Me
acostumbro ya a esta Europa que levanta barreras. Hasta hace un año,
acceder al tren que recorre el puente de Oresund, que conecta
Dinamarca y Suecia, era un hecho sin incidentes a destacar. Consistía
en hacer el viaje que nos llevaba desde Copenhagen a Malmö sin
conciencia, casi, de que íbamos a atravesar una frontera entre
países. Sólo requería la alerta de no confundirnos y sentarnos en
el vagón equivocado, uno de aquellos que se quedan en Kristeanstad;
y entonces, quedarnos allí, detenidos en una vía muerta, o que nos
condujeran de regreso hacia Dinamarca. Aprender que un mismo tren
tiene dos destinos diferentes y saber elegir el que nos corresponde,
como en la vida misma. Así, los ferrocarriles escandinavos
repetirían la vida, siempre una elección, y ésta ha de ser la
acertada; de otro modo… nunca se sabe. Pero, desde el año pasado,
la policía controla a los pasajeros que suben al tren en la misma
estación de Copenhagen. Aunque ya en estos últimos años se iba
notando mayor vigilancia. Por ejemplo, en ocasiones, había visto a
la policía irrumpir en el vagón, con el tren ya en marcha. Y, con
su porte marcial de amargas reminiscencias (tan altos y altas; tan
rubios y rubias; tan severos en sus gestos y miradas), pedir
documentos y examinar a los pasajeros, comparando fisonomías y fotos
de carnets y pasaportes. Sobre todo a los que exhibíamos nuestra
evidente pinta no escandinava. Pero, quizá, ¿desde el verano
pasado?, ha habido otro cambio: todo el anden Copenhagen- Kasturp
está vallado. Vallas metálicas impiden el acceso libre a las
puertas del tren ¿Cual es la empresa, fabricante de vallas para
Europa, que se forra con el sembradío de más y más barreras? Junto
a ellas policías, en grupo de cuatro o cinco, son los encargados de
dar paso, previo control del que es imposible hurtarse. Recordé un
miedo lejano, cuando regresaba desde Francia, a donde íbamos
periódicamente a surtirnos de anticonceptivos prohibidos en España,
y debía atravesar la frontera de Port Bou. Miedo de que descubrieran
mi permiso de residencia vencido… los no españoles a un lado, y
allí... despacito, haciéndome invisible, seguir camino disimulando.
Entonces quizás se podía hacer. Hoy sería imposible.
Mi
documento lo inspeccionó, con gran seriedad, una mujer policía
corpulenta y bien pasada la cincuentena. La igualdad en los derechos
laborales tiene esos inconvenientes éticos, hay trabajos que son
odiosos y no deseables para nadie. Pero es notable por aquí la
equidad laboral. Mujeres mayores de cincuenta años y de aspectos
variados: entradas en carnes o delgadas, vestidas informales o
elegantes, con tacones o con zapatos bajos, ocupan todo tipos de
puestos: llevan trenes, son jefas de estación, presentan las
noticias en la tele, dan el parte del tiempo o dirigen programas
periodísticos (impensable en la tele española donde ser mujer y
hacerse mayor ante las cámaras sólo se le permite a Mercedes Milá,
o a alguna semejante, que sabe extraer barr de las vida de cualquier
garrulo que se preste a llorar ante las cámaras).
Pasado
el puente, el tren se detuvo. Largos minutos de espera y la respuesta
la vemos aparecer desde la puerta del vagón vecino: otra vez la
presencia policial. Esta vez son tres, acompañados de un perrito
juguetón. Me sorprende el animalito que no concuerda con el aspecto
de los uniformados, parece una broma, como si en vez de armas de
fuego llevaran una varita mágica con una estrella en la punta. Una
especie de peluche que va tironeando de la correa y los adelanta,
moviendo la cola. Más bien pequeño, blanco con manchas marrones,
cara simpática y morro respingón que desliza por el suelo del vagón
con alegría infantil. Hasta que tropieza con la maleta que yo guardé
bajo el asiento. “¿Es suya la maleta?” Me interroga una mujer
policía, esta parecida a Charlize Theron. Sí, respondo, y previo
paso por el morro del perrito, la maleta es absuelta de toda
sospecha. Esta vez no son las personas las que interesan: ¿serán
armas, explosivos, drogas...?
El tren de Kasturp a Karlskrona |
La
escena me reafirma en la evidencia de que, en este último año, los
habitantes de Europa vivimos obsesionados por amenazas de toda
índole, ante las que hace falta blindarse. Pero, hace unos días, en
Francia, un adolescente disparó contra sus propios compañeros en un
instituto de secundaria. Creamos psicópatas, nos gobiernan ellos,
dirigen empresas y son modelos de éxito empresarial. ¿Cómo
blindarse ante la enfermedad mental del siglo? Si sus síntomas son
exaltados como atributos necesarios para labrarse un espacio en el
mundo empresarial: la falta de empatía hacia el prójimo, tan
necesaria para convertirse en un buen competidor o para hacer de toda
desgracia una oportunidad de apertura de un nuevo mercado. Así, la
agresividad es un don apreciable y necesario, y ello se enseña en
las clases de marketing, se muestra en los juegos, domina las
relaciones entre famosos de pacotilla, se exhibe en las redes...
