Hasta
que comencé ese viaje rumbo a Grecia, no me di cuenta de
que para mí la vida se gozaba
solamente en la imaginación. Los momentos más plenos de mi infancia
habían sido aquellos en los que leía Mujercitas
por las tardes, cuando volvía del colegio, echada sobre la cama de
mis padres y mientras mordía una manzana. Recuerdo la escena con una
sensación de bienestar absoluto. Pero durante el verano de 1976
viajaba desde París hacia Grecia en un viejo coche que conducían
por turnos dos “camaradas”, estudiantes como yo en la Universidad
de Vincennes. Formábamos parte de la “célula” del distrito
XVIII, de un partido de la izquierda revolucionaria. Yo iba en el
asiento trasero junto a Muriel –ya
que entre mis tantos vacíos estaba también el de no saber conducir.
Muriel, “otra camarada”, era sindicalista. No sé qué
grado de importancia daba ella
a su militancia obrera, pero durante el viaje demostró que lo que
más le interesaba era comer y dormir.
Gilles
y Jacques, en cambio, eran militantes modélicos. Un orgullo para el
Partido, que aunque pequeño, tenía vocación internacionalista.
Estudiaban historia contemporánea, pero sus conversaciones,
monotemáticas, giraban siempre en torno al conocimiento que tenían
acerca de los miles de grupúsculos en los que se habían dividido
los partidos comunistas de Europa, América, África
y Asia. Presumían y se desafiaban entre ellos, apostando en torno a
las siglas con las que se reconocían, y ni bien divisaban una
pintada callejera, donde asomaban semiborrados una hoz y un martillo
o un puño cerrado, ellos descifraban las letras que acompañaban los
símbolos e inmediatamente demostraban saber el nombre completo del
grupo. Sabían también en qué momento de sus historias se habían
decantado por el maoismo, el trotskismo, o bien habían optado por el
lambertismo o el guevarismo. Recitaban de corrido el nombre de sus
secretarios generales y cuál había sido el por qué de la escisión.
Y nada entusiasmaba más a aquellos chicos que la promesa de llegar a
Atenas, no porque allí nos esperaran los restos del origen de
nuestra cultura, sino porque nos reuniríamos con un grupo de
compañeros. Éstos, habiendo estudiado en París, hablarían un
correcto francés y nos darían las últimas noticias sobre el futuro
de nuestro partido, el cual estaba por, o había entrado ya, a formar
parte del PASOK en una estratégica coalición que estaría
estrechamente vigilada para no contaminarse de socialdemocracia.
A Jacques le brillaban los ojitos cuando hablaba de aquello, y una
inmensa alegría ruborizaba sus mejillas al contabilizar los votos
que, seguramente, alcanzaríamos unidos, mole de izquierdas que
arrasaría en las próximas elecciones helenas. Gilles, en cambio,
además de su entusiasmo por el destino histórico del proletariado,
tenía pensamientos más prosaicos. Según fui comprendiendo, poco a
poco, una chica norteamericana con la que había compartido sus
anteriores vacaciones lo había dejado profundamente conmovido. Con
ironía reflexionaba sobre el origen espurio de Liza -ese era el
nombre de la yankee
a la que Gilles no dejaba de nombrar y comparar conmigo durante todo
el viaje. Liza, al igual que yo, nunca había probado el steak
tartare, y le daba asco
comer bocadillos de carne cruda, que ellos, y por supuesto Muriel más
que ninguno, engullían con gran gula y regocijo ante mis remilgos.
Liza tampoco hablaba bien francés, y se equivocaba en cosas que les
hacía reír mucho. Y así, cada vez que yo no empleaba bien una
frase o marcaba mis diferencias de extranjera, aparecía el fantasma
de Liza evocado por Gilles. En aquel
momento no me di cuenta de que
lo que en realidad pasaba era que Gilles añoraba a Liza, que hubiese
preferido a mi presencia. Liza, con la que años después se casó
traicionando la causa del proletariado al irse a vivir junto a ella
en la sede central del imperialismo capitalista.
