miércoles, 11 de julio de 2018

Cuando la propiedad privada era un robo

Opereta con obertura y un acto.

Observaba de reojo, para no descubrir mi indiscreta atención, la meticulosa ceremonia a la que mi vecina de vestuario se abocaba al regresar de las duchas. Sus pies, cuando desnudos, evitaban tocar el suelo de baldosas,  precavida, los hacía descansar sobre una toallita especial. Cada gesto que realizaba era siempre el exacto, siguiendo un orden inalterable. Me percaté también que algunas de las usuarias del club siempre buscaban la misma taquilla para guardar sus ropas (aunque son públicas) y que manifiestan una cierta inquietud si una intrusa les ha ganado de mano en su elección. Pero, todo esto me lo decía distraída, entre el pensamiento puesto también en todos aquellos cuerpos de todos los tamaños,  formas y tonos que explican el paso del tiempo, los pliegues que dejan la vida: los partos, el amantar, la ausencia de estos, el peso que va y viene, la felicidad del buen comer. Si no provocara un escándalo, iría un día con un lápiz Conté y un bloc de dibujo a tomar apuntes allí. Y con tanta variada desnudez reconstruiría una versión nueva y más real de El baño turco de Ingres, una versión al estilo Alice Neel. 

Dominique Ingres, El baño turco, 1862


                                          
Alice Neel, Autorretrato, 1980


Pero esos pensamientos son solo travesuras allí, donde la realidad cotidiana me aleja del orientalismo romántico de Ingres, y de todo pensamiento que no sea el ahora absoluto.


Un momento antes había asistido a la sorprendente manifestación de preferencia hacia ciertas duchas, exactamente dos de las ocho que se abren enfrentadas, unas a otras. Esto ocurre cuando se produce la salida simultánea de varias clases y se hace cola y algunas mujeres no se deciden a entrar en las duchas desocupadas.  Y allí mismo, apunté que no había nada que hacer, me quedaba mucho por aprender de los secretos del funcionamiento de las instalaciones del club que, hasta entonces, había sido para mí un espacio sin valoraciones detalladas. Supe también, por la complicidad que me mostró otra de las socias, que el llevar conmigo a la piscina, dentro de una pequeña mochila, la toalla y el neces͢͢͢͢͢͢͢͢er, tal como lo hacía yo, para ahorrar tiempo  y después de la inmersión pasar directamente a la ducha, sin tener que regresar a la taquilla en busca de lo necesario para el aseo, para esta usuaria  era una medida higiénica . Con ella evitaba el posible roce de su toalla con otras ajenas. Pensamientos y acciones todos que me hacían sentir como un dechado de malas prácticas. Siempre fui una ama de casa imperfecta y desaliñada, pero ya iría tomando nota de todo ello, para tratar de enmendarme. Así, tomé conciencia de la austeridad de mis gestos de limpieza, la simpleza de mi ajuar: una toalla y un neceser envejecido y bastante manoseado por el uso. Por lo que me prometí, y así lo hice, lavar el neceser para quitarle el roce que evidenciaba mi absoluta falta de pulcritud. Y quizás, encontrar en mi casa una toallita pequeña para usarla de alfombra y no quedar como una guarra ante las vecinas de vestuario. Lo de la toallita, al final, lo deseché, para no añadir peso a la mochila. (Todas estas precauciones, que entonces me parecían casi manías, hoy, luego de la pandemia parecen normales y se han multiplicado)


Un día, a una hora en la que la piscina se hallaba vacía, luego de nadar en solitario fui en busca de las duchas estrellas, que aprendí, en esas luchas entre socias por lograr sus beneficios,  poseían un número,¡ y yo no me había dado cuenta!.Sí, allí estaban, la cuatro y la cinco, todas para mi. Me acerqué voluptuosa hacia la cuatro. Imaginando que, al girar el grifo, un chorro tibio y abundante, cual lluvia de oro que cubre a Dánae, purificaría mi cuerpo del remojón en  agua clorada. Pero no, nada de ello ocurrió,un chorrito, frío primero, que se fue entibiando de a poco y que en un contar hasta hasta diez se cortó, fue todo lo que me ofreció. Probé entonces con la ducha número cinco. Igual desilusión. Yo no era capaz de percibir la diferencia entre esas y las otras con las que acostumbraba a mojar mis carnes. Seguramente, el pequeño dios, que yace escondido en las alcachofas de las duchas, otorga placer solo a las que luchan entre ellas para obtener sus beneficios. Yo, una aprovechada de la impune soledad, no me lo merecía.


