martes, 29 de diciembre de 2020

 

Mademoiselle Floriane

                                                                                                           (Para Leo)

Se llamaba Jean Jacques, a su nombre le seguía un apellido compuesto precedido por una de, y siendo su lugar de nacimiento Versailles, lo imaginé descendiente de una familia de cortesanos caída en desgracia luego de la Revolución de 1789. Digo, se llamaba, porque supongo que ha muerto, ¿cuando?, no lo sé. Es uno más de mis muertos. A quienes pienso con el sentimiento culpable de no haber estado más cerca cuando lo necesitaban. Ese sentimiento que me llega con el recuerdo de mi abuela, que murió en Buenos Aires esperando, quizá, que yo la rescatara de la muerte o simplemente la acompañara hacia ella, sosteniéndole la mano, como lo hice en mi último viaje, mientras me acurrucaba a su lado. La carne blanca, blanda y perfumada de mi abuela, su vientre redondo, sus pechos grandes de pezones pequeños y rosados son el lugar preferido de mi infancia. También está el recuerdo de Raquel, del Grupo de Mujeres Latinoamericanas, que nos reuníamos, a finales de los años 70, en un local de la calle Caspe de Barcelona. Raquel que hablaba de sus goces sexuales como hablábamos todas en aquella época de despertar feminista ella explicando su cuerpo como un violín del que su nuevo compañero había aprendido a sacar las más refinadas notas. ¿ Por qué me quedó de ella ese sólo recuerdo entre todos los diálogos que entonces teníamos? Raquel a quien su muerte nos sorprendió a todas, la muerte en una época en la que recién comenzábamos a vivir tan lejos de los nuestros, argentinas, uruguayas que habíamos escapado de dictaduras militares, de sociedades opresivas y de fantasmas familiares propios. Y comenzábamos a sentirnos más libres, aprendiendo a gozar de todas las delicias del mundo y a compartirlas generosas y solidarias. Raquel a la que no quise ver muerta. ¿Porque la quería recordar tan bella y tan joven, siempre? O quizá, porque aún la muerte me resultaba espantosa y lejana.

Y así también entre toda esta melancolía con la que nos llegan las imágenes borrosas de nuestros muertos está también Jean Jacques. Aunque apenas lo conocí. Podríamos haber creado una especie de familia. Yo entonces recién separada de una larga relación de la que nacieron mis dos hijos, y sin más lazos familiares en este lado del mundo. Y él solo, lleno de libros y de una fe religiosa a su modo, que se tambaleaba y la explicaba como un «cristianismo marxista», pero que le obligaba a pasar sus vacaciones, año tras año, en el mismo monasterio que había frecuentado con su madre.

Un monasterio en medio de la meseta castellana, en Burgos, frecuentado por algún militar y su familia. Aunque también por gente desesperada en busca de consuelo y soledad, y por turistas europeos, por católicos practicantes en el ejercicio de la caridad, por un cura joven local y por nosotras mi hija — que entonces rondaría los doce años— y yo. Las dos llegamos allí porque queríamos conocer las excavaciones de Atapuerca, el monasterio estaba sólo a 17 km. Y allí nos quedamos un par de semanas. 

                             Imagen de: Palacios de Benaver 2                                                  Fuente del monasterio

Jean Jacques debería pasar largamente los setenta, al menos es lo que yo creía. Y me fue explicando parte de su vida en los paseos por aquel pueblo y sus alrededores. Acabados sus estudios de filosofía en la Sorbona y cumplido todos los aplazamientos que su condición de estudiante le había permitido, había sido requerido para incorporarse al ejército, y lo enviaron a Argelia. Allí enfermó, y aprovechando su convalescencia en Francia desertó. Y así llegó a España, cruzando a pie la frontera para ser acogido por los jesuitas, con quienes, no sé por qué circunstancias, que me relató y ya olvidé, su familia tenía algún tipo de relación. Gracias a ello había encontrado trabajo en un instituto como profesor de filosofía, instalándose en San Sebastián.