Fue
un cuarteto desgraciado el que formamos durante aquel verano. Gilles
y Jacques habían nacido el uno para el otro, a pesar del espectro de
Liza que ya planeaba sobre
ellos. Pero en esta época aún no se habían dado cuenta de ello y,
felices en sus múltiples coincidencias, demostraban una compresión
mutua y una complicidad sin límites. Ambos eran igual y
absolutamente previsibles y previsores. Todo lo habían dispuesto de
antemano, aunque sospecho que era Jacques quien había diseñado el
plan de viaje. Llevaban un cuaderno donde día a día habían anotado
el recorrido que seguiríamos. Posibilidades de pernoctar, parajes
donde detenernos y, sobre todo, cuánto debíamos gastar, medido al
centavo. No estaba permitido alterar el recorrido, ni sobre todo
desertar, ya que los gastos estaban repartidos entre cuatro, y cuatro
debíamos ser al volver a París justo un mes después.
Muriel
era callada. No
creo que tuviera una gran vida interior, o al menos no se le notaba,
ya que siempre estaba de mal humor. Y cuando no lo estaba demostraba,
con profundos bostezos, lo poco que el paisaje y nosotros le
importábamos. ¿Por qué aceptó aquél viaje? Quizá porque se le
acababa el contrato de alquiler de su deux
pièces y pensó que en
julio no encontraría nada. Yo que soy dada a las largas
conversaciones nocturnas, llegada la noche, me quedaba fuera de la
tienda que compartía con ella, pues inmediatamente después de
enfundarse en su saco de dormir comenzaba a resoplar y ya no abría
los ojos hasta el día siguiente a las once de la mañana.
De
aquel
comienzo de viaje recuerdo la serena belleza del paisaje estival
Mediterráneo, la exuberancia de las adelfas, de color rosa intenso,
el aire salado que refrescaba mi cara y las canciones de Leonard
Cohen, quizás el único gusto que compartía con Gilles y Jacques.
Muriel era la primera vez que escuchaba a Cohen y tanto le daba si en
el coche sonaba su música o la de Maurice Chevalier.
Una
tarde me enamoré de Gilles. Habíamos
parado a hacer pic-nic a orillas del Mosa cerca de Domremy, la aldea
donde nació Jeanne D’Arc. Hacía calor y estaba en una época en
la que me sentía bien conmigo misma. Creo que esto
me permitía enamorarme, ya que pensaba que otros también podían
darse cuenta de lo dispuesta que estaba a ello. Jugaba a tirar
piedras al río para hacer que rebotaran, pero no conseguía hacerlo.
Entonces Gilles se acercó a mí y tomándome por la mano me explicó
cómo lanzarlas. Estuvimos entretenidos en aquél juego casi una
hora, mientras Muriel dormía la siesta y Jacques revisaba los planos
de carretera.
A
partir de aquel momento viví pendiente de las miradas de Gilles. Fue
como agregar brillantez a aquel paisaje que me tenía profundamente
conmovida. Desde ese momento todas las estupideces del viaje -como no
visitar las ciudades por donde pasábamos, o buscar durante horas el
restaurante más barato, en vez de conformarnos con fruta o
bocadillos -se las achacaba al necio de Jacques.
Llegamos
a Grecia, después de atravesar Italia y lo que aún era Yugoslavia,
que veía maravillosa y presentía llena de tesoros ocultos a los que
no me estaba permitido acceder, puesto que la cita era en Atenas y
allí debíamos llegar el día y a la hora señalados para la
reunión.
Al
fin entramos a la antigua ciudad helénica ante mi total desilusión,
pues no sé qué me había imaginado, pero por supuesto no aquella
ciudad moderna y sosa.
