Elsa
Plaza
Tocan
a Chopin, serias, nunca sonríen, con sus pianos eléctricos y el
amplificador a un lado. Ahora son dos, que se turnan. Son tan
parecidas, aunque hubo una primera con un teclado muy sencillo que
ocultaba, con su sonido de plástico, la habilidad que demostró con
el nuevo. Ya no se acompaña con el chimpúm de fondo que
utilizaba antes y desmerecía la ejecución. Suenan las teclas en un
solo virtuoso, que surge de la suave caricia, casi vuelo, sobre la
sonrisa amarga que imitan las teclas, a modo de compensación del
hieratismo de las ejecutantes. Vestidas con la austeridad de una
portera de monasterio, sus caras redondas y muy blancas, enmarcadas
por el cabello castaño que recogen, pulcras, en un rodete que llevan
hacia la nuca. No miran a los viajeros que pasan a su lado, y nunca
he visto a nadie que se detenga a escucharlas, ni que hable con
ellas. A ellas tampoco se las ve dispuestas a decir nada.
Concentradas en el devenir de sus manos y, quizás, en la música con
la que rocían el pasillo del metro. Aquel que comunica, en la
estación Maragall, el sofocante andén de la línea amarilla con el
más vital de la línea azul. Allí, un mendigo, como escapado de una
pintura de Brueghel, se acoda contra una muleta de madera y extiende
un vaso de cartón ante los viajeros que pasan de prisa para no
perder el metro, que abre sus puertas para tragarlos y desparecer.
Pero
las pianistas son ajenas al ritmo de ese tiempo subterráneo marcado
por el minutero que anuncia la entrada de los trenes. ¿En qué
piensan las pianistas de la línea amarilla del metro? Como diseñadas
para vivir esos únicos momentos en los que aparecen con sus carritos
de la compra, donde transportan su arte. Para luego, parsimoniosas,
instalarse en su espacio reservado para usos musicales que el
transporte metropolitano de Barcelona ha diseñado para tal fin.
Extraen del carro, en orden minucioso, cada uno de los artefactos
necesarios para convertirse en las pianistas del metro. Sobre el
mínimo banquito, que previamente han desplegado, acomodan
prolijamente sus faldas antes de sentarse -nunca llevan pantalones-,
y ocupar su lugar detrás del piano. Con la espalda perfectamente
erguida, tocan a Chopin, a Schumann, siempre los románticos, pero
sin cerrar los ojos, ni elevar las manos con gestos expresivos, como
suelen hacer otros pianistas.
¿Qué
hay antes de esos momentos, o después de ellos, cuando regresan por
donde llegaron? ¿Hacia dónde regresan? Tan transparentes de aspecto
y tan compactas en su pasado o su futuro. ¿Son dos (o tres)? Las
puedo evocar, vestidas de invierno, bajando por una calle de Bucarest
cubierta de nieve, camino del conservatorio de música. De eso hace
ya tanto tiempo que la imagen, en sus mentes, quedó casi borrada.
Quizás es ese mismo pasado, que ellas sienten tan lejano, el que las
hace tan solo presentes allí, en ese rincón del metro contra la
pared de azulejos. Sin una sonrisa, sin más sueños que el que les
presta un nocturno de Chopin.
Pero
hubo una excepción. Hace un tiempo, una de las dos (o tres), quizás
la mayor de ellas, la más transparente de todas, esbozó un gesto,
una sonrisa, a un perro enorme que llevaba atado el segurata
del metro. Le sonrió, fijando su mirada al hocico que el perro tenía
encerrado detrás de una especie de jaula. Inclinó su cara ante él
y sus labios se alzaron hacia las comisuras. Y el perro le sostuvo la
mirada; sus ojos entristecidos de animal atado parecieron querer
comunicarle algo.
Luego
de unos días, volví a interceptar otro gesto cómplice entre ellos.
Cuando el perro pasó a su lado, prisionero de la tensa correa que
retenía su amo, ella extendió el pié por debajo del piano
eléctrico y rozó suavemente su barriga. El animal entonces exhaló
un leve gemido, apenas audible. Y en sus ojos perrunos se adivinó la
intensidad de un afecto que acababa de nacer. Entonces ella atacó un
allegretto, mientras el perro
continuaba su camino, bien sujeto a la correa, pero esta vez iba
agitando, acompasadamente, su cola.
Foto: Carlos Barajas |
No
me cabe duda de las señales que se fueron intercambiando durante
días, o quizás meses. Hasta que llegó el momento en el que al
pasar junto a la pianista, creo la mayor de todas, el perro se quedó
plantado. La miraba de frente; su amo quiso seguir el camino hacia la
escalera mecánica y estiró de la cuerda, pero fue inútil. Ella
entonces comenzó a tocar haciendo, por primera vez, muchos gestos.
Levantaba los codos, cerraba los ojos y acentuaba exageradamente los
acordes.
Y
el segurata estiraba al mismo ritmo la cuerda, hasta que se
dejó vencer por un conmovedor vals triste. Y lo vi seguir solo su
camino hacia la escalera mecánica, con una lágrima rodando por sus
mejillas y la correa del perro entre sus manos. Entonces vi a la
pianista, por primera vez, dejar el marco de la pared de azulejos,
donde se recortaba su figura erguida de pianista y, acercándose al
perro echado a sus lado, abrir la especie de jaula que le mantenía
encerrado el hocico.
Barcelona
/ Armilla septiembre, 2016
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