Cuando me explicaba esto, recuerdo que me pregunté si él mismo no era cura, lo parecía. Tenía una piel fina y lustrosa que he visto en muchas de las personas que pasan su vida en conventos y monasterios, quizás sólo sea una cuestión de no exposición al sol y de buena comida. Jean Jacques tenía una cara ancha y rozagante como de muñeco de cera. Era extremadamente coqueto, y siempre llevaba al cuello un pañuelo de seda, con el que ocultaba los pliegues de vejez que el tiempo nos prodiga inexorablemente. Por esa misma pulcritud en su presencia y en sus maneras, el apego a su madre, con la que había compartido los últimos años de su larga vida, sus costumbres de intelectual solitario, sospeché en él una vida amorosa oculta, homosexual tal vez; un amor de esos lejanos y recreados en la imaginación que se alimenta de recuerdos. Cuando le conocí, la única persona con la que sostenía largas charlas era con el joven cura de aquel pequeño pueblo, donde se alzaba el monasterio, inquilino también de las monjas. Éste trabajaba en su tesis doctoral sobre el filósofo Emmanuel Lévinas y Jean Jacques le asesoraba. Sospeché que este autor no sería del agrado de los profesores del seminario de Burgos, como de hecho ocurrió, según me explicó meses después el mismo Jean Jacques. 

Uno de los habituales de los veranos en aquel lugar, que nunca llegué a conocer pero que estaba en boca de todos, era un teniente coronel franquista. Su llegada estaba anunciada para pocos días después que yo me hubiera marchado. Se hacía acompañar por su chófer y su ex amante convertida en su segunda esposa, luego de que la primera se hubiera suicidado. Según Jean Jacques, inducida por la prepotencia y el mal trato a que el teniente coronel la había sometido durante todo su matrimonio. La nueva mujer del teniente coronel había sido además de su amante su vidente y echadora de cartas particular, y ello daba al francés tema para explicar divertidas historias sobre ambos, historias quizá matizadas por la inventiva y el ingenio irónico del que me hacía cómplice. Sospecho que una de aquellas bromas habían sido el motivo de un sonado altercado entre Jean Jacques y el militar, comenzado durante una de las comidas en el refectorio del monasterio, y acabado en el jardín a empujones de pecho, como acostumbran ciertos machos homínidos y quizá alguna sonora cachetada. Las monjas, desde entonces, rogaban a Jean Jacques el tener a bien dejar la santa casa cuando el militar y su corte se presentaban por allí.

Sí, Jean Jacques tenía un humor algo perverso, y no perdonaba la falta de inteligencia, casi siempre unida a un autoritarismo fascistoide, que gastaban algunos de los que frecuentaban el lugar. Y, por eso mismo, con fina ironía y ante cualquier oportunidad, los ridiculizaba. Actitud que el joven cura llegó a reprocharle durante una de aquellas comidas comunitarias. 

Pero Júlia, mi hija, quedó encantada con aquel personaje de trato alegre y juguetón y lo adoptó como el abuelo que nunca tuvo. Acostumbraba a pasear con él por el pequeño pueblo y charlar mucho. Incluso, en un arranque de curiosidad religiosa, insatisfecha por mi mezcla de agnosticismo pagano, Júlia, acompañada por Jean Jacques, comenzó a frecuentar alguna de las varias misas diarias que celebraban en la iglesia del monasterio. Impresionada y algo temerosa, no sólo por la solemnidad del lugar, de las piedras centenarias si no y, sobre todo, por una descomunal talla de madera, que representaba a un hombre, a tamaño natural, clavado a una cruz de más de dos metros de altura, con sus ojos enormemente abiertos que miraban, con fijeza. hacia un lugar perdido. Ese Cristo de los ojos grandes como lo llaman, una talla románica, causaba en ella, poco acostumbrada a la imaginería religiosa, una mezcla de espanto y atracción. Un misterio más al que accedía por primera vez. Júlia quiso saber su significado. Y el francés le habló de un Cristo obrero, comprometido con la gente más empobrecida y que se había enfrentado al poder de la Roma imperial. Esa era la versión del cristianismo con la que su abuelo de adopción la iniciaba a una parte de su propia cultura, que su origen familiar: mitad judía laica y clase obrera aconfesional, no había satisfecho.