Nos
recibieron los camaradas que vivían en un barrio alejado del centro,
eran simpáticos y algunos hablaban un francés muy fluido. Aquella
noche fuimos a beber vino de resina a la Plaka, el barrio antiguo,
donde sí encontré lo que mi fantasía había imaginado de la
palabra Atenas. Charlamos animadamente durante horas y horas. Cuando
volvimos de madrugada a la casa que amablemente nos habían prestado,
extendimos nuestros sacos de dormir en el salón comedor, los cuatro,
uno al lado del otro. Yo elegí acurrucarme muy cerca de Gilles con
la esperanza de que esa noche me estrechara entre sus brazos, pero no
lo hizo a pesar de
que
debió sentir mis efluvios amorosos, que surcaban el tejido de mi
saco de dormir para ir a estrellarse contra el suyo.
A
la hora de volver ellos, los varones, que todo lo tenían ya
planeado, decidieron que tocaba ir a la playa, o tal vez estaba ya
escrito. Entonces me di cuenta de
que
lo que les entusiasmaba tanto, nadar en una playa de Atenas, a mí me
dejaba indiferente. Yo no sabía nadar. Los amigos griegos también
habían ofrecido bicicletas, pero yo tampoco sabía andar en
bicicleta… y me di cuenta, también, de
que
algunos grandes placeres de la vida me estaban vedados por mi origen:
proletaria de país periférico. Por supuesto que esto -que debía
haber sido tema de alguna reunión del grupo de autoconciencia de
mujeres de la organización- me lo callé en ese momento. Los seguí;
con mi biquini antiguo me dispuse a asarme en la playa mientras ellos
nadaban como atletas y yo me devanaba los sesos para entender el
libro que me había llevado para leer en esas vacaciones: Le
moi divisée, de
Ronald D. Laing.
Al
otro día había que salir hacia Patras para tomar el barco que nos
trasladaría a Ítaca.
Era en esta isla donde comenzarían nuestras verdaderas vacaciones,
ya que la misión en Atenas de la “célula” del distrito XVIII
había acabado.
En
el pequeño puerto de Ítaca
nos recibieron algunos habitantes de la isla que ofrecían hospedaje.
Seguimos a una mujer, bajita y vestida de negro, que nos guió por el
intrincado camino de casitas blancas que se abrían entre escalones a
nuestra curiosidad. “Orea,
orea”,
nos decía la mujer mientras hacía señas con la mano. Supuse que
nos indicaba que, al fin, corría un poco de aire, y que esos últimos
días había hecho un calor asfixiante en la isla. No creo haber
errado demasiado, porque en todas las culturas, cuando unos
desconocidos se cruzan y no quieren estar en silencio, hablan del
clima, ese que padecen o gozan ambos, y que les brinda la única
comunidad segura. También me recordó el envoltorio de celofán de
unas medias de nylón que mi madre compraba y se llamaban Orea,
y que en su publicidad explicaban que eran un sueño hecho
realidad... Un sueño tan leve como esa brisa que llegaba del mar.
Por
la noche dormimos en camas, por supuesto Gilles al lado de Jacques y
Muriel junto a mí. La dueña de la
casa
pasó la noche en la terraza, pues nos alquilaba su propia
habitación. Pero al otro día ya estaba decidido que montaríamos
las tiendas en un camping “salvaje” que se había formado cerca
de una pequeña discoteca que Gilles y Jacques tenían intención de
conocer y a la que no estábamos invitadas -así lo habían decidido.
Así, una noche después de instalar las tiendas y de tomar una frugal cena a base de ensalada griega, Muriel se fue a dormir, y Gilles y Jacques a digerir las aceitunas y el queso de la ensalada dentro de la vecina discoteca. Yo me quedé paseando por los alrededores de la isla, que estaba muy animada. Turistas elegantes, llegados en yates particulares que habían amarrado a los muelles, se divertían en las terrazas de los bares dispuestas sobre la playa. En mi deambular nocturno descubrí a una chica solitaria que permanecía mirando hacia el mar, sentada en la pequeña dársena de madera de donde salían los barcos hacia otras islas o al continente. No recuerdo cómo empezamos a hablar en inglés hasta que nos preguntamos de dónde veníamos y supimos, con alegría, que las dos hablábamos castellano. Carmen venía de Barcelona, había viajado sola hasta Ítaca porque Lluís Llach, un cantante de su tierra que yo aún no conocía, había musicado poemas que nombraban la legendaria isla, y sin más quiso conocerla. Su plan de viaje para los próximos días era viajar al continente y hacer autoestop hasta Italia, trabajar allí un mes para luego retornar a Barcelona. Me quedé pensando en aquel proyecto, resultaba más tentador que el régimen autoritario al que estaba sometida por el tratado que había firmado con el frente francés. Una posible alianza con la catalana me resultaba más de acuerdo con mis deseos, hasta ese momento poco reflexionados.