Uf!!!, uf!!!! Me sofoco. Y regreso al vagón del tren que me lleva a
Karlskrona. El día ya se hace largo, y siendo más de las cinco,
desde el tren, aún se divisa el campo. Es el mes de marzo y aunque
el invierno perdura no hay nieve, y unos tímidos brotes van asomando
sobre los campos de cultivo. Los árboles siguen desnudos, tendiendo
sus brazos negros contra el cielo gris. Sólo los pinos insisten en
su siempre eterno verdor.
De
pie en el pasillo, una mujer me dice algo en sueco y me muestra un
papel impreso. Entiendo que quiere que le deje mi plaza del lado de
la ventanilla; me corrobora la evidencia mi compañero de asiento. Me
lo explica en inglés; con mi inglés elemental le digo que por qué,
si en mi billete no se me otorga plaza fija, la mujer sí la tiene y
es justamente la mía. Me responde que se paga para tener plaza
preferente, se hace reserva desde internet. Me pongo de pie para
dejarle mi “plaza preferente”. El hombre, amablemente, me dice
que es él el que se va, y me deja su lugar del lado del pasillo. La
mujer se sienta, tos acatarrada, mira ávida hacia la ventanilla que
es solo suya, trata de engullirse el paisaje, gris y plano, de
Scania.
Scania, allí donde ocurren las novelas de Henning Mankel |
Allí,
donde ocurren las novelas de Henning Mankel. Un paisaje rural, con
ciudades pequeñas, casas de cuentos de Navidad, de madera con
ventanas iluminadas y visillos que dejan ver el interior (nunca hay
nadie, a pesar de mi insistencia en la búsqueda de un signo de vida
humana). Los pasajeros silenciosos suben y bajan, solo un extranjero
se atreve a mantener una charla, a voz en cuello, con su móvil.
Repite, una y otra vez, como en una famosa canción de Bolliwood:
¡Halló!, ¡Halló!... ¡halló!, ¡halló!, y estoy a punto de
ponerme de pie y hacer el saltito que me enseñaron en clase de
zumba:
mano izquierda sosteniendo codo derecho, mano derecha girando con el
dedo índice extendido hacia la oreja...., paso a la derecha, paso a
la izquierda cambiando de mano.
Dirijo
mi mirada hacia el pasillo, para no interceder en el ángulo de
visión privatizado por la pasajera acatarrada, y tropiezo con un
primer plano de manos que se mueven con habilidad y precisión.
Acaban en uñas aguileñas, larguísimas y de color fucsia, no son
postizas, se nota que crecen desde la carne de esas manos regordetas,
blancas y bien hidratadas que se afanan con una labor de aguja, es un
cuellito de lana multicolor. Las manos de la pasajera me llevan a las
manitas de cerdo, las que solían exhibirse en las carnicerías sobre
platos de metal, mi madre las servía con ajo y perejil picados. Y
esa relación caníbal de mi pensamiento se encadena con las uñas
lacadas en rojo de mi abuela que, de niña, yo intentaba morder; mi
abuela, ante mi gesto, apartaba mi carita con la mano que tenía
libre, y no me decía nada, como si mi intención no tuviera ninguna
importancia.
Karlskrona
Amanece
en Karlskrona, y a pesar del calor seco y sofocante de la habitación
donde paso estos días, sé que afuera hará frio. Los 8 o 9 º C de
temperatura, que unos números insistentes señalan sobre la pared de
un edificio, indican que el frío no es intenso, pero sé que el
viento hará que nosotros, peatones, caminemos ajustándonos cuellos
y bufandas. No hay nieve, invierno eran los de antes, me dicen,
cuando para salir de casa teníamos que hacerlo provistos de una pala
para hacernos camino. La práctica del verso de Machado: caminante
no hay camino,
se hacía cotidiano. Silenciosa Karlskrona, de acento lánguido y
palabras entrecortadas y suspirosas. Cantan mucho cuando hablan estos
suecos de Blekinge, tanto que el intentar imitar el sonido de sus
palabras es un difícil ejercicio de rítmica sincopada y de muecas
con los labios. Pronunciar sus vocales para que suenen inteligibles
al chófer del autobús, cuando pido un billete hasta Öljersjö,
necesita de largo entreno previo.
