noviembre de 2017

Texto inspirado en esta obra de street art , a pedido de Ignasi Mateo para su sección en Revista Rosita


El grifito de Totchi
Elsa Plaza
Al dar vuelta la esquina recién se atrevió a mirar hacia atrás. A pesar del gorro, con el que había ocultado la válvula que tenía colocada en la cabeza, sabía que su cara era inolvidable. Refugiarse en la clínica Dermoestética, de la calle Muntaner, era la primera parte de su plan de fuga. ¿En qué mal momento de su agitada vida se le había ocurrido coserse los labios con hilo de zapatero y pedirle a su amigo, el tatuador oficial del talego, que le inyectara tinta verde bajo la piel de los pómulos? Un proceso de absorción, inducido por oxidación de compuestos orgánicos, coincidiendo con el aire mefítico de la cárcel, hizo que el hilo de zapatero se absorbiera, y así quedó para siempre, su cara como zapatilla de deporte. Aquellos eran otros valores, y Totchi (como le llamaban sus coleguis) era el más punk de todos los punks de la Modelo. Decía que él había tocado en Londres con los X Ray Spex ,y que Marianne Elliot- Said, en persona, la reina del punk de finales de los 70, le había hecho los dos peircings en los pezones, a los que había traspasado un grueso aro de plata. Buenos días aquellos en los que aún, en Semana Santa, lo dejaban hacer de Cristo en la capilla de la prisión, y los coleguis le pasaban la cuerda por los aros de plata y lo izaban a la cruz. ¡Ah, el buen y auténtico bondage! Totchi sabía como hacerse respetar, nadie se atrevió nunca a quitarle nada, ni siquiera las cajas con chinches y pulgas que guardaba celosamente. Eran un arma eficaz contra el guardia odiado, en un descuido se las echaba dentro del uniforme.

La válvula en la cabeza se la había ganado en el Clínico, la noche que se lo llevaron de urgencia. Una hidrocefalia, dijeron, y le implantaron el grifito que, de tanto en tanto, debía vaciar. Por ahí, pensaba, se le iban los recuerdos, por eso le pedía a los médicos que no echaran al sumidero lo que le iban extrayendo. Y, a veces, le hacían caso. Cuando esto ocurría, regresaba a la celda con un frasco transparente, que llevaba, como etiqueta, un trozo de cinta adhesiva donde él mismo había escrito con su letra temblorosa de adicto a todo: "Memoria de Totchi, julio de 1998", por ejemplo.

Al fin, había alcanzado la puerta de la Clínica Dermoestética, y nadie parecía seguirlo, pero su camiseta a rayas, sudada y con un agujero, rastro indeleble de la fuga, saltando el alambrado de púa que bordeaba el muro, no era la indumentaria adecuada para presentarse como cliente/paciente de la Clínica. Entonces, tuvo una idea brillante, como todas las ideas que había tenido en su vida: Entró, seguro de sí, ajustando sus gafas oscuras y marcando fuerte el paso con sus botas vaqueras:

─¡¡¡Hola my pussy, no tengo tiempo de firmar autógrafos, me espera el doctor!!! acto seguido, ante la mirada estupefacta de la recepcionista, pasó su dedo índice ─ previamente humedecido por su saliva ─ por los labios de la muchacha. Tal como había visto en una película de Tarantino. Ella le mordió el dedo y, a continuación, le encajó una bofetada que hizo saltar su gorro de lana gris, dejando al descubierto la válvula de la cabeza. Y allí mismo, el grifito, abierto sin querer, empezó a arrojar toda la memoria de Totchi. La Clínica Dermoestética, donde la propaganda dice que Aquí tú te debes a tí mismx y tu capricho es tu derecho, se fue inundando del olor a retrete de la cárcel, del olor a semen de la cama de Totchi, del sonido de los palos de los anti avalots rompiendo huesos, mientras un cantante punky aullaba: Ni Ideales patrióticos ni tenía ni tengo. El culo me limpio en cualquier ban... ¡ñera!, se apresuraron a completar los clientes/pacientes entre escandalizados y gozosos de la modernidad de los ser-vicios que ofrecía la Clínica.

miércoles, 16 de agosto de 2017

Los encuentros fortuitos

Karlskrona ( Suecia)

En el verano del año 2015 escribía, a ratos, en la Biblioteca de Karlskrona (Suecia) un trabajo sobre una calle del Raval de Barcelona, Sant Antoni de Pàdua, desaparecida bajo la piqueta. Karlskrona, aparte de su paisaje de ciudad naval a orillas del Báltico, no ofrece muchas atracciones a alguien que como yo no conduce coche, no dispone de dinero para gastar en excursiones y no habla ni lee el sueco. Por lo que paso largas horas en su biblioteca leyendo Le Monde o El País, que llegan dos o tres veces por semana, escribiendo o mirando los libros, en español o en francés, que se encuentran junto a todos los extranjeros en la planta baja. La biblioteca es un lugar placentero, inaugurada en el año 1959 su arquitectura, que divide el espacio en varias plantas, aprovecha toda la escasa luz que el sol mezquino de los países escandinavos ofrece, y logra alegrar el espacio y hacerlo acogedor gracias a la madera clara y el diseño de sus muebles. Los bibliotecarios son correctos y educados, aunque incapaces de un gesto de reconocimiento o empatía, a pesar de los seis o siete veranos que llevo pasando por allí. Pero, ya se sabe el carácter nórdico, digo yo que será eso.

El trabajo de intentar rehacer la memoria de una calle, o al menos aproximarme a ella, fue más difícil de lo imaginado, no me gustaba la redacción que rehacía una y otra vez sin lograr avanzar. Intentaba dar forma legible a un material diverso compuesto por datos de archivo, pequeñas notas aparecidas en periódicos y vivencias personales sueltas e inconexas. Era todo ello los restos de la calle San Antonio de Pádua, una calle borrada del mapa de Barcelona con todo lo que una vez contuvo.

Entre los libros de la planta baja de la biblioteca,  aquel verano hallé unos relatos de Patrick Modiano reunidos con el título de Des inconnues. En la escritura de Modiano reconozco “algo” de inquietante y familiar a lo que siempre deseo regresar. Aunque, creo que en sus obras reescribe una misma historia vista desde diferentes personajes. Estos siempre a la búsqueda de un conocimiento que se muestra en escenas sugerentes, en imágenes borrosas, en lugares que aluden a una vida desaparecida de la que solo queda apenas un detalle. 



En uno de los relatos de Des inconnues, una joven estudiante conversa con un excéntrico profesor de filosofía, acaba de conocerlo en un café que ambos frecuentan. Ella le comenta que no está cómoda en aquel barrio. Todas las madrugadas la despierta el particular sonido del trote de unos caballos, que desfilan bajo la ventana de su habitación. A los animales, y esto es un descubrimiento reciente, los conducen hacia un matadero que está por allí cerca. El conocimiento del destino final de las bestias la obsesiona y la obliga a rodeos absurdos, para evitar pasar delante del lugar que ocupa un gran espacio. El profesor admite que aquel barrio es particular. Él ha vivido siempre allí, al costado de una iglesia que la joven reconoce, aunque admite que no le había prestado atención. La iglesia es la de San Antonio de Pádua, le hace notar su interlocutor. Y agrega:

No podía llamarse de otra manera ¿Usted sabe lo que se le pide a San Antonio de Pádua? Encontrar los objetos perdidos. Él me sonrió como si hubiese comprendido que yo había perdido algo. Yo no había sido nunca supersticiosa, pero, si yo hubiese sabido a qué servía San Antonio de Pádua, de haber habido una iglesia con ese nombre en Londres, hubiese ido a rezar para que me dieran la foto (…)."

La melancólica muchacha del relato había perdido en Londres a su pareja y a la única foto que se hicieron juntos.

Como la protagonista sin nombre del relato de Modiano comencé a pensar que, quizás, entre los escombros de la calle olvidada yo también había perdido algo. Y recordé que el pedido al santo, tal como me lo explicaron a mí o como yo lo recuerdo, se hace anudando la punta de un pañuelo, con el nudo se golpea la palma de la mano mientras se evoca aquello que se desea hallar. El nudo debe permanecer atado hasta que aparezca el objeto. Y en caso de hallazgo se debe agradecer al santo entregando una importante limosna al primer pobre mendicante que encontremos en la calle.