Así, una noche después de instalar las tiendas y de tomar una frugal cena a base de ensalada griega, Muriel se fue a dormir, y Gilles y Jacques a digerir las aceitunas y el queso de la ensalada dentro de la vecina discoteca. Yo me quedé paseando por los alrededores de la isla, que estaba muy animada. Turistas elegantes, llegados en yates particulares que habían amarrado a los muelles, se divertían en las terrazas de los bares dispuestas sobre la playa. En mi deambular nocturno descubrí a una chica solitaria que permanecía mirando hacia el mar, sentada en la pequeña dársena de madera de donde salían los barcos hacia otras islas o al continente. No recuerdo cómo empezamos a hablar en inglés hasta que nos preguntamos de dónde veníamos y supimos, con alegría, que las dos hablábamos castellano. Carmen venía de Barcelona, había viajado sola hasta Ítaca porque Lluís Llach, un cantante de su tierra que yo aún no conocía, había musicado poemas que nombraban la legendaria isla, y sin más quiso conocerla. Su plan de viaje para los próximos días era viajar al continente y hacer autoestop hasta Italia, trabajar allí un mes para luego retornar a Barcelona. Me quedé pensando en aquel proyecto, resultaba más tentador que el régimen autoritario al que estaba sometida por el tratado que había firmado con el frente francés. Una posible alianza con la catalana me resultaba más de acuerdo con mis deseos, hasta ese momento poco reflexionados.
Al
regresar a nuestro campamento, noté que en la tienda de Gilles y
Jacques había más de dos sombras que se agitaban entre suspiros.
Habían encontrado en la discoteca lo que seguramente les tocaba en
la lista de recreo que se habían marcado. Yo me resigné, una vez
más, a dormir espalda contra espalda de la enigmática Muriel.
Carmen,
la catalana, me había explicado que pasaría aquella noche envuelta
en su saco en el albergue que le ofrecía la taquilla de los barcos.
Por la mañana fui en su busca. La encontré ya despierta, mirando
como siempre hacia el horizonte marino. Fuimos juntas a tomar un café
con leche, era simpática y tan charlatana como yo misma. Se
comunicaba con los habitantes del lugar como si supiese griego. Así,
comenzamos a recorrer la isla, tierra adentro hacia donde se decía
estaba la cueva que, según la leyenda, Ulises había utilizado para
guardar sus tesoros. Después de varias horas de dar vueltas hallamos
el lugar. Se
descendía hasta la cueva por una escalera improvisada. Era un amplio
espacio bajo la tierra que bien podía haber sido el escondite de
todos los tesoros de piratas o bien la cueva de Alí Babá.
Permanecimos
un tiempo allí, intentando acostumbrar nuestra visión a la
oscuridad, el suficiente para sentir las historias suspendidas entre
las piedras, que nos llegaban en forma de recuerdos de las películas
en tecnicolor que habíamos visto en nuestra infancia. Ulises
luchando contra el Cíclope… era enorme el Cíclope, y al evocarlo
nos estremecimos, y las dos volvimos sobre nuestros pasos en busca de
la escalera de salida.
Salimos
de allí fascinadas por el misterio de ese espacio vacío, oscuro y
helado. Y fuimos a calentarnos echadas al sol en la playa. Éramos
las únicas bañistas. Carmen se quitó el sostén de su biquini y se
metió en el agua, yo la imité. Reímos mucho de todo lo que yo le
explicaba sobre mis compañeros de viaje.