Tiziano, Dánae recibiendo la lluvia de oro, 1560-1565
                                 
Pero, las intrascendentes observaciones anteriores resultaron no serlo tanto pues, recomponiéndolas descubro ahora que fueron la Obertura de la Opereta, que se desarrollaría en la piscina días después, durante una de las clases de aquagym, a la que se me ocurrió asistir por primera vez, ya que hasta entonces iba a la piscina por libre. Opereta, que dado su argumento, bauticé con el el título de «Cuando la propiedad privada era un robo ». Es menester aclarar que las actrices y actores de esta realista puesta en escena son vecinos de uno de los barrios más empobrecidos de Barcelona, El Carmel. Escenario, tiempo atrás, de heroicas luchas, crisol de feministas y de militantes del obrerismo de aquellos tiempos, tan pasados, cuando una clase trabajadora orgullosa de serlo, aún creía  la acumulación de propiedad privada era un robo.
-Las ninfas y ninfos

Tal como reza la Wilkipedia, en cita de Walter Burket: La adoración de estas deidades, [ninfas acuáticas, porque las hay de tierra] está limitado solo por el hechos que se identifican inseparablemente con una localidad concreta. Esta definición que vincula el ser ninfeo al fuerte arraigo, también formaba parte de mi ignorancia. Así, ajena a ello participaba en la alegre expansión de mi cuerpo con saltos en el agua. Hacia adelante, con amplios gestos de brazos y piernas y regresaba saltando hacia atrás, al ritmo marcado por el monitor de aquagym y acompañada de otras ninfas y ninfos con los que compartía el espacio de la gran piscina .¿Existirá la versión masculina de las ninfas? En caso de existir, seguramente, son tan escasos como los que participan en las clases de aquagym o de todas las actividades que tengan que ver con la expresión corporal  ( o  las de los clubes de lectura). Hecha la digresión, continúo con la Opereta, cuyo Acto primero y único, luego de la Obertura, acontece al ritmo de las gesticulaciones que nos marca el joven monitor, desde el borde de la piscina. Y allí vamos las y los gorditos desplazándonos, cada uno siguiendo, como puede, lo que nos señala. Creía yo que allí nos divertíamos, y que dentro del agua olvidábamos rituales exactos, y pequeñas manías. Miraba, con solidaria comprensión, a una de las participantes más anciana, agarrada como mejillón a la roca, a la orilla de la piscina, sin moverse de allí. Y hasta pensé en ofrecerle mi ayuda para que pudiera moverse más allá de su espacio, limitado por la extensión del movimiento que le permitían sus patitas temerosas, que intentaban seguir el ritmo tropical con que acompañaban  los ejercicios. Pero, poco, me di cuenta que su participación en la clase consistía en eso, permanecer agarrada a la pared, mientras los demás seguíamos el ritmo de cumbias y salsas pasadas por agua.

Inocente de mí que, creí que la piscina, en su anchura y extensión, nos acogía amablemente en su cualidad líquida uterina, liberándonos de caprichos locus. Cuando, como Saulo caído del caballo, me descubrieron que allí continuaba rigiendo las normas y costumbres que en tierra de vestuarios o duchas, había percibido, días anteriores,  como pequeñas manías o costumbres hechas en la repetición ordenada de la administración hogareña. Fue cuando chapoteaba  sonriente, mientras canturreaba en voz alta  lo que sonaba por el altavoz, algo así como; Dámelo, dámelo, dámelo negra, dámelo ya... Cuándo. el  feliz  ritmo que iba siguiendo se vió  interrumpido por la voz de  una mezzosoprano que, tocando mi espalda, me señala: «Este no es tu lugar» ...¡¿?! Me sonó al estallido de un platillo metálico sobre mi cabeza, dejándome estupefacta.
                         