Mi vivienda en la calle San Antonio de Pádua fue la primera realmente mía en Barcelona, cuando ya dejé de pensar que quizás Barcelona era solo una estación de paso y cada vez que me sentía mal imaginaba el regreso a la ciudad donde había vivido antes. En el pequeño piso de la calle San Antonio de Pádua fui colocando cosas que me gustaban y pinté de colores todo lo que ya estaba y no lo sentía mío. Allí tuvo su lugar un maniquí de modista encontrado en la calle y una foto de finales del siglo XIX, encontrada en el mercado de San Antonio, ¡otra vez San Antonio!, aunque este es el abad. Es el retrato de una mujer con vestido de época y mirada clara perdida en la lejanía del tiempo, aquel en la que el flash sorprendió su imagen y la grabó para que yo la recogiera...

Viví muchos años en el barrio de la Font d’en Fargas, cuya parroquia está bajo la advocación de ¡San Antonio de Padua! Y cuando me mudé a las cercanías de la Plaza Ibiza, al poco tiempo de estar allí encontré, abandonado a los pies de un contenedor de basura y asomándose tímidamente desde la envoltura de plástico, donde discretamente lo habían tratado de ocultar, una talla de madera y yeso. Representa a un ¡San Antonio de Padua! Imaginé que el cura de la iglesia (el contenedor estaba detrás de la iglesia), la había echado a la basura. Y, para desconsagrarla, o sea para quitarle la santidad a la imagen, y esto es pura conjetura mía, le había quitado el niño Jesús que siempre acompaña al santo. Así que al pobre lo habían dejado sin techo y sin compañero. Y mi instinto materno, siempre dispuesto a aflorar, me impulsó a acogerlo entre mis brazos y llevarlo a casa. Y aquí lo tengo con su carita de almendra y sus lacrimosos ojos de cristal.

Mientras estaba escribiendo mi historia sobre la calle del Raval que lleva el nombre del santo, hice un viaje a Aveiro en Portugal. Allí lo reencontré, repetida su imagen sobre todas las alegres barquitas que atraviesan la ría de la ciudad,  se lo ve acompañado de los peces saltarines con los que, cuenta su leyenda, acostumbraba a conversar.

Así, el nombre de la calle olvidada iba apareciendo de maneras diversas y se construía como una pintura cubista. Recordaba la voz de los vecinos, que en las tardes de verano subían hasta el balcón desde la acera y se colaban dentro de casa. El reclamo de los vendedores de “chocolate”, que lo ofrecían como un sonsonete a los jóvenes de otros barrios que se aventuraban por allí en busca de hachís. El hombre rubio y muy delgado, con la cara chupada de fumador empedernido. El ama de casa, con el sempiterno delantal de cocina, que lo ofrecía delante del portal donde vivía. Mi madre, de visita en Barcelona y que nunca había oído hablar de la existencia de algo que se fuma y se llama hachís pero le dicen “chocolate”, pensó que vendían chocolate de verdad y tuve que retenerla para que no fuera a comprarlo, porque imaginaba que era barato, dada la venta ambulante del producto.


Después de dos años de dar vueltas con el librito, un día creí que al fin podía darlo por acabado. Definitivamente sería La calle olvidada. Sant Antoni de Pàdua en el Distrito V. Ese mismo día, al subir al metro me llamó la atención una tarjeta que estaba en el suelo, pensé que se le debía haber caído a alguien. La recogí, era una estampita con la imagen de San Antonio de Pádua a todo color. La giré,  detrás lleva impreso un calendario del año 2010, debajo está escrito en letras rojas: La voz de San Antonio de Pádua y la dirección de los franciscanos de Sevilla.

La “sincronicidad ”, a la que el surrealismo dio tanta importancia, tal vez consista en una especie de eco de nuestras acciones o pensamientos. Pero, ¿cuál es el gesto, el estado de pensamiento adecuado, la manera de sentir o vaya a saber qué, aquello que provoca estos encuentros? Siempre seguiremos ajeno a ello, aunque continuarán repitiéndose, y otra vez nos sorprenderán.

Granada

En una esquina de la calle San Antón de Granada, unos antiguos portales de hierro permanecen abiertos. Invitan el paso hacia un jardín con canteros y fuentes cantarinas. El edificio es de dos plantas, partido al medio por un cenador cubierto por cristales, accedo por las escaleras de mármol a un comedor de paredes pintadas con colores cálidos. El hotel Oniria parece desierto. Mesas cubiertas de manteles blancos almidonados donde los platos permanecen vacíos y las copas brillantes contienen servilletas dobladas con arte japonés. Me acomodo en un sillón con una novela en mis manos. El tiempo se deshace entre sus páginas, cuando oigo una voz de soprano mezclándose con el arrullo del agua que llega desde el jardín. Ella exclama, ¡¡Ahhh!! , mientras eleva su lamento por la pérdida de un amor que se aleja en una nave… lontano , lontano. Otra voz, ésta de un contratenor, le augura que en los sueños volverá a encontrar el amor perdido.
Sonábula. Maximiliam Pirner. (1878)

Los diálogos de la ópera llegan a mis oídos con una nitidez inaudita, y se confunden con las palabras de la autora de la novela que leo. Tratan de encuentros entre las brumas de un país oculto detrás de los párpados de los durmientes. Porque ella, la soprano, dice haber sacrificado al dios de los sueños su vida diurna, y con los párpados cerrados vaga por el mundo. Envoltura carnal de un alma presa en el mundo de los sueños. Allí vive la ilusión del encuentro con su amado....Torna ragazza....

En la novela, el personaje se pierde en una ciudad, la de su infancia, a la que regresa buscando las claves de un episodio de su vida. Lleva en la mano una guía de los años 50 del siglo pasado y una revista, también de aquella época. En ella, la publicidad de una fábrica de aceiteras que no se derraman le afirma la realidad de aquel suceso. La fábrica de aceiteras estaba contigua a su casa, en la Avenida D. Donde sentada en el escalón que separa la acera de su casa y la de la fábrica, recuerda haber contemplado el desfile de hormigas, que llevaban a cuestas las cáscaras verdes de las semillas de los árboles plantados en la acera.

Pacientes hormigas negras y grandes que recorrían la calvicie de tierra que era su camino de hormigas, surco entre la hierba y el zanjón que bordeaba la calle. Rememora las paredes de la casa, llenas de grafitos infantiles que proclamaban el amor a los cantantes de moda.

Lontano, lontano se queja la muchacha de los ojos que miran hacia adentro, hacia el mundo de los sueños, donde permanece su amor siempre a punto de embarcarse al lugar donde ella estará ausente. Pero en el canto aún comparten un mismo tiempo y se dan citas. En lo alto de un castillo, allí suelen besarse mirando el atardecer. Es el atardecer que llega con sus destellos rosados a la habitación donde estoy. Cuando las luces de las lámparas se encienden, veo, al fin, acercarse al camareroVa calzado con zapatillas de torero, lleva una bandeja de plata que adelanta hacia mí en un gracioso paso de ballet. Traje negro, camisa blanca con pechera surcada de alforzas meticulosamente planchadas, al cuello anudada una pajarita. Pero más allá de la impecable vestimenta se yergue un pescuezo ancho y peludo que me desconcierta. Su cabeza, tampoco es lo que una espera que sea la cabeza de un camarero. Es la de un ciervo coronado de una magnifica cornamenta y con de brillantes ojos picassianos. Me sirve un cóctel sin que yo se lo hubiera pedido. Nunca pido un cóctel, pienso que me gustaría demasiado y entonces no me quedaría satisfecha. Los cócteles son bebidas mezquinas, sólo para dar deseo y no satisfascerlo, caros y egoístas. Así pensaba yo, hasta que el camarero con cabeza de gamo me extendió aquella copa. La bebida se acompaña con una rama de menta y una fruta de la pasión pinchada en un tenedor, la copa es enorme, tanto que la fruta de la pasión cumple el papel de una aceituna en una copa de Martini. Observo con atención su cornamenta, si no fuera indiscreción extendería la mano para tocar lo que me parece hueso recubierto de una especie de pana en diferentes tonos de marrón, concluyo que es de una medida adecuada a la función de camarero, ni demasiado grande para no tropezar con las paredes o volcar las copas, ni demasiado pequeña como para parecer ridícula. Al inclinarse para servirme, oscila ante mis ojos un medallón que cuelga debajo de la pajarita, ventilando las pequeñas alforzas almidonadas que recorren su pecho. En el medallón hay un retrato, es el de una bella jovencita de cabellos oscuros y piel clara, sus ojos son dos profundos cielos por donde desfilan nubes grises. Reconozco en ella a mi hija.