 

                                   DOMVS PVCELAE: Visita virtual: CRISTO DE PALACIOS DE BENAVER, el retorno a  los orígenes 

                                    Cristo de ojos grandes. Talla románica, s XII 

Durante esas vacaciones en el monasterio, Júlia fue también atraída por la liturgia cantada por las monjas y la compañía de Jean Jacques, que en esas ocasiones le daba al «misterio» de la misa un aire festivo. Por lo que no quería perderse ocasión de disfrutar de aquello que había descubierto, sorprendiéndome un día, mientras paseábamos erráticamente por Burgos, al recordarme su necesidad de regresar al monasterio para asistir a «completas», el último oficio religioso que ofrecían las monjas. Creo que su gusto por todo ello residía en que, por primera vez, ella participaba de un ritual que la hacía sentirse parte de una comunidad donde el vínculo se afianzaba cantando. Con un abuelo que la guiaba, abriendo el libro en la página adecuada, allí donde estaban las letras de lo que debían interpretar. Criada casi sin familia, con abuelos muy lejanos, sin primos, ni tíos, con sus padres divorciados, aquel verano Júlia se hizo de una familia. Un abuelo que le explicaba historias y le daba respuestas y un montón de tías: las monjas que la mimaban con pequeños regalitos y dulces extras.

Nunca me habló de esa experiencia, y entonces aún no tenía palabras para explicar la intensidad de la belleza de ciertos momentos, cuando alcanzamos eso que debe ser la felicidad, una felicidad hecha de instantes, la única a la que podremos accerder a lo largo de nuestra vida. De ello sólo tendremos cociencia en el recuerdo, allí los apresamos y nos devuelven la esencia de lo que somos.

Jean Jacques marchó del monasterio para la misma época que lo hicimos nosotras, él para acabar el verano en la hospedería de Las Huelgas, en el cercano Burgos —el teniente coronel estaba a punto de llegar con su corte de esposa adivina y chófer— y nosotras en Barcelona. Fuimos escribiéndonos y Júlia recibió un día un paquetito por correo. Su abuelo francés le enviaba un pequeño elefante de jade, dentro de un estuche de terciopelo con la marca de una joyería de San Sebastián; adjuntaba una postal y creo que toda la ilusión de haber encontrado a alguien en quien depositar su afecto. Quedamos en vernos y pasar juntos las navidades en San Sebastián en su casa. 

¿Tendré las fotos de aquel lugar aún guardadas en uno de mis álbumes? Era un piso antiguo en el centro de San Sebastían, grande y descuidado. Nadie había hecho nada por mantenerlo, probablemente desde hacía 30 años. El papel de pared desvencijado, los muebles oscuros, donde se amontonaban libros, cientos de libros donde descubría todas las lecturas de Jean Jacques, su vasta cultura, su escepticismo. Mucha filosofía y muchas grandes novelas, de esas que es imprescindible leer o era, hasta hace unos años, porque formaban parte de nuestro imaginario, porque nos ayudaban a entendernos a nosotros mismos, nuestras esperanzas, nuestro anhelos, nuestros amores y desamores. Allí, entre sus páginas amarillentas y con fragancia a vetiver estaban los personajes que queríamos o que detestábamos. O que comprendíamos en sus dudas, en sus miserias, y perdonábamos o no. Aquellos con los que identificábamos los gestos de quienes nos rodeaban o pasaban por nuestra vida: «Extiende su mano resbalosa como un reptil, me recuerda a Uriah Heep...» O bien, «Es una Emma Bovary, siempre incómoda en su presente y deseando algo más». O compartíamos la fascinación por los mismos lugares. Y así, la plaza Dauphine, en París, la imaginábamos con una ventana a punto de alumbrarse, mientras en un banco, allí abajo, Nadja, sentada junto a André Breton, anunciaba lo que estaba por suceder. Mencionar esto en medio de una conversación con Jean Jacques era encontrar complicidades. En esa época, y no hace tanto, así era, cuando aún las personas leían en el metro, y en la casa se compraban estanterías de pino para acomodar libros. Jean Jacques había agotado todos los muebles de su casa, y los libros estaban desparramados sobre la mesa del comedor al que nunca íbamos, porque comíamos en la cocina. En una cocina que Júlia decidió limpiar y encolar el empapelado que se desgajaba de la pared como pergaminos. Lo hicimos juntas y creo que Jean Jacques se sentía entre un poco avergonzado y satisfecho, porque dos mujeres se ocupaban de su bienestar en aquella casa.