 Balbuceé algo sobre la propiedad privada, alejándome a continuar las indicaciones del monitor, lejos de la propietaria del trozo de piscina, que marcaba su frontera vital. Yendo a parar cerca de la anciana que me había enternecido por la manera de aferrarse a la orilla. No demasiado cerca, pensé, para no provocar posibles ondas acuáticas que pudieran inquietar a la atemorizada señora. Pero toda precaución resultó inútil. Con gesto adusto, bajo su gorrita de goma, sus cejas formaron expresivos ángulos que eran la única gesticulación que le permitía su cuerpo, ya que sus manos seguían agarradas al borde. Con ellas subrayó lo que indicaban sus palabras, emitidas con voz de soprano niña, que me ordenaban el alejarme de allí. «¿Acaso yo no tenía un lugar propio?» , me había reprochado la gimnasta anterior, y repetía ésta.
   
                        
                                      
Elsa Plaza, Verano del 82 en la piscina de la calle Amalia. 


 «No, no... no pensaba que...» Creía en el azar de los movimientos acuáticos. Hasta entonces, pensaba que  idas y venidas nos conducía a ocupar lugares diversos. ¡Oh!, mi manía de dejarme en manos de los encuentros fortuitos. Degenerada desde la adolescencia por la lectura de los manifiestos surrealistas, aún, en aquella piscina, había creído en la deriva, en la pura flanerie clorada. Pero no, allí aún no había llegado el juego de la vida y reinaba el más absoluto orden determinado por la costumbre, que una vez más, trataba de ser inalterada, y que yo me empecinaba en transgredir. Cabizbaja, pero exudando bronca, como me acontece con frecuencia, me alejé hacia una zona vacía, allá donde nadie podría recitarme otra vez el área del capricho locus.

Y allí continué a mis anchas hasta que...llegó el momento de los ejercicios con mancuernas. ¡Mancuerna!, hubiese jurado que era un bicho, algo así como un escorpión, o, estirando mi imaginación, una factura, dulce bollo de panadería argentina de nuevo cuño, para acompañar el mate... Mancuernas, una palabra cuyo significado aprendí hace apenas un año, cuando me rompí un hueso del brazo y un encantador fisioterapeuta (Sergi, ¡hola Sergi!) me enseñó ejercicios de rehabilitación. Así, supe que las mancuernas son las pesas, pequeñas en la piscina y de poliespan. Dos mancuernas para cada uno, que distribuyó en abundancia el monitor,  extrayédolas de dos enormes cajones de plástico. Había muchas y sobran, de tal manera que hay quienes eligen su color preferido, o vaya saber que otra preferencia buscan en ellas.

Yo, una vez más, ajena a la complejidad de las normas, y al estar tan alejada de la distribución, estiro mi brazo y me hago con un par de mancuernas que se encuentran sueltas, aparentemente abandonadas a su suerte, en mi cercana orilla. Y es allí, cuando en la Opereta hace su entrada el tenor. Primero con un gesto, desde la lejanía neblinosa entre la que percibo su figura, donde destaca su desnudo pecho masculino. Porque sin gafas y con las de piscina puestas, todo lo que me rodea está envuelto en esa niebla, que embellece lo mirado, ya que borra arrugas y pelos que asoman indiscretos, haciéndome creer que, yo misma, estoy envuelta en ella. Y así percibo la mano del tenor que me hace señas cuando recojo las mancuernas. Y, a pesar de las recientes experiencia con la mezzosoprano y la soprano aniñada, sigo confiada en la solidaria naturaleza humana. Creo, entonces, que aquel hombre me está señalando su buena disposición para alcanzarme los artefactos, ya que él está junto al borde donde se procede a su distribución. Sonriente y asopranada a mi vez, le indico que no se preocupe que tengo cerca ese par que alcanzo con solo estirar mis brazos.