¡¿ Cómo se atreve?!, le grito señalando el medallón. Me contesta sólo con el gesto de esconderlo dentro de la camisa, al hacerlo se desata un botón y me enseña su pecho peludo de animal. Más tranquila, bebo de aquel cóctel, antes de hacerlo retiro la fruta de la pasión que tiene la forma de un huevo de reptil, su piel con dibujos de escamas y matices que van desde el verde al rosa, rosáceos también como la luz que de las lámparas.

Enmudece la voz de la muchacha de la mirada interior, la ópera acaba cuando ella elige permanecer en su país nocturno, porque la vigilia sólo le depara la soledad de la ausencia. Entonces aparece una elegante camarera, podría creer que es una fantasmagoría emanada desde un proyector de cine. De sutil belleza y uniforme impecable de seda. 



 
La camarera me conduce por la escalera hacia el piso superior. Extrae del bolsillo de su delantal blanco un manojo de llaves, las hace girar en la cerradura. Es una cerradura como la del dibujo del libro para aprender a leer. Aparecería en la letra C: “ Cecilia cierra la puerta . Gira la llave en la cerradura.” Me vuelvo hacia ella y le pregunto si se llama Cecilia, y asiente con la cabeza, creo que el pico de sombra que se extiende sobre su boca  le impide emitir frases articuladas. Enciende la lámpara de kerosén que se halla sobre la mesa de noche. Lo hace con una cerilla que extrae de una caja de fósforos de marca Ranchera, la palabra aparece clara sobre una banda blanca dibujada entre dos azules. Río y le indico que esa es la bandera argentina. Ella baja la cabeza y grazna con simpatía.

Busco en el bolsillo de mi cazadora unas monedas, he visto en las películas que a los camareros de hotel se les da una propina cuando ayudan a llevar el equipaje.

Pero yo no llevo maletas. Ni siquiera un cepillo de dientes, apenas llevo en el bolsillo superior de la cazadora una tarjeta de crédito, eso me da seguridad. Y me echo en la cama, boca arriba mirando hacia el techo de la habitación, allí comienzan a desfilar las hormigas que estaban en la puerta de la casa, donde el personaje de la novela, que yo estaba leyendo, iba a buscar un episodio de su infancia. Cargan una cáscara color verde esmeralda con el reverso marfileño. Es del árbol del falso café, me digo. ¿De dónde habrían traído aquellos arbolitos? Uno, dos, tres, son tres… Un perro barbudo, de manto negro y pecho blanco, está echado en la puerta de la casa, un niño de piernas muy delgadas lo acaricia. Es mi hermano y nuestro perro ¡Pero entonces es mi propia casa! ¡Qué raro!, ¿Acaso no era la casa del personaje de la novela? Su dirección aparecía en una publicidad, dentro de la revista que la mujer usaba como guía. En aquella época yo era una niña. Y mi hija no aparecía, adolescente, presa en el medallón que esconde en su pecho un camarero con cabeza de ciervo. Debo encontrar la manera de quitarle el medallón. Se me ocurre esta idea insólita cuando oigo, otra vez, la voz de la soprano que suena en la habitación. Cierro los ojos.


Aquí en el hotel Oniria, que está en la calle San Antón, encontrará lo que busca sólo con desearlo, es eso lo que le responde ahora el contratenor. ¡Es una burda publicidad!, protesto. Una publicidad pueblerina. Granada tiene esos resquicios de lo que fue, aún le queda un aire de otros tiempos, en las casas que venden mantillas, en el cine Madrigal, en el Rosario que se recita por los altavoces de las iglesias. ¿Qué iglesia? ¿Acaso no era en la de San Antón? San Antón, San Antonio, el santo que encuentra lo que hayas perdido, me responde la voz de soprano. Me siento tranquila, a pesar de todo. Descanso en paz, me digo. Bromeo con la idea de morir allí mismo. Tan lejos y anónima, en una habitación de hotel. Aunque antes querría que me sirvieran una cena fría, una cena de pollo asado con ensalada de patatas y muy aderezada con buen aceite de oliva, y una fresca copa de vino blanco… Aquí no hay nada de eso. Sí, entonces no vale la pena morir.
Debo quitarle el camafeo al camarero de cabeza de ciervo. Pero parece tan amable, ¿por qué hacerlo?¿ Acaso mi hija sabe que él la ama? Es tan joven e inocente que permanece absorta siempre mirando la luna, siempre creyendo que es cuarto creciente. Esperando que se haga redonda y blanca para así contar los cráteres, uno a uno, y fotografiarlos para su próxima exposición, donde hará un correlato entre los agujeros de la luna y los de su sexo, que pretende cambiar por uno de ciervo en celo. Ella es la joven Diana, la diosa oculta que quiere robar su animalidad. Y el camarero lo sabe, es su vida que oscila en su pecho al ritmo del medallón. Mientras tenga la imagen de mi hija continuará siendo el camarero del Hotel Oniria. Ella es la joven Diana, la diosa oculta ...
Diana cazadora. Museo del Louvre

Sin embargo, creo que mi hija me necesita. Cierro los ojos y descanso. Estiro las manos y busco a tientas la copa que han dejado sobre la mesita de noche. La encuentro ¿Quien ha apagado todas las luces? Tengo mucha sed y bebo, la bebida es agradable, vino con sifón. Apenas unas gotas de vino para teñir un vaso de sifón… ¿Y el pollo frío y el vino blanco? Vuelvo a insistir. Aquí no hay nada de eso, mademoiselle, me recuerda una nueva camarera con cara de gata. Risueña, acomoda mi almohada. Ha encendido la discreta luz de la lámpara de kerosene  y me siento más tranquila. Pregunto por el camarero con cabeza de ciervo. Le explico mi historia y mi inquietud, temo por la suerte que haya podido correr mi hija. La camarera me acaricia la mano. Me consuela: No se preocupe ella es sabia, regresará. Encontrará su camino. No olvide que estamos en la calle San Antón, y que acaba de dar veinte céntimos para que se encienda una lámpara en el altar del santo. Es cierto, le respondo, lo había olvidado. Lo hice mientras la voz de una monja repetía una y otra vez algo sobre Cristo padeciendo en la cruz. Lo repetía sin cesar, era tedioso. Una especie de mantra obsesivo. Pero, ¿los santo no se hartan de oír ese mismo disco rayado?, le pregunto a la camarera con cara de gata… No me responde. ¿Entonces, ellos no oyen las súplicas?, insisto. A veces, miran a los ojos, y entienden. ¡Ah!, si es así, habrá comprendido que encendí una lamparita para él. No se preocupe, la vio.

Descanso al fin arropada por la suave camarera que me maúlla al oído el Duettobuffo di due Gatti.