En Navidad, cenamos en la cocina, una cena que nosotras mismas preparamos y que no recuerdo en qué consistió. Pero sí, recuerdo que fuimos, el mismo día que llegamos a San Sebastián, a hacer las compras a un gran centro comercial, donde en la puerta los perdí de vista. Estuve varios minutos buscándolos, los suficientes para imaginar un rapto, y varias otras posibilidades que, el pobre Jean Jacques podría haber cometido con mi hija. En aquel año yo estaba acabando un libro cuyo hilo conductor era la desaparición de niños y niñas, un suceso real que había ocurrido en Barcelona. Luego de varias vueltas nos encontramos, y recuerdo que enfadada le reproché a Júlia su ausencia, y sentía que todo lo que le decía a ella se lo decía también a aquel pobre hombre compungido por ese desencuentro, que me había hecho temblar de miedo ante la posibilidad de no volverla a encontrar, tal como ocurría con las criaturas de la historia que estaba escribiendo.

Cuanto temor de no volver a ver a Júlia, cuanto temor que se agudizaba por las noticias que recogía en mi recorrido por las páginas de los periódicos de comienzos del siglo XX. Relatos de madres desesperadas que un día, cualquier día y sin presentir nada, mientras realizaban lo que creían que sería la continuación de la rutina, ésta se interrumpía, y un foso enorme se abría a sus pies. Entonces, imaginanado la desesperación de esas madres, se me ocurrió el título: El cielo bajo los pies. Todo se había dado vuelta para ellas. Y no comprendían el tiempo a partir de ese pozo infinito que se abría. La ausencia de una criatura que llenaba todo el espacio de sus vidas. Imaginación de novelista de dramas que puedo sentir como propios. Y basta el asomarme al comienzo de una frase de la vida, para componer el resto como tragedia. Pero aquel día Júlia apareció de la mano de Jean Jacques y con la compra hecha, los había esperado en la puerta equivocada.  

     Fotos antiguas de Donostia | Historia San Sebastian Imagenes | Donostia-San  Sebastian 

                                        Playa de San Sebastián

Las vacaciones en casa de aquel hombre resultaron amables y melancólicas. El invierno en San Sebastián era frío. Aunque no perdimos oportunidad de caminar por la playa con Júlia, yo de conocer la hemeroteca del lugar, donde recogí más secuestros de niños para mi libro, y de comer los tres juntos en un restaurant oriental con apariencia lujosa y con un menú bueno y de precio muy accesible a nuestros magros bolsilos, aunque, cuando salíamos juntos era siempre Jean Jacques que nos invitaba. Yo le retribuía comprando para cocinar en la casa y los tres llegamos a sentirnos muy cómodos. Júlia y yo dormíamos en una gran cama matrimonial. Probablemente la que había ocupado la madre de nuestro anfitrión. Recuerdo, que antes de dormir, intentaba recorrer aquella estancia con la intención de no olvidarla. Y hoy ya la he olvidado. Sé que había un gran armario y que las paredes estaban empapeladas siguiendo el estilo de tiempo congelado en los años sesenta, como toda la casa. Sé también que había una araña, que pendía del techo de la habitación donde dormíamos, de la cual sólo me llega el reflejo en el cristal de la luz amarillenta que desprendían las bombillas eléctricas.

Un día me llamó la atención un pequeño paisaje, que colgaba sobre una de las paredes del salón comedor. Visiblemente antiguo, probablemente realizado a comienzos del siglo anterior por un artista, sin duda, profesional. La obra, a pesar de que no aportaba nada de extraordinario o renovador en su estilo o en el tema, sentí que guardaba algo de vivo y latente aún, encerrado en ese marco dorado de estilo art-nouveau que, estropeado en una esquina, había sido torpemente reparado. Pregunté a Jean Jacques por su origen y fue bastante impreciso. Lo había adquirido en una casa de antigüedades, le habían asegurado que era alguien reconocido, pero sin precisarle su nombre, la pintura carecía de firma.

Cuando aprontábamos nuestro regreso a Barcelona, Jean Jacques descolgó el cuadro de la pared y me lo obsequió, así, como hacía él las cosas, sin darle mayor importancia y restando valor a su gesto. Claro que rechacé aquel obsequio del cual no me sentía merecedora; pero insistió, sobre todo recalcando que él no tenía familia y que todo lo que estaba allí se perdería, y que si yo lo apreciaba, para él era una satisfacción saber que quedaba en mis manos.