Carmen
era quizás un par de años más joven que yo, tenía la piel morena
por el sol, y sus ojos iluminados por el cielo del mar Jónico
parecían verdes. Recuerdo
sus pechos estremecidos por el frescor del agua, pequeños y
salpicados por las gotas que iban resbalando sobre su cuerpo. Nos
sentíamos hermanas en aquella tarde de agosto. Y me di cuenta de
que
nunca había pensado en mis propias vacaciones. Cómo las imaginaba,
cómo imaginaba los placeres del verano, en un tiempo en el que se
agudiza el sentimiento de que somos un cuerpo. Un cuerpo que puede
sentir el resplandor del sol sobre él, el del viento en la cara, el
del cansancio de una caminata. Pensándolo bien, aquellas eran mis
primeras vacaciones. La educación recibida no incluía la asignatura
de ser feliz inmersa en un paisaje. La felicidad era algo abstracto
para mi madre, que fue quien me enseñó a desear. Deseaba con el
modelo de ella, la felicidad inalcanzable o siempre postergada de una
novela romántica. Nunca me habían enseñado que una podía
anticiparse a las emociones, imaginando la posibilidad de hallarse en
un espacio diferente a aquel donde la vida transcurría, sin esperar
nada, dejándose llevar. Me di cuenta también de
que aquellas vacaciones, que llegaban por primera vez en mi vida, las
había dejado en manos de quienes estaban acostumbrados a
planificarlas, a conocer sus deseos y diseñar el camino para que
ellos se cumplieran.
Todo
eso pensé la noche en la que mudé mi saco de dormir al lado del de
Carmen, porque finalmente expliqué a mis camaradas de viaje que mi
compromiso llegaba hasta allí. Ellos habían encontrado dos
amiguitas con las que bien podían compartir los futuros gastos de lo
que restaba del viaje, yo rescindía el contrato.
Hubo
una reunión agria que se llevó con el mismo ritmo y vocabulario con
el que se discutía el último artículo de la prensa del Partido
sobre “nuestros compañeros de viaje comunistas”. Y nunca mejor
dicho: eran mis compañeros de viaje con los que esta sección de la
Internacional, que yo sola componía, quería romper. Las nuevas
amigas de Gilles y Jacques permanecieron al margen. Supongo que
creían que el problema eran ellas, cuando en realidad las había
visto como mi posible salvación. Muriel, enfurruñada, decía que si
yo me iba ella también se volvía a París. Aquello era una nueva
deserción que llevaba a la catástrofe, pues las holandesas de la
discoteca no tenían ninguna intención de viajar a París con Gilles
y Jacques, y además tenían coche propio. De pronto me sentí
prisionera de un pacto que no quería cumplir.
Después
de aquel cónclave supe que mis compañeros de viaje serían
inflexibles, yo había aceptado un plan que contemplaba cuatro
pasajeros en un viaje, ida y vuelta, de París a Grecia, y no podía
desligarme.
Y
así, me debatía entre una ética de inexperta militante y el
descubrimiento de que yo también podía imaginar el placer de mi
cuerpo en tierras de Italia, por ejemplo, aprendiendo a nadar y a
mirar el cielo junto a mi nueva amiga.
Busqué
a Carmen y nos paseamos por la playa, me hablaba de su vida en
Barcelona, del festival de rock de Canet de Mar, del pueblo donde
había nacido y de las calles del Pueblo Seco, el barrio de Barcelona
donde vivía. Yo le explicaba mi trabajo en París, donde era la au
pair
de un perro. A cambio de su cuidado y atención me daban una
habitación en una sexta planta; también recordé para ella mi
infancia en mi barrio de Floresta Sur, pasando el Puente Lacarra.
Charlando,
llegamos a una cala donde había fondeado, a muy pocos metros, un
pequeño yate y sobre la arena una tumbona en la que yacía una
mujer. Nos echamos allí, entreteniéndonos largo tiempo en imaginar
planes para dejar colgados a mis compañeros de viaje. Las holandesas
eran una solución, lástima que tuvieran un coche que habían
llevado con ellas a la isla. ¿Y si pinchábamos las ruedas o
echábamos arena en el motor? Pero sobraba Muriel, ¿dónde ubicarla?