Así, hasta que el Ave a Barcelona que sale de Antequera me devuelva a la prosaica estación de Sants, a su plaza dura y a las cientos de banderas catalanas que ondean y me recuerdan a la tortilla con sobrasada. Tan lejos ya del Hotel Oniria…

lunes, 12 de junio de 2017

Bilbao  y lo Sublime según Duras


Se ha descarrilado el tren anterior, la circulación está interrumpida. Un autocar vendrá a recogerlos hasta Bilbao”.
¿Mi inquietud hacia los posibles accidentados he de ponerla de manifiesto? La indiferencia con la que los pasajeros reciben la información me hace pensar en la posible incorrección de la pregunta. Temo interrumpir el deslizarse del tiempo que casi puede oírse circulando por el vagón detenido, “a una hora de Bilbao”. Pero mi voz se escapa y me oigo decir: “¿Ha habido heridos?” El empleado de Renfe abunda en una respuesta tranquilizadora: “Es un tren de mercancías...”. El pasaje continúa indiferente mirando hacia otro lado, y comienza la espera del autocar que promete llevarnos a destino ¿Es, acaso, morboso mi interés por los posibles heridos? ¿Qué es lo que me preocupa, de verdad? ¿Y los otros, por qué no preguntan? ¿Quizá, lo que se estila en estos casos sea no preguntar por la posibilidad de un accidente, por la posibilidad de un acontecimiento que pone en escena la fragilidad de nuestros cuerpos confiados a la contingencia: Red Nacional de Ferrocarriles Españoles. Así, la información que se suministra a los pasajeros no debe aludir a los cuerpos, sólo a lo inerte: los vagones que llevan mercancía han descarrilado. ¿Será, entonces, indiscreta mi curiosidad? y por eso la mirada hacia el vacío de los que me circundan. Como cuando se evita mirar hacia el sexo del exhibicionista. El informante de Renfe se retira, el nuestro es el último vagón. Y yo también miro hacia la ventanilla en busca de algo que llevarme de aquel momento sin propósito. En el andén, tres ancianos locales hablan, quizá comentan lo ocurrido. Uno de ellos podría servir de modelo para una revista de moda masculina, “tendencia abuelo vasco”. Boina, chaleco gris tejido a mano, camisa de algodón a cuadros pequeños de tonos azules y grises, pantalón azul. Repaso la precisión con la que cada pieza de ropa se amolda a su cuerpo delgado, tallaje exacto y planchado profesional. Presupongo una esposa devota, muy limpia y perfeccionista, que a esa hora, lo estará esperando con un suculento bacalao al Pil pil. El gesto del anciano refleja felicidad, una cara surcada de arrugas risueñas, tranquilas.Cuestión, una vez más, de cuerpos, de vestir y desvestir, de maneras de amar, de devociones. Planchar una camisa, tejer un chaleco, cocinar un plato con amor.
Cuestión de cuerpos ( Museo vasco de Bilbao )
                     
Regreso a la lectura, a Marguerite Duras, Dix heures et demi du soir en été. Llevo el libro en mi viaje porque es de bolsillo y no pesa y porque Margarite Duras tiene también esa atmósfera propia que hechiza a la lectora-viajera, como la que sabe crear Patrick Modiano, como la música de Erik Satie. Acabo la lectura e intento explicarme de qué está hecha la atmósfera Duras. Eso que ella llamará “Sublime”, en su tan criticado artículo en Liberation (1985) sobre el asesinato del pequeño Gregory. Sublime madre infanticida que, en aquel artículo, ella crea en una fantasía libre. Pero que tiene, peligrosamente, protagonistas reales. La madre Cristine V. y el niño muerto, Gregory. ¡Ah!, la imaginación creadora cuando se basa en hechos reales, entonces no sólo se trata de estética, lo Sublime, sino también de ética, la presunción de inocencia1. La escena, que va determinar el clímax en la novela que leo, acontece en esas horas que cita el título, diez y media de la noche, en verano. Planea también la historia de un crimen. Un marido celoso que mata a su joven mujer sorprendida con el amante. Hoy un crimen machista, a finales de los años 50 era un crimen pasional. En la necesidad de salvar al asesino en fuga, la protagonista encuentra una historia de vida a la que asirse. Rodrigo Paestra, el homicida. Paestra. Rodrigo Paestra, c'est le nom. Así comienza la novela. Un nombre que María repite una y otra vez, como un mantra. María, turista francesa con nombre español ¿o española viviendo en Francia? Sólo sabemos de ella el placer y la tranquilidad que le proporcionan los vasos de manzanilla ( no la tisana sino el vino generoso) y el coñac que necesita tanto como esa historia ajena a la que se aferra. Hay también una niña pequeña, su hija, a la que mira con distanciada ternura, y un triángulo amoroso del que intenta salir aferrada a la sombra del asesino, que observa bajo la intensa lluvia mientras lo nombra y susurra una canción.

El autocar me conduce, tal como fuera anunciado, a la estación de Abando- Bilbao, con el nombre de Rodrigo Paestra que va resonando en mis oído, mientras desciendo las larguísimas escaleras del metro que me llevará al encuentro con mis amigas. Hechizo de la literatura, que recubre con su fina niebla todos los paisajes que se asocian a ella. ¿Por cuál de las fronteras entraban los turistas franceses? ¿Era, acaso, la frontera vasca?



                       Marguerite Duras en el Petit Saint Benoit por Robert Doisneau - Paris 1955

El encuentro es ante el Guggenheim, y todo calla ante tanta presencia. Desarma los diálogos interiores, las emociones del encuentro, el camino recorrido hasta allí. Siento, probablemente, la extrañeza de quienes veían la obras de Gaudí hacia comienzos del siglo XX, me digo, para explicar mi falta de empatía hacia un edificio que silencia todo lo que se halla a su alrededor. La historia de Bilbao rebotando contra la reverberación del edificio metálico. Quien lo visita debe así creer que es excepcional su contenido, ya que es tan extraordinario el continente. ¿Por qué la Cultura tiene que hacer sentir pequeño a
quienes vamos a su encuentro? Cuestión de dejarse ir, de sentir, interrumpida ante semejante artefacto que llena el espacio Bilbao. Recorro las salas enormes que contienen la obra de los expresionistas abstractos. Algunas, una evidente creación artificial para lanzar productos, cada vez más rentables , al mercado de arte internacional. Un Basquiat, amigo del falsario Andy Warhol; y la presencia de un Yves Klein, oda al machismo colorido, lienzo donde una modelo, desnuda claro, deslizó su cuerpo embadurnado en azul . En el piso superior una exposición que reitera más de lo mismo: París fin de siglo. Los turistas buscan a su manera también lo Sublime, la Duras en la pasión que mata. Los turistas perdiéndose con la boca abierta dentro de la arquitectura espectáculo, es lo que aconsejan las guías, los senderos que marca el Google Map.

Busco apagar mi sed de Bilbao en la fuente de la Calle de perro, en el casco viejo. Me acerco a un bar de toda la vida , que aún no ha pasado por las exigencias del diseño, ni de la servidumbre bio, lo regenta una mujer china. 
Fuente en la calle Del perro
Pido un té, mientras leo un diario. Me detengo en un artículo, atraída por la foto que lo ilustra, vecinos elevando pancartas en euskera: Satorralaia acudió ayer al pleno para protestar por la falta de transparencia en la pasante del metro. Los vecinos denuncian la multiplicación exponencial de los alojamientos para turistas en Donostia, 42% de las viviendas ofertadas. El trazado de la pasante del metro que se cuestiona coincide con la conexión de las viviendas para turistas. “La ciudad es el valor, compiten entre ellas para atraer turistas (...)”. “Acupuntura urbana, el Guggenheim de Bilbao es el ejemplo. Se construye un artefacto y como consecuencia se revaloriza una zona” (Andoni Egía). Como si no me hubiera movido de Barcelona , las protestas vecinales denuncian el espacio ciudad manipulado por el capitalismo financiero, un producto más. Arranco subrepticiamente la noticia del diario local, la doblo y la guardo en mi bolso, recuerdo de Bilbao. 

Voy hacia La Peña, el barrio que un camarero me aconseja conocer. Allí, en La Peña se deja intuir la belleza del antiguo paisaje, la naturaleza aún persiste y aflora en la primavera tórrida de mayo. Siguiendo la ría, me encuentro esta vez frente al mismo gran aparato metálico,el Guggenheim. Pero no cruzo, me detengo a mirar el edificio de cristal y hierro colado incorporado a la nueva arquitectura, es la entrada de la universidad de Deusto . Cuna de toda la la élite política vasca desde su fundación por los jesuitas en 1883, a quienes se le encarga la labor de educar a los hijos de la oligarquía, “para alejarlos de los peligros de la educación pública”. Así glosaba en El País Patxo Unzueta la universidad de Deusto, en el ya lejano diciembre de 1981. Bajo el puente que une ambas orillas, un mural impresionante que transforma un espacio hostil, un muro de hormigón, en un lugar amable que atrae la mirada. Allí, la figura de dos mujeres que juegan a intercambiarse colores, obra de Verónica y Christina Weckmeister: Una llave.