 


                                         El cuadro de Jean Jacques

Varios años permaneció colgado en una de las paredes de mi casa. De vez en cuando lo descolgaba y lo miraba detenidamente. Un día, al girarlo me detuve en el sello donde podía leerse el nombre y la dirección de la tienda donde había sido adquirida la tabla sobre la que se extendía el paisaje :3bis Blvd. de Clichy, en París, al pie de Montmartre. El lugar debería ser el que proveía a los artistas del barrio, en la época en la que éste había sido realizado.

Conozco la place de Clichy, suelo pasearme por sus alrededores cuando voy a París a visitar alguna amiga. Intento por allí encontrar algo de todo aquello que leí y que me formó. Y llegar hasta la 42, rue Fontaine, es mi ritual. Me detengo frente a la puerta de esa casa de apartamentos, probablemente contruida en los años 20, e imagino el pasaje de todas las figuras que lo atravesaron y que poblaron mis fantasías. Allí vivió André Breton con cada una de sus maravillosas, libres e imaginativas compañeras de viaje: Simone Kahan, Jacqueline Lambda, la madre de su única hija: Aube y, finalmente Elisa Bindhoff. Todo el contenido del piso fue desmantelado, con ello se perdió parte de la memoria de una generación, sus juegos, sus creencias, sus poesías. Los caminos iniciados en la búsqueda de lo extraordinario, que lo encontraron en los resquicios ignorados de un mundo, que, ante ellos, se iba deshaciendo en guerras, en muertes y resurrecciones. Pero, en mis visitas, regreso a intentar recuperar «algo», que presiento siempre permanecerá por allí, dando vueltas. Un hálito de la poesía vivida que todas aquellas mujeres y hombres que atravesaron en otro tiempo el portal del 42, rue Fontaine, exhalaron. Y todo ésto regresó a mi memoria con el sello que había en el reverso del cuadro de Jean Jacques. También hay allí una etiqueta:Envoi a la societé de Beaux Arts de... y el título: Route de St. Jacques, St. Hospice, Cap Ferrat. Alpes maritimes, escrito con tinta sobre la madera. Y, al fin, después de mirarlo mucho, deduje también el nombre de la autora: Mlle. Floriane. Y el lugar de su residencia: Baeulieu sur mer s/n.

A veces, desde una de las sillas del salón observaba el pequeño cuadro, e intentaba descubrir el lugar desde donde había sido pintado aquel paisaje marino, un camino de tierra flanqueado por el mar y una pared, ¿de roca?, ¿parte de una ruina? Las pinceladas verdes traducen la impresión de una vegetación mediterránea de coníferas que se extiende sobre la península, que se eleva en la orilla de en frente, sembrada de unas pocas edificaciones, alguna casita, ¿una iglesia?, una torre de vigía a medias derruída. Estudiaba las pinceladas azules con las que se había resuelto el mar; el empaste blanco de las nubes. Es, sin duda, la obra de una artista. Mademoiselle Floriane.

Un verano, tuve un golpe de suerte y al poner en el Google la sola identificación que había logrado de la autora del cuadro, ese escueto Mademoiselle Florianne, apareció su retrato: Mademoiselle Floriane, pseudónimo de Flore Lévy (1878-1962). La obra estaba en el Museo de Arte Moderno y Contemporáneo de Estarsburgo, y su autor era León Hornecker. Seguí buscando y tuve otra sorpresa ya que en el diccionario de pintores de Montmartre, que encontré en un servidor recientemente puesto a disposición del público, aparecMademoiselle Floriane, esta vez con su nombre completo, Flore Lévy, junto a su año de nacimiento y de muerte, ambos coincidentes con los datos que se daban para el cuadro del museo de Estrasburgo. Allí se agregaba que era de origen alsaciano y nacida en Estrasburgo y que había muerto en París.

                                                            

                                                   Mademoiselle Floriane. Autor Léon Hornecker.