En el coche de Gilles y Jacques sólo había lugar para cuatro.
Entonces, la cuestión era conseguir una pareja a Muriel, punto
bastante difícil a resolver teniendo en cuenta lo poco dada que era
a dejarse llevar por los sentimientos. Al fin, decidimos que las
cosas se irían solucionando solas.
Cerramos
los ojos y nos dedicamos sólo a sentir el sol y la brisa sobre
nuestros cuerpos. Todo era silencio y calma, el tiempo se había
detenido en la quietud del paisaje aunque sabíamos que la mujer de
la tumbona continuaba allí. No sé cuánto
estuvimos ensoñadas, hasta que sentimos los pasos de alguien sobre
la arena. Vimos a un hombre con chaqueta blanca que se acercaba a la
mujer con una bandeja sobre la que se sostenía una copa. Ella se
incorporó, y entonces la vimos en todo su esplendor. Era una mujer
mayor, casi anciana, si ese término podía aplicarse a aquel
personaje de piernas larguísimas que sostenían un torso moldeado
por un bañador a rayas horizontales. El hombre dejó la copa sobre
una especie de mesita que se prolongaba desde la tumbona y extendió
el albornoz que hasta entonces había descansado a los pies de la
antigua diosa, cuyo cuerpo de jirafa con turbante y gafas de sol se
inclinó levemente para encajarse en la vestimenta que le ofrecían.
Por un momento uno de sus hombros quedó nuevamente descubierto al
deslizarse la prenda y vimos cómo ese hombre que creímos un
sirviente ensayaba un acercamiento con sus labios a ese trozo de piel
ofrecido por el azar. Acercamiento que la mujer desaprobó con un
cierto fastidio. Entonces le dio la espalda y se marchó hacia el
mismo lugar de donde había surgido aquel hombre, quien la siguió a
una prudente distancia. Allí, a unos pocos metros, detrás de unos
setos que la ocultaban, vimos una casa magnífica -en la que no
habíamos reparado-, precedida por un jardín.
-¡Es
Greta Garbo! -le dije a Carmen.
¿Tú
creés?
-Seguro
que es ella. La reconocería aunque fuese disfrazada. Ese andar de
animal de las sabanas, sus largas piernas, la manera en cómo encogió
los hombros para ponerse de pié, su perfil.
Estaba
segura de
que
habíamos espiado la intimidad de la diva. En un segundo ella se nos
había mostrado, representando una escena de su propia película.
Ese
día recorrimos con Carmen toda la isla, y así supe que el núcleo
de población había sido construido varias veces y en distintos
enclaves, pues terremotos, en épocas diversas, lo habían destruido
en más de una ocasión.
Subimos las colinas rocosas, cubiertas de vegetación reseca, y nos
detuvimos, varias veces, a desenterrar restos de cristales y trozos
de cerámica con el rastro del tiempo en su superficie. Deshechos de
la vida humana que había comenzado y desaparecido, para después
renacer en otro punto, allá abajo, donde veíamos las casitas
blancas mostrando sus terrazas con ropa secándose al “Orea,
orea”.
Allí encontré el fondo
partido de lo que podía haber sido un platito. Era
esmaltado en blanco con un dibujo, parecía una cabeza con el esquema
de unos brazos extendidos hacia un pequeño círculo amarillo.
-
Es un mensaje -le dije a Carmen, y lo guardé en un bolsillo.
Cuando
el sol comenzó a bajar nos dimos cuenta de
que
habíamos ido en dirección contraria al lugar donde estaba la parte
habitada de la isla. Reímos mucho pensando que si de verdad nos
perdíamos se solucionaba mi problema con los franceses. Pero pasó
una camioneta que paramos y nos llevó al pueblo. Allí, Gilles y
Jacques se habían movilizado para buscarnos ayudados por turistas y
lugareños, quienes al vernos nos recibieron entre alegres y
regañones.