Giltza bat - Una llave, autorasVerónica y Christina Werckmeister,2012.

En el parque de Doña Casilda me espera mi propio Sublime. Está hecha de maternidad, paternidad, criatura. Como en el mural, como en el tren, como en el escrito de Marguerite Duras, como en las protestas vecinales, cuestión de cuerpos en relación. De imaginarlos, de ponerlos en valor o despreciarlos convirtiéndolos en mercancía. Lo Sublime hecho de un instante de vida intensa y tranquila. Sentados, al borde de la columnata del parque bajo la sombra de las glicinas, una madre da de comer a su bebé que se asoma desde un cochecito. Mientras, el padre le regala la música que sale de una armónica infantil : Blowing in the wind, la Oda a la alegría, el Cóndor pasa... suena a música de juguete. Los miro felices en su simplicidad, ella morena, pequeña de cabello muy oscuro como su piel, él extremadamente pálido y delgado, rubio ceniza. Son turistas de ropa gastada y de coche de bebé de segunda mano, quizá vienen desde Alemania. Me siento muy cerca de ellos para compartir ese instante de felicidad que me llega bajo la sombra de las mismas glicinas. Troncos retorcidos hacen guardia, como piernas de bailarinas ejercitadas en el malabarismo del salto hacia la luz, sin tiempo de relojes.
Mas allá, el monumento rematado por el busto de una señora fin de siglo, gesto austero, cuello ceñido por el la tela de un vestido de piedra que monta en forma de hoja. Musas vaporosas flanquean la ilustre señora. Mil novecientos cuatro es la fecha que leo, y el nombre de Doña Casilda Margarita de Iturrizar y Urquijo. Tan excepcional, una señora en lo alto de un pedestal. Pero, el patriarca planea en ausencia, la viuda de Epalza, completa su nombre, fundador del Banco de Bilbao. Ella, su heredera, benefactora informa la Wilkepedia, fundadora de escuela pública, hospital y otros.
Regreso en tren a Barcelona, llevando la imagen del ídolo de Mikeldi con su morro de

                        Ídolo de Mikeldi ( Museo Vasco de Bilbao Ca. 2300 de antigüedad
cerdo y que apresa la luna llena entre sus patas. También la calle Del perro, con su fuente donde una chica da de beber a su perro. Mis amigas siguen su viaje hacia el Norte, encuentros y desencuentros, recuerdos de otras ciudades caminadas y vividas con la intensidad de querer cambiarlo todo, de querer comernos los colores de la vida como lo hacen las amigas gigantas en un eterno instante, bajo uno de los puentes de Bilbao.




martes, 9 de mayo de 2017

Presentación en la librería La Caníbal


Presentación Librería La Caníbal, c/ Nàpols 314
( Metro Sagrada Familia) .
Colección de opúsculos entorno a la Historia del Barrio del Raval.
A cargo de Miquel Vallès y Elsa Plaza autores.
Día viernes 19 de mayo a las 20:30 hs .



  

lunes, 3 de abril de 2017

Viaje a Suecia

Me acostumbro ya a esta Europa que levanta barreras. Hasta hace un año, acceder al tren que recorre el puente de Oresund, que conecta Dinamarca y Suecia, era un hecho sin incidentes a destacar. Consistía en hacer el viaje que nos llevaba desde Copenhagen a Malmö sin conciencia, casi, de que íbamos a atravesar una frontera entre países. Sólo requería la alerta de no confundirnos y sentarnos en el vagón equivocado, uno de aquellos que se quedan en Kristeanstad; y entonces, quedarnos allí, detenidos en una vía muerta, o que nos condujeran de regreso hacia Dinamarca. Aprender que un mismo tren tiene dos destinos diferentes y saber elegir el que nos corresponde, como en la vida misma. Así, los ferrocarriles escandinavos repetirían la vida, siempre una elección, y ésta ha de ser la acertada; de otro modo… nunca se sabe. Pero, desde el año pasado, la policía controla a los pasajeros que suben al tren en la misma estación de Copenhagen. Aunque ya en estos últimos años se iba notando mayor vigilancia. Por ejemplo, en ocasiones, había visto a la policía irrumpir en el vagón, con el tren ya en marcha. Y, con su porte marcial de amargas reminiscencias (tan altos y altas; tan rubios y rubias; tan severos en sus gestos y miradas), pedir documentos y examinar a los pasajeros, comparando fisonomías y fotos de carnets y pasaportes. Sobre todo a los que exhibíamos nuestra evidente pinta no escandinava. Pero, quizá, ¿desde el verano pasado?, ha habido otro cambio: todo el anden Copenhagen- Kasturp está vallado. Vallas metálicas impiden el acceso libre a las puertas del tren ¿Cual es la empresa, fabricante de vallas para Europa, que se forra con el sembradío de más y más barreras? Junto a ellas policías, en grupo de cuatro o cinco, son los encargados de dar paso, previo control del que es imposible hurtarse. Recordé un miedo lejano, cuando regresaba desde Francia, a donde íbamos periódicamente a surtirnos de anticonceptivos prohibidos en España, y debía atravesar la frontera de Port Bou. Miedo de que descubrieran mi permiso de residencia vencido… los no españoles a un lado, y allí... despacito, haciéndome invisible, seguir camino disimulando. Entonces quizás se podía hacer. Hoy sería imposible.

Mi documento lo inspeccionó, con gran seriedad, una mujer policía corpulenta y bien pasada la cincuentena. La igualdad en los derechos laborales tiene esos inconvenientes éticos, hay trabajos que son odiosos y no deseables para nadie. Pero es notable por aquí la equidad laboral. Mujeres mayores de cincuenta años y de aspectos variados: entradas en carnes o delgadas, vestidas informales o elegantes, con tacones o con zapatos bajos, ocupan todo tipos de puestos: llevan trenes, son jefas de estación, presentan las noticias en la tele, dan el parte del tiempo o dirigen programas periodísticos (impensable en la tele española donde ser mujer y hacerse mayor ante las cámaras sólo se le permite a Mercedes Milá, o a alguna semejante, que sabe extraer barr de las vida de cualquier garrulo que se preste a llorar ante las cámaras).


Pasado el puente, el tren se detuvo. Largos minutos de espera y la respuesta la vemos aparecer desde la puerta del vagón vecino: otra vez la presencia policial. Esta vez son tres, acompañados de un perrito juguetón. Me sorprende el animalito que no concuerda con el aspecto de los uniformados, parece una broma, como si en vez de armas de fuego llevaran una varita mágica con una estrella en la punta. Una especie de peluche que va tironeando de la correa y los adelanta, moviendo la cola. Más bien pequeño, blanco con manchas marrones, cara simpática y morro respingón que desliza por el suelo del vagón con alegría infantil. Hasta que tropieza con la maleta que yo guardé bajo el asiento. “¿Es suya la maleta?” Me interroga una mujer policía, esta parecida a Charlize Theron. Sí, respondo, y previo paso por el morro del perrito, la maleta es absuelta de toda sospecha. Esta vez no son las personas las que interesan: ¿serán armas, explosivos, drogas...?

El tren de Kasturp a Karlskrona

La escena me reafirma en la evidencia de que, en este último año, los habitantes de Europa vivimos obsesionados por amenazas de toda índole, ante las que hace falta blindarse. Pero, hace unos días, en Francia, un adolescente disparó contra sus propios compañeros en un instituto de secundaria. Creamos psicópatas, nos gobiernan ellos, dirigen empresas y son modelos de éxito empresarial. ¿Cómo blindarse ante la enfermedad mental del siglo? Si sus síntomas son exaltados como atributos necesarios para labrarse un espacio en el mundo empresarial: la falta de empatía hacia el prójimo, tan necesaria para convertirse en un buen competidor o para hacer de toda desgracia una oportunidad de apertura de un nuevo mercado. Así, la agresividad es un don apreciable y necesario, y ello se enseña en las clases de marketing, se muestra en los juegos, domina las relaciones entre famosos de pacotilla, se exhibe en las redes... Uf!!!, uf!!!! Me sofoco. Y regreso al vagón del tren que me lleva a Karlskrona. El día ya se hace largo, y siendo más de las cinco, desde el tren, aún se divisa el campo. Es el mes de marzo y aunque el invierno perdura no hay nieve, y unos tímidos brotes van asomando sobre los campos de cultivo. Los árboles siguen desnudos, tendiendo sus brazos negros contra el cielo gris. Sólo los pinos insisten en su siempre eterno verdor.