Supe también que el nombre de Cap Ferrat, en realidad Saint Jean Cap Ferrat, se había otorgado, en el año 1907, a lo que había sido una antigua e insignificante villa de pescadores. Esta localidad, hacia finales del siglo XIX, se había transformado en el lugar de veraneo del sádico genocida rey Leopoldo II de Belgica. Allí se construyó una magnífica villa donde alojó su amante oficial. Allí también veraneaba el banquero Rostchilde. Artistas, como Matisse, atraídos por la luz y el clima de la Costa Azul, se fueron instalando durante las primeras décadas del siglo XX, y siguieron llegando luego los artistas del cine, de la canción. ¿ En qué momento Mademoiselle Floriane plantó su caballete allí? ¿Fue, tal vez, invitada de uno de aquellos ya famosos pintores que residía en la misteriosa dirección que da al reverso de su obra, Beaulieu sur mer s/n, el pueblo pegado a Saint Jean Cap Ferrat) ? ¿Pudo, acaso, pagarse ella misma un alojamiento propio? Los puntos suspensivos entre su muerte y su nacimieto los intento completar a través de ese paisaje pintado, que reclama mi mirada desde una de las paredes de mi casa. 

Flore Lévy, Mlle. Floriane, era descendiente de una familia judía, su apellido así lo denota. Aprendo que Estrasburgo, donde nació, contó desde la alta Edad Media con una numerosa comunidad judía. Eran artesanos, comerciantes, artistas. Un grabado del siglo XIX, reproduce una de las calles del barrio judío, donde un grupo de personas conmemoran la festividad del Yom Kippur, ( el Día del Perdón ). Su autor, Alphonse Jacques Lévy, un grabador y caricaturista nacido en 1843 y que registrara, a través de sus obras, la vida cotidianana de los judíos en Alsacia. ¿Es acaso pariente de Flore? El retrato de ella, muy joven, que está en el Museo de Arte Contemporáneo de Estrasburgo, realizado por León Hornecker, conocido por retratar a la clase alta y acomodada de la ciudad, denota que Flore, como Alphonse, provendría también de una familia de prósperos comerciantes. ¿ O acaso el profesor de la escuela de arte de Estarsburgo y pintor de los ricos del lugar, León Hornecker, la retrató porque se sint atraido por la abundante cabellera oscura, su rostro afilado, la blancura de su piel ?

Hornecker, como Lévy y como la misma Flore se mudaron a París, en Estrasburgo un artista se veía limitado, París era el centro del mundo artístico, allí estaba ocurriendo una revolución estética. Y Montmartre era el barrio por donde pasaron pintores, músicos, artistas de teatro y allí recaló Flore, donde vivirá hasta su muerte. Y un día cualquiera, posterior a 1907, (antes de esa fecha, el cuadro nunca se hubiera titulado Cap Ferrat) Mademoiselle Floriane baja desde la colina de Montmartre, y se dirige al Boulevard de Clichy, allí compra una tabla de madera preparada para pintar al óleo, probablemente varias, que llevará consigo en su próximo viaje hacia la Côte d’Azur. La espera la promesa del buen tiempo, el cielo azul, la luz diáfana que todos sus amigos pintores no se cansan en describir y en pintar. En París, continúa lloviendo, aún en pleno junio, y mientras baja la colina se abriga el cuello con el pañuelo de seda, estampado con postales de Niza, regalo de uno de ellos.

Frente al mar azul intenso planta el caballete que lleva bajo el brazo, con la punta de las patas remueve las piedras del terreno árido, sólo unos matorrales verdes y duros alrededor. Echa la mirada hacia el frente, y decide cerrar la vista del mar con aquella orilla, un paisaje romántico sugerente de un pasado que se ha ido y se abre a ese ahora verde intenso, esperanzador, una vida suave como las nubes de nata fresca que se deslizan viajeras. Así se imagina el porvenir Mademoiselle Floriane. No rompe esquemas con su pintura, los colores son los que le llegan a la mirada, no estalla en sentimientos coloridos, sólo quiere reproducir la calma de ese instante. No hay alegorías ni exclamaciones. La suya es una obra simple, humilde como lo es lo esencialmente bello.

                                   

 


Mientras cae el sol regresa desandando el camino pedregoso, las botas oscuras se recubren de polvo. Cuando llega a su habitación , deja el equipo de pintura en un rincón, se quita el sombrero, abre la ventana respira el intenso olor salino, y va en busca del pequeño cuadro. Lo contempla en la casi penumbra. Está satisfecha.