¡Nueva acción equivocada! Mi degenerada percepción contracultural me devuelve a la norma. El tenor se acerca. Amplio pecho prolongado en generosos vientre, que aprieta el elástico de bañador modelo Fraga Iribarne en la playa de Palomares.
Autor: A.M.Diario El Mundo, 10/10/2014.

Me indica, señalando las mancuernas que yo tenía en mis manos, y meneando la cabeza con la autoridad de una especie de indignado guardia civil, que aquellas que yo tenía, él las había dejado allí, antes de la clase. Él las saca del cajón comunitario donde yacen, y las aparta para su uso personal.


Desconcertada ante tanta privacidad invadida. Decidí alejarme de allí, para adelantarme a todas las ninfas que harían cola frente a las duchas 4 y 5. Y ahora que escribo esto, recuerdo que, hace años, intenté hacer un curso de swing. Concurría a clase con mi vecina, la Pilar y mi hija, que entonces tendría unos diez años. No llevábamos pareja hombre, sino que pretendíamos bailar las tres juntas... Fue una ofensa, no solo para la profesora sino para las heteropatriarcales parejas, que parecían prepararse para concursar en Mira quien baila. ¡Es verdad!, mi Currículum deportivo se ve siempre manchado de incidentes normativos.

Juro, por Emma Goldman, que está en todos los solares okupados con alegría y ante Diana cazadora madre de las verdaderas ninfas, que lo relatado es un exacto reflejo de mi experiencia vivida. Tal, un espejo puesto a la altura del techo de la piscina. Cuando regresaba de aquella epifánica clase de aquagym, chino chano, bajando la Rambla del Carmelo, con mi mochila azul que iba chorreando agua de mi bañador, porque, casi siempre olvido la bolsita de plástico para guardarlo, iba pensando en lo que dijo Hannah Arendt. O si no lo dijo, lo pensé, imaginando salido de su libro, que yace en mi sofá del comedor, desde hace días, con su cubierta verde y negra: El fascismo hunde sus raíces en la costumbre. Prepara su nido en la repetición de acciones semejantes día a día, y se defiende contra quienes pretenden, acaso sin proponérselo, alterar algo en esa costumbre. La «obediencia debida a la legalidad de un Estado reconocido legalmente», aquel pretexto utilizado por Eichmann para justificar las órdenes dadas para el exterminio de millones de judíos; obediencia a la que apelaron las fuerzas armadas y los policías que mataron y toturaron cientos de miles de personas en toda América Latina, tiene algo, en su origen, de esos pequeños gestos cotidianos. Seguramente, quienes estudian la psicología de masas de los fascismos lo saben. Pero ignoramos cuánto de represivo hay en la búsqueda de lo igual, de lo inmutable. En la eternización de un estado de cosas, en el que, creemos, reside nuestro bienestar. Pensé, que aquello tenía algo en común con la necesidad de crear nuevas fronteras, de marcar diferencias. De defender las existentes, de permanecer indiferentes a la necesidad de la humanidad flotante y a punto de morir ahogada en esa gran piscina que es el Mediterráneo. Cada uno agarrado a su pequeña mancuerna, a su pedazo de piscina. Aunque sé que hay otras y otros que, generosos e inmunes a las leyes de esa «obediencia debida», se saltan las normas. Y aún van hacia el encuentro fortuito de lo nuevo con los brazos abiertos. Me uno a ellos en la esperanza de que a la piscina del Carmelo, a las clases de aquagym, llegue pronto la verdadera lluvia dorada que recibió Danae. Pequeños dioses ocultos en las duchas cuatro y cinco, ¡oíd mi plegaria!


                            
Elsa Plaza,Agenda de les Dones, 1979.


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