De pie en el pasillo, una mujer me dice algo en sueco y me muestra un papel impreso. Entiendo que quiere que le deje mi plaza del lado de la ventanilla; me corrobora la evidencia mi compañero de asiento. Me lo explica en inglés; con mi inglés elemental le digo que por qué, si en mi billete no se me otorga plaza fija, la mujer sí la tiene y es justamente la mía. Me responde que se paga para tener plaza preferente, se hace reserva desde internet. Me pongo de pie para dejarle mi “plaza preferente”. El hombre, amablemente, me dice que es él el que se va, y me deja su lugar del lado del pasillo. La mujer se sienta, tos acatarrada, mira ávida hacia la ventanilla que es solo suya, trata de engullirse el paisaje, gris y plano, de Scania.

Scania, allí donde ocurren las novelas de Henning Mankel
Allí, donde ocurren las novelas de Henning Mankel. Un paisaje rural, con ciudades pequeñas, casas de cuentos de Navidad, de madera con ventanas iluminadas y visillos que dejan ver el interior (nunca hay nadie, a pesar de mi insistencia en la búsqueda de un signo de vida humana). Los pasajeros silenciosos suben y bajan, solo un extranjero se atreve a mantener una charla, a voz en cuello, con su móvil. Repite, una y otra vez, como en una famosa canción de Bolliwood: ¡Halló!, ¡Halló!... ¡halló!, ¡halló!, y estoy a punto de ponerme de pie y hacer el saltito que me enseñaron en clase de zumba: mano izquierda sosteniendo codo derecho, mano derecha girando con el dedo índice extendido hacia la oreja...., paso a la derecha, paso a la izquierda cambiando de mano.

Dirijo mi mirada hacia el pasillo, para no interceder en el ángulo de visión privatizado por la pasajera acatarrada, y tropiezo con un primer plano de manos que se mueven con habilidad y precisión. Acaban en uñas aguileñas, larguísimas y de color fucsia, no son postizas, se nota que crecen desde la carne de esas manos regordetas, blancas y bien hidratadas que se afanan con una labor de aguja, es un cuellito de lana multicolor. Las manos de la pasajera me llevan a las manitas de cerdo, las que solían exhibirse en las carnicerías sobre platos de metal, mi madre las servía con ajo y perejil picados. Y esa relación caníbal de mi pensamiento se encadena con las uñas lacadas en rojo de mi abuela que, de niña, yo intentaba morder; mi abuela, ante mi gesto, apartaba mi carita con la mano que tenía libre, y no me decía nada, como si mi intención no tuviera ninguna importancia.

Karlskrona

Amanece en Karlskrona, y a pesar del calor seco y sofocante de la habitación donde paso estos días, sé que afuera hará frio. Los 8 o 9 º C de temperatura, que unos números insistentes señalan sobre la pared de un edificio, indican que el frío no es intenso, pero sé que el viento hará que nosotros, peatones, caminemos ajustándonos cuellos y bufandas. No hay nieve, invierno eran los de antes, me dicen, cuando para salir de casa teníamos que hacerlo provistos de una pala para hacernos camino. La práctica del verso de Machado: caminante no hay camino, se hacía cotidiano. Silenciosa Karlskrona, de acento lánguido y palabras entrecortadas y suspirosas. Cantan mucho cuando hablan estos suecos de Blekinge, tanto que el intentar imitar el sonido de sus palabras es un difícil ejercicio de rítmica sincopada y de muecas con los labios. Pronunciar sus vocales para que suenen inteligibles al chófer del autobús, cuando pido un billete hasta Öljersjö, necesita de largo entreno previo.

Karlskrona desde la ventana de la habitación
En la Landsvägrg está el local de la Cruz Roja, Röda Korset, en cuyo umbral yace una estrella de bronce con una de sus puntas heridas por las pisadas del uso, donde se inscribe el nombre de lo que en un tiempo fuera una hamburguesería. Ahora el local es sede de los despojos de las casas que se desmontan y donde se puede adquirir todo lo que dejan los muertos tras de sí, o de los vivos que deciden nuevos rumbos y se deshacen de los objetos que ya no desean. Allí paso largas horas, miro bordados en punto de cruz, cortinas o manteles delicadamente decorados con los colores de la región de Blekinge: rosa y azul, para flores y cenefas; tapices con temas populares, cañamazos de lino, vestidos muy usados y muy lavados cuelgan lacios, muebles, artefactos eléctricos, lámparas. Biblias o misales lujosamente encuadernados y con el nombre del o la propietaria en la primera página. Un nombre escrito con pluma y tinta, y ese tipo de letra antigua, de los que han aprendido caligrafía o de quienes apenas saben escribir, letras que ya nadie tiene. A veces, a ese primer nombre se suceden otros, de caligrafía diferente, más instruida. Así, aquellos libros religiosos se amontonan en uno de los estantes del local. Me tienta la idea de comprar algún ejemplar, sobre todo me atraen esos que contienen largas listas de nombres y fechas de nacimientos y muertes que ocurrieron en el siglo XIX y atravesaron el XX, para después perderse en el olvido, y que explica la historia de una familia que, de pronto, dejó de tener herederos para su fe. Pero me digo que excederían el peso permitido para mi equipaje, y, además, qué haría con ellos, si no sé ni leer en sueco. Y después de acariciarlos, los devuelvo a su rincón: Y herida como un sable de remate ves llorar la Biblia contra un calefón, como decía Discépolo. Siglo XXI.... sigue siendo Cambalache.


Unos metros antes de llegar al local de la Cruz Roja, en esa misma calle (una de las más desoladas de Karlskrona), hay una peluquería, y al lado, un local que exhibe objetos de arte y artesanía “realizados a mano”, como puede leerse en letras escritas sobre el cristal del escaparate. Es una incógnita la persistencia (sobrevive desde hace años) de un comercio de estas características, donde se vende lo que a pocos pasos se paga veinte veces menos. Porque lo que allí ofrecen es lo mismo que podemos encontrar en la Cruz Roja. Al menos, es lo que adivino si me valgo de lo que se exhibe en el escaparate, cuyo contenido permanece inalterado desde hace cerca de 4 años. Allí, el tiempo va dejando apenas una huella sutil, es la de la luz solar que va destiñendo el paisaje que se yergue sobre todos los demás objetos amontonados. Se trata de un grabado, a color, de un artista de la región, informa una etiqueta, donde se agrega el precio: 3000 coronas (unos 300 €). A sus pies, un rey sapo coronado, de cerámica, ríe de la pretensión y lo acompaña otro sapo, ¿jefe de su guardia real?, más grande y que aprisiona un arma larga entre sus brazos; el Buda de porcelana gris ya no ríe, sino que se parte de risa, y su enorme barriga tiembla en la carcajada. Otro cuadro, este pintado al óleo con mucho azul, quizás una marina malograda, se ofrece a un precio extraordinario… Intento mirar hacia el interior de la tienda, pero dentro nunca hay luz. Sobre la puerta, una nota escrita a mano informa a los interesados dirigirse a la peluquería de al lado. 
HERR FRISÖR (peluquería de caballeros). La peluquería y el peluquero tienen sus rituales y su estricto horario, de 9 a 16 hs., siendo que de 12.30 a 13.30 cierra por LUNCH. Todos los días laborables el peluquero, un anciano muy alto, aunque sus muchos años le hayan encorvado la espalda, planta, sobre el frente de la peluquería, el palo de madera que sostiene la bandera sueca. Aquella es la señal de su presencia en el local. Y, puntualmente, a las 4 de la tarde, recoge la bandera. Creo que sólo una vez le vi atender a un cliente (o quizás haya sido sólo un sueño). Permanece allí, sentado en un sillón, el cuerpo inclinado, los brazos apoyados sobre las piernas, apenas adivino su gesto en la oscuridad del interior del local. ¿Qué piensa mientras deja pasar las horas ? ¿Qué piensa el peluquero y comerciante de antigüedades? ¿Cree aún que el negocio puede remontar, algún día?