Meses más tarde, y ya en París, confiada en haber reseñado sobre aquella tabla manchada con sus colores, unos instantes de pequeñas revelaciones, decide llevarla a uno de los salones de pintura. Sabe que nunca podrá competir con las obras que los jurados eligen. Sólo alguien muy cercano a ella podría descubrir el valor de aquel cuadro. Las pinceladas guiadas por el latido del paisaje veraniego y el de su propio corazón. La mezcla de la pizca de ocre con el blanco intenso, un suspiro de rosa y la gota de azul, el giro de la muñeca que conduce el pincel para encontrar el encaje justo en la tabla, que expresa el devenir de la nube, que un instante después se había deshecho…

  




Mademoiselle Floriane conservará aquel paisaje en su habitación de Montmartre todos los años que vivirá allí. Cercano a la mesa del diminuto comedor, con el mismo marco que usó para exponerlo en el Salón de Bellas Artes. Con una esquina cascada que ella misma retocará con pintura dorada.

                                                  ***

A principios de los años setenta, Jean Jacques viaja a Francia, luego de varios años de ausencia. Va a Versailles a visitar a su madre. De regreso, pasa por París, donde esa misma noche cogerá el tren que lo devolverá a San Sebastián. Mientras tanto, se pasea sin rumbo entre las calles delimitadas por las estaciones de metro Barbès Rochechouart y Blanche. Las aceras están repletas de personas que se agolpan ante las góndolas de las tiendas de ropa a bajo precio. Más allá, grupos de hombres magrebíes conversan acaloradamente, las mujeres sólo se ocupan de revisar las prendas de todos los colores clases y tamaños que se escapan de los contenedores.Ya no tiene miedo a que la policía lo detenga y descubra que es un desertor. Han pasado muchos años desde entonces. Piensa, que en el próximo viaje que haga regresará a España con su madre, ya está vieja y no queda nadie más en la familia. San Sebastián es una ciudad abierta al mar, paseará por la playa junto a ella, la llevará en el verano al pequeño monasterio de Burgos. Allá seguramente se sentirá cómoda con las monjas, son pocas y simpáticas, y a pesar de que lo frecuentan algunos indeseables, la tranquilidad y el paisaje, la arquitectura del lugar y algún parroquiano que pasa por allí hacen que se pueda obviar ese inconveniente. Y los franquistas españoles, cree Jean Jacques, son de ópera cómica, le divierten. Al menos los que aparecen por el monasterio. Son zafios y ridículos, viven a en el siglo XIX, se dice. Mientras camina abstraído por sus pensamientos, se detiene ante un escaparate. Allí, dispuestos con un cierto gusto burgués, hay una sopera de plata a juego con su cucharón que descansa a un lado, también un grupo de platos blancos combinados con un intenso azul lapislázuli, se exhiben en forma de abanico. Todo ello dispuesto sobre un impecable mantel bordado en hilo blanco. El escaprate se cierra, al fondo, con una doble puerta de madera oscura, sobre esta cuelga un pequeño cuadro con un paisaje que atrae su mirada . Hay algo en él que le llama. El mar, el día que presiente húmedo y caluroso, el camino que se pierde hacia la otra orilla. Un recuerdo que no acaba de llegar, está allí presente. Y es esa imposibilidad que le obliga a entrar en la tienda y preguntar por su precio. Le piden una cantidad que sabe exagerada. No está ni siquiera firmado, alega. Pero, es de alguien importate asegura el comerciante. Viene de la casa de un artista de Montmartre; como algunos de los muebles que ve por aquí, ese secretaire, por ejemplo. Dice, señalando un mueble bajo, con decoración floral. Pero, Jean Jacques no lo mira, está en el lugar pintado en el cuadro del escaparate, y sabe que sólo podrá salir de él si se lo lleva consigo. Regatea el precio y consigue una rebaja, la suficiente para no sentirse estafado por un capricho, el de esa imagen de un instante, que quiere recuperar. Acomodan el cuadro entre dos cartones y luego lo envuelven con abundante papel madera. Jean Jacques lo aprisona bajo su brazo. Siente que el seguir deambulando ya no tiene sentido, y apresura su paso hacia la estación de tren.

Durante años el paisaje, casi insignificante para las miradas profanas, acompañó a Jean Jacques. Pasó el tiempo en el que su madre ponía la mesa en aquel salón comedor con pretensiones señoriales, en San Sebastián. Ella trajo consigo el juego de copas de cristal que acomodó en un mueble que también llevó desde Versailles. Junto con los manteles y la cubertería. Y así el piso grande y desolado se fue llenando de los pequeño lujos que le traían olores y sonidos de su infancia.