Las
holandesas habían marchado, y nuevamente éramos cuatro. En dos días
volveríamos otra vez a Patras. Al día siguiente, Carmen subiría al
barco que la llevaría al continente, y yo no me decidía a romper
del todo y seguir el libre fluir de mis deseos.
Nos
quedamos con mi nueva amiga charlando hasta el amanecer, y me di
cuenta de
lo
mucho que se necesita hablar en el idioma propio. Eran chorros de
frases que, durante los tres días de nuestro encuentro, se habían
desparramado entre nosotras. Los franceses, admirados ante nuestra
cómplice locuacidad, no podían entender cómo dos desconocidas
tenían tanto que contarse. Decidimos que al otro día, antes de que
Carmen marchara, volveríamos a la cala de Greta Garbo.
Con
los primeros rayos de luz llegábamos a la pequeña playa que
ocultaba, de eso ya no cabía duda, uno de los misterios de la
mitología cinematográfica. El yate de la diva seguía varado en la
playa, y aparentaba estar vacío. Esta vez nos detuvimos ante la casa
escondida detrás de los arbustos. Era de líneas simples, pero con
amplios ventanales de cristal que cerraban oscuras cortinas azules.
El pequeño y cuidado jardín estaba salpicado de exuberantes adelfas
multicolores. Nos estiramos en la arena esperando que algo ocurriera,
teníamos unas cuantas horas por delante antes de que el barco -al
que finalmente Carmen sola
debía subir- zarpase.
Acariciadas
por el sol, y con las olas lamiendo nuestros pies, planeamos un
encuentro en Barcelona para el próximo otoño, en Todos
los Santos.
Yo conocería la calle del Rosal, en el Pueblo Seco, pasearíamos por
las Ramblas y después nos iríamos a la Plaza Real.
La
mujer apareció cuando el sol ya picaba, envuelta en una especie de
sari de color oscuro con dibujos dorados. Detrás de ella, su fiel
servidor llevaba la tumbona que desplegó para que ella acomodara sus
carnes bellamente envejecidas. Con la sensualidad de una Salomé se
quitó el velo, descubriendo un nuevo bañador, esta vez negro. Dejó
a un lado las sandalias de charol y aquel hombre acomodó sobre un
almohadón sus pies, acariciándolos. Ella echó la cabeza hacia
atrás y se quedó inmóvil, mientras él volvía hacia la casa.
-Quizás,
detrás de sus gafas de sol pasan escenas de sus películas, como
pensamientos visibles -dije yo.
-Quizá
sólo goza del aire y del sol y vive intensamente el presente -me
contestó Carmen.
Este maravilloso relato me trae recuerdos de una mujer reconfortante, alegre, entusiasta y dulce...tambi me recuerda momentos que añoro.
ResponderEliminarBesotes
Marta
Querida Elsa:
ResponderEliminarMe ha interesado mucho el relato de las vacaciones con los camaradas. Supongo que es de carácter autobiográfico por lo que sé de ti. Esas vacaciones planificadas como si se tratase de de un plan quinquenal son una excelente metáfora de la rigidez, la inmadurez, la misoginia, etc. que reinaba en nuestros medios de la izquierda. Situar a los personajes de vacaciones me parece mucho más efectivo y divertido que intentar retratarlos en sus tareas, propias de la política, Muestra, entre otras cosas, que el compromiso político puede ser la expresión,de algo más profundo, aquello que da forma a la afirmación del yo -con todos los vicios ya incorporados-,sobre todo en la juventud. El personaje de Muriel, con su pasotismo o fatalismo, que va de camarada, y de viaje, porque le ha tocado, por hacer algo, es también curioso. Y la protagonista en medio, intentando escapar, disfrutar de la libertad de una manera más auténtica... En fin, te felicito. De paso, me he enterado de que ha salido tu otra novela. Ya sabes que tu productividad me tiene admirada. Me he enterado tarde porque mi ordenador ha tenido la iniciativa (yo no soy consciente de haberle dado una orden en ese sentido) de situar tus mails en el apartado de correo basura. ¿Será gilipollas la máquina?
Mercedes