El local de los objetos “hechos a mano” es un anexo a su profesión principal, la de peluquero, puesto que es en la peluquería donde pasa todas las horas laborables. ¿Cómo se le ocurrió abrir ese otro local? ¿Es él mismo quien realiza alguna de las obras que exhibe? ¿Es un lugar donde amontona lo que va encontrando, o donde viejos artistas locales depositan sus obras, con la misma esperanza de que alguien aprecie lo que ofrecen? Imagino para él una soledad de viudo o divorciado, de desayuno en una cocina atestada de objetos y escasa de comestibles, sorbiendo el café con mucho ruido, como suelen hacerlo los suecos campesinos, y untando con gruesos trozos de mantequilla una rebanada de pan oscuro. Con su andar encorvado va hacia la puerta, antes de abrirla se calza las botas y el abrigo que cuelgan de un perchero oscuro de madera. Y sale a la calle, como todos los días, va hacia su peluquería donde lo espera la bandera que debe hacer ondear para explicar, a todo el que pasa, que aún resiste .

En este, mi último viaje, encontré la peluquería cerrada. En la puerta había una pequeña nota escrita con letra temblorosa y envejecida, en ella se anunciaba que la peluquería permanecería cerrada hasta el jueves, y firmaba con su nombre: Hans. Pensé que quizás Hans ya no volvería, que, tal como denotaba su escritura, estaba ya muy viejo y el temblor era un síntoma de alguna enfermedad que lo habría llevado al hospital. Pero no, el peluquero estaba allí el jueves anunciado, y sentí un cierto alivio al verlo, porque con su presencia continuaba mi propio tiempo en aquella ciudad. Mi madre seguía viva, Hans volvía a la peluquería, el local de la Cruz Roja estaba en el mismo lugar y la pintura continuaba destiñéndose en el escaparate. Y yo, yendo y viniendo por aquella callecita gris de Karlskrona, con un único árbol que la precede, de ancho tronco y de melena greñuda, como leñosa Lady Godiva. ¿Hasta cuándo? Es todo tan frágil, como la salud de Hans.

domingo, 5 de marzo de 2017

Presentación de "La calle olvidada. Sant Antoni de Pàdua, en el distrito V"

El sábado 11 de marzo a las 12:00 horas se presenta mi libro en el Ágora Juan Andrés Benítez: La calle olvidada. Sant Antoni de Pàdua en el Distrito V. Ediciones de EL LOKAL. En la calle Riereta y Aurora de El Raval, un lugar recuperado por los vecinos y okupado en memoria de Juan Andrés, el mejor espacio para hablar del sentido de la memoria y el patrimonio histórico de un barrio obrero y de sus habitantes que, a fuerza de especulación inmobiliaria y gentrificación lo van, poco a poco, borrando del paisaje ciudadano.

Los esperamos.


lunes, 20 de febrero de 2017

Granada. Entre el cardo en la ventana y la casa del aire

Elsa Plaza

Buscaba un caballito dibujado sobre un muro  del Palacio de Carlos V, en Granada. Lo recordaba  inciso en la piedra, un poco más arriba de la altura de mi mirada. Di dos vueltas a la construcción circular.  Sí, era un caballito con una montura dibujada a rombos, y que imaginé  allí desde el tiempo en que aquel lugar  -especie de plaza de toros rodeado de puertas  que ahora se abren a salas de exposiciones-,  era solo un edificio abandonado donde campearía un caballo como aquel, cuya silueta, apenas esbozada, había perdurado por voluntad de un artista anónimo.  

Pero esta vez no lo encontraba, y después de recorrer las dos plantas del palacio del emperador desistí pensando que, por alguna extraña circunstancia, se había borrado o estaba en otro lugar del que yo recordaba. Ya se sabe, la memoria es inventiva y asevera cosas que adorna y recupera en tiempos y espacios que, a veces, equivoca. Buscaba un grafito casi invisible para quien no lo hubiera descubierto antes, por azar. Marca dejada por el instante en el que alguien, lejano en el tiempo, se había entretenido en aquel rincón a transformar la pasividad de la mirada  en la voluntad de una acción: el dibujo. Un gesto pequeño, que otorga un poco de humana esperanza a ese enorme edifico de piedra, acabado 400 años después de iniciada su construcción. Un sueño de 400 años que, entre  blasones y frisos de mármol, intentara inmortalizar la existencia de Carlos V, emperador. Quien, empequeñecido ante el deslumbramiento producido por la inmensa belleza de la Alhambra, sólo atinara a balbucear, escupiendo toscos muros de piedra en medio de aquel paraíso. Muros en honor a sí mismo y a la magnificencia de lo que creyó parte de sus inconmensurables propiedades. Porque esto es lo que da a pensar la rotundidad con la que se alza el palacio que lleva su nombre, y que intenta competir con la delicadeza de las construcciones moras, con sus  jardines otoñales surcados por fuentes que murmuran secretos al paseante, mientras, la luz juega atravesando el bordado que dibujan ramas y hojas contra el cielo del atardecer estremecido por el aleteo de los pájaros. El tiempo se encarga de debilitar la vanidad del poder ganado por la fuerza.  


Fracasada la búsqueda del caballito, entré al Museo de Bellas Artes instalado en el palacio imperial. Fue en el año 1958 cuando, coincidiendo con el V centenario del fallecimiento de Carlos V, el edificio fue, al fin, acabado y recuperado para museo. Francisco Franco se desplazó hacia allí para para la inauguración. Un acto más en la reafirmación de su siniestra fantasía que lo hacía custodio y heredero de aquel imperio colonial, conquistado también a sangre y fuego por el emperador y sus ancestros: Fernando e Isabel, tan católicos ellos. Pero 1958 no solo fue el aniversario del emperador, sino también otro año más para cientos de familias andaluzas que abandonaban sus hogares, agarrados a maletas de cartón, llenando trenes hacia otras tierras, en busca de un futuro negado por la miseria impuesta por aquellos vetustos dueños de todo, y  a los que el gran caudillo del siglo XX afirmó en sus posesiones. Pero el museo, los museos como ese, como casi todos, intentan explicar sólo una parte de la historia de sus muros, y de lo que allí contienen. La otra, la que corre paralela, está también allí, solo hay que acostumbrar la mirada a ella, y entonces el relato empieza a fluir. 

Degollados, crucificados, flagelados, la carne tan eludida y tan presente de los cuerpos sistemáticamente torturados, el dolor que hace santos. La pintura española del siglo XVI, contemporánea al emperador. Los gestos desencajados de los verdugos y la mirada vuelta al cielo de las víctimas,  quienes no se rebelan ante el dolor sino que se someten a él. Una lección para el espectador: el sometimiento a la crueldad tendrá la recompensa en un más allá celeste. La lección se repite, toda una legión de artistas encargados de explicar historias de final espeluznante, que recrean con sabia destreza. En el espacio limitado por la tela o la tabla, las  diferentes escenas que componen el relato coexisten en un tiempo único, el nuestro, que contempla desde el ahora la eternidad de sus vidas. Las escenas ocurren en planos secundarios y perdidas entre el paisaje que sirve de fondo al tema principal: la apoteosis final de la santidad.