Veinticinco años permaneció la madre a su lado, en el comedor durante veinticinco años se sucedieron almuerzos y cenas. Compartidas, en ocasiones, con alguno de los curas profesores del instituto donde él daba sus clases de filosofía. Alguna mujer, a veces, también fue invitada y salieron juntos al cine, o a beber una copa por el casco viejo de San Sebastián. Pero, Jean Jacqes no estaba hecho para la vida compartida, se la imaginbaba como una traición a su propia libertad y a la devoción hacia su madre. En los últimos días que pasó junto a ella, ya sin fuerzas para deambular por la casa, la mesa del comedor, en la que habían compartido almuerzos y cenas, se fue transformando en un contenedor más de libros. Allí se iban amontonando, en forma desordenada, todos los libros que leía para preparar sus clase, los que sacaba de los estantes para contestarse alguna duda, los que compraba, prometiéndose leer más adelante, los que leía por la noche mientras vigilaba el sueño de su madre, los que algún conocido le regalaba.

Y la mesa del comedor, por estar tan cerca del cuarto de su madre, fue también su mesa de lectura. Y cuando sus ojos cansados necesitaban reposo, los llevaba hacia aquel pequeño paisaje, donde sabía que había algo que él había conocido una vez, y que reaparecería, de eso estaba seguro. Volvía, entonces a adentrarse en el olor de sus libros en el sabor de esas letras, amargas algunas, deliciosas cando aparecía la claridad de una comunión con las palabras de su autor. Mientras la madre dormitaba en la habitación cercana, con la respiración cada día más dificultosa, hasta que un día cesó del todo. Lloró dos días seguidos y al final del segundo día, al mirar hacia el cuadro se vio, por un instante, subiendo el camino que lo llevaba a la otra orilla, saltando entre las piedras de la torre ruinosa. Dejó de usar el comedor, las copas nunca más salieron del mueble acristalado, y los manteles de hilo se amarillaron en los cajones.

Un día, sin saber por qué volvió a él el sentimiento intenso, de miedo y de felicidad que lo llevó a convertirse en desertor e iniciar su fuga hacia la frontera, a pie, durante largas jornadas. Una inmensa alegría le hizo palpitar el pecho, y entró en una perfumería, compró perfume muy caro, para caballeros y un after shave. También un pañuelo de seda para abrigarse el cuello. Y regresó, ya solo, año tras año al monasterio. Lo hacía porque le divertía, porque podía reírse de aquéllos fascistas católicos y tomarles el pelo. Y conversar largamente con el nuevo confesor de las monjas, el cura joven, hablarle de Sartre, de Levinas, de Bergson y de Proust.

                                                  ***

Lo que vino después es el principio de esta historia. Perdí el rastro de Jean Jacques después de unas navidades en las que había prometido venir a visitarnos a Barcelona. Me llamó para explicarme que se había sentido enfermo, justo antes de viajar a Barcelona. Quedamos para compartir vacaciones en la hospedería de Las Huelgas de Burgos, él pasaría por mi suegro y Júlia por su nieta, un arreglo perfecto para explicar a las monjas una familiaridad ordenada y convencional. No sé qué pasó, el plan se deshizo, probablemente fui yo misma, Júlia con sus compromisos paternos, mi desgano…, no sé. Aunque el plan me entusiasmaba. Las Huelgas es un lugar maravilloso y Jean Jacques era un extraordinario conversador. Como tal, no escuchaba mucho, pero a mí no me importaba, lo compensaba la inteligencia de sus disquicisiones, lo divertido de sus ironías y las historias de toda aquella gente que habia conocido en sus veranos en Burgos.

Pasaron los años e intenté buscarlo, llamé al convento para saber si habría regresado. La monja que me atendió apenas lo recordaba. Durante el confinamiento por la pandemia, limpiando, se me cayó el cuadro de Mlle Floriane al suelo y su marco se abrió. Volví entonces a darlo vuelta para examinar lo que aún puede leerse cada vez más desvaído, escrito con pluma y tinta: Mlle. Floriane, Cap Ferrat... podría agregar París, San Sebstián, Barcelona. La mirada de Mademoiselle Floriane, la de Jean Jacques, la mía. Una parte de cada uno de nostros allí, encerrados en aquel rectángulo que atrapó un día de verano de nubes glotonas, en ese lugar al que quizá nunca vaya.