Voy avanzando en el recorrido de las salas hasta que me detengo, atraída inexplicablemente por la naturaleza muerta más ¿extraña?, ¿misteriosa? Sugerente. Sí, sugerente de algo que no atino a saber qué es. Fray Sánchez Cotán, cartujo y artista pintor, es el autor de esta obra. Un ejercicio de austeridad. Dicen que alude al ayuno de la Cuaresma. Tres zanahorias violáceas y macilentas  olvidadas sobre un marco de ventana y, a nuestra derecha, iluminado con los tonos de un sol granadino, formando una curva ascendente sobre la vertical del marco, un cardo simple, despojado de sus hojas y  listo para ser hervido. Pero la mirada insistente descubre que la curva es un juego, y que viene marcada desde la base de una cuarta zanahoria, diferente de las otras, más gruesa y acabada en punta afilada que, como un dedo índice, señala un más allá que penetra la oscuridad del fondo. ¿Una puerta que se abre al tiempo, distraído de la memoria del pintor? Pero, si es así, es también el tiempo de éste, el del artista, el que fluye hacia la iridiscencia con la que destaca los tallos del cardo surcado por nervaduras a modo de canales perfectos, donde el ojo salta para detenerse sobre unos, apenas, ensayos de hojas -sutiles alas  de mariposas enanas- heridas por las espinillas que recorren los bordes de las pencas   sustanciosas. Ofrecimiento de la madre tierra, de cuyo recuerdo apenas le queda el borrón terroso que marca la ausencia de la raíz, extirpada por el corte de un cuchillo afilado. Un austero bodegón sobre un fondo absolutamente oscuro e uniforme -como si desde el siglo XX  Casimir Malevitch le hubiese alcanzado a Sánchez Cotán una de sus telas, para que sobre ella pintara otra obra. Quizá, aquello que nos señala el dedo-zanahoria del bodegón es el futuro de la pintura, el silencio, la supremacía de la sensibilidad pura. Quizá, también, un deseo del monje. Como el caballito del muro, el misterioso bodegón, pintado hace más de 400 años, se ofrece generoso a la contemplación, brotando desde el marco que recorta  la escena. 


Juan Sánchez Cotán: Bodegón del Cardo. Museo de Bellas Artes de Granada (fuente: Wikpedia: https://es.wikipedia.org/wiki/Juan_S%C3%A1nchez_Cot%C3%A1n#/media/File:MBAGR-bodegoncardo.jpg)

 

Mi intención es visitar la cartuja de Granada, quiero conocer algo más de la vida de fray Sánchez Cotán. Aunque sé que la Granda de hoy con los turistas que invaden las aceras montados sobre extraños artefactos de dos ruedas y con la antigua vega que la circundaba cubierta de cemento, nada tiene que ver con aquel paisaje bucólico que, desde las alturas cartujanas, inspiraba el silencio y la soledad de los monjes. Entro antes a una librería, Bakakai, obligado lugar de paso de mi aventura granadina. Está sobre la calle que lleva, como tantas otras en Granada, un nombre curioso: Tendillas de Santa Paula. Allí me explican no solo cómo llegar caminando hasta la Cartuja, recto desde la puerta de Elvira, sino también me muestran, flotando como una casa encantada desde las alturas del Albaicín, “la casa del aire”. Otra historia de varios años de resistencia recogida en un libro que compro, porque de eso se trata mi paseo: un desvío del camino obligado. 

"Casa del aire". Imagen tomada en préstamo del blog Subcultura en Granada

 

De las paredes del antiguo refectorio, en la Cartuja, cuelgan varias pinturas de un Sánchez Cotán totalmente ajeno al bodegón del cardo. Atormentado repertorio de muertes horrendas, representadas con tal ausencia de dramatismo que me recuerdan las cubiertas de los folletines policiales de comienzos del siglo XX. Monjes con un hacha incrustada en la cabeza, el pecho  atravesado  por una lanza, un fusil en la mano y un agujero de bala en el corazón... Impávidos persisten en su obcecada santidad, se exhiben como víctimas gozosas del hereje. Viendo aquella serie se entiende la necesidad de escapar hacia el éxtasis del cardo y la zanahoria.

Fragmento de una de las pinturas del refectorio de La Cartuja de Granada

 

Y otra vez rehago el camino hacia el Museo de Arte de Granada. Dejo atrás la Plaza Nueva y sus músicos y artistas ambulantes, quienes, a pesar de las estrictas ordenanzas municipales, calcadas a las de Barcelona, se arriesgan ofreciendo su arte al paseante. Una especie de tolerancia reina por allí y en sus alrededores, mantenida, quizá, porque la fuerza del desorden público ha entendido que Granada, sin músicos en la calle, acabaría herida de muerte. Subo la Cuesta de Gomerez donde aún subsisten algunas pocas tiendas de artesanos, recuerdo de lo que fuera, durante siglos, la actividad que hacía de aquella calle una de las más concurridas de Granada. Solo uno mantiene abierto al público un taller donde ensambla pequeños trocitos de madera esmaltada con los que decora cajas y mesas, el tradicional trabajo de taracea. Más arriba, dos o tres fabricantes de guitarras, entre ellos la esperanza de uno muy joven, recién instalado, un sirio que ama el flamenco. Aunque, como malas hierbas, se multiplican las tiendas de souvenirs, iguales a las de todas las ciudades españolas, pero aquí el tema de los imanes para nevera son los azulejos de la Alhambra y las flamencas con trajes de lunares; también están los locales donde alquilan estrafalarios andadores para intrépidos y  jóvenes turistas. Al final de la calle, la puerta triunfal, ordenada por Carlos V, tan acorde en estilo al palacio que alberga el museo de Bellas Artes, hacia donde regreso. Necesito, una vez más, sentarme ante el austero bodegón, después de haber conocido al otro Sánchez Cotan. El que relata la serial killer cartujana.

Pero antes de entrar a las salas del museo insisto en la búsqueda del caballito representado en los muros del Palacio. Y esta vez lo encuentro: no estaba inciso en la piedra, sino dibujado con grafito, y mucho menos visible de como yo lo recordaba. Lo fotografío e intento imaginar a quien lo dibujó. En la época, la familiaridad con los animales se trasladaba a la gracia con la que se reproducían. Llama la atención la montura, quizás un tejido de lana con dibujos de rombos; y sobre ella, un caballero fantasmal, sugerido por unas líneas desvaídas por el tiempo.

Caballito dibujado en uno de los muros del Palacio de Carlos V

Feliz con el encuentro que guardo en la la cámara de fotos, subo hacia la primera planta, donde me espera el misterio del cardo y las zanahorias. Pero no estoy sola en la sala: sobre uno de los bancos que miran hacia las pinturas flamencas, yace dormida una jovencita. Me siento, dándole la espalda, a contemplar mi cuadro. Al poco tiempo la durmiente se mueve, deja el banco y llega hasta mi lado. Lleva el pelo partido al medio en dos trenzas rubias y los labios pintados con carmín oscuro, una Margarita del Fausto de Murnau. Se sienta y me acompaña en la contemplación del bodegón con cardo. Estoy a punto de decirle algo... aunque sé que no me entendería, no habla español, de eso estoy segura... mientras dudo, se pone de pié y se aleja hacia otra sala.   

Sala del Museo de Bellas Artes de Granada. En primer plano, joven dormida; al fondo, el Bodegón del cardo

 

En la sala contigua vuelvo a encontrar a Margarita que repasa, distraída, la obra que Marià Fortuny realizó durante su estadía en la Alhambra (1870-1872). Y yo, que llevo su imagen robada  en mi cámara, junto a la del caballito, sigo, como si me fuera totalmente indiferente. Ignora que formará parte de mi paseo por Granada, como Sánchez Cotán, la zanahoria y el cardo, la “Casa del aire” y la librería anarquista. 

Fotograma del Fausto de Murnau donde aparece Margarita
De las obras de los pintores prefiero siempre sus cuadernos de apuntes. En los de Fortuny, los tomados en las calles del Albaicín, el trazo nervioso que traduce en un instante, el estupor ante la simple belleza de la arquitectura popular, o la gracia de unos cuerpos atrapados en el gesto cotidiano. Otra vez la inmediatez del dibujo, la cercanía entre el artista y quien lo contempla, está en esos apuntes.

Regreso cuesta abajo. Al bullicio de los bares y las tiendas iguales, con los turistas que compran, ávidos de llevarse lo que nunca hallarán a la venta. Granada resiste en los ángulos de lo que solo puede verse si miramos hacia otro lado.