Karlskrona desde la ventana de la habitación |
En
la Landsvägrg está el local de la Cruz Roja, Röda Korset, en cuyo
umbral yace una estrella de bronce con una de sus puntas heridas por
las pisadas del uso, donde se inscribe el nombre de lo que en un
tiempo fuera una hamburguesería. Ahora el local es sede de los
despojos de las casas que se desmontan y donde se puede adquirir todo
lo que dejan los muertos tras de sí, o de los vivos que deciden
nuevos rumbos y se deshacen de los objetos que ya no desean. Allí
paso largas horas, miro bordados en punto de cruz, cortinas o
manteles delicadamente decorados con los colores de la región de
Blekinge: rosa y azul, para flores y cenefas; tapices con temas
populares, cañamazos de lino, vestidos muy usados y muy lavados
cuelgan lacios, muebles, artefactos eléctricos, lámparas. Biblias o
misales lujosamente encuadernados y con el nombre del o la
propietaria en la primera página. Un nombre escrito con pluma y
tinta, y ese tipo de letra antigua, de los que han aprendido
caligrafía o de quienes apenas saben escribir, letras que ya nadie
tiene. A veces, a ese primer nombre se suceden otros, de caligrafía
diferente, más instruida. Así, aquellos libros religiosos se
amontonan en uno de los estantes del local. Me tienta la idea de
comprar algún ejemplar, sobre todo me atraen esos que contienen
largas listas de nombres y fechas de nacimientos y muertes que
ocurrieron en el siglo XIX y atravesaron el XX, para después
perderse en el olvido, y que explica la historia de una familia que,
de pronto, dejó de tener herederos para su fe. Pero me digo que
excederían el peso permitido para mi equipaje, y, además, qué
haría con ellos, si no sé ni leer en sueco. Y después de
acariciarlos, los devuelvo a su rincón: Y
herida como un sable de remate ves llorar la Biblia contra un
calefón,
como decía Discépolo. Siglo XXI.... sigue siendo Cambalache.
Unos
metros antes de llegar al local de la Cruz Roja, en esa misma calle
(una de las más desoladas de Karlskrona), hay una peluquería, y al
lado, un local que exhibe objetos de arte y artesanía “realizados
a mano”, como puede leerse en letras escritas sobre el cristal del
escaparate. Es una incógnita la persistencia (sobrevive desde hace
años) de un comercio de estas características, donde se vende lo
que a pocos pasos se paga veinte veces menos. Porque lo que allí
ofrecen es lo mismo que podemos encontrar en la Cruz Roja. Al menos,
es lo que adivino si me valgo de lo que se exhibe en el escaparate,
cuyo contenido permanece inalterado desde hace cerca de 4 años.
Allí, el tiempo va dejando apenas una huella sutil, es la de la luz
solar que va destiñendo el paisaje que se yergue sobre todos los
demás objetos amontonados. Se trata de
un
grabado, a color, de un artista de la región, informa una etiqueta,
donde se agrega el precio: 3000 coronas (unos 300 €). A sus pies,
un rey sapo coronado, de cerámica, ríe de la pretensión y lo
acompaña otro sapo, ¿jefe de su guardia real?, más grande y que
aprisiona un arma larga entre sus brazos; el Buda de porcelana gris
ya no ríe, sino que se parte de risa, y su enorme barriga tiembla en
la carcajada. Otro cuadro, este pintado al óleo con mucho azul,
quizás una marina malograda, se ofrece a un precio extraordinario…
Intento mirar hacia el interior de la tienda, pero dentro nunca hay
luz. Sobre la puerta, una nota escrita a mano informa a los
interesados dirigirse a la peluquería de al lado.
HERR FRISÖR (peluquería de caballeros). La peluquería y el peluquero tienen sus rituales y su estricto horario, de 9 a 16 hs., siendo que de 12.30 a 13.30 cierra por LUNCH. Todos los días laborables el peluquero, un anciano muy alto, aunque sus muchos años le hayan encorvado la espalda, planta, sobre el frente de la peluquería, el palo de madera que sostiene la bandera sueca. Aquella es la señal de su presencia en el local. Y, puntualmente, a las 4 de la tarde, recoge la bandera. Creo que sólo una vez le vi atender a un cliente (o quizás haya sido sólo un sueño). Permanece allí, sentado en un sillón, el cuerpo inclinado, los brazos apoyados sobre las piernas, apenas adivino su gesto en la oscuridad del interior del local. ¿Qué piensa mientras deja pasar las horas ? ¿Qué piensa el peluquero y comerciante de antigüedades? ¿Cree aún que el negocio puede remontar, algún día?
HERR FRISÖR (peluquería de caballeros). La peluquería y el peluquero tienen sus rituales y su estricto horario, de 9 a 16 hs., siendo que de 12.30 a 13.30 cierra por LUNCH. Todos los días laborables el peluquero, un anciano muy alto, aunque sus muchos años le hayan encorvado la espalda, planta, sobre el frente de la peluquería, el palo de madera que sostiene la bandera sueca. Aquella es la señal de su presencia en el local. Y, puntualmente, a las 4 de la tarde, recoge la bandera. Creo que sólo una vez le vi atender a un cliente (o quizás haya sido sólo un sueño). Permanece allí, sentado en un sillón, el cuerpo inclinado, los brazos apoyados sobre las piernas, apenas adivino su gesto en la oscuridad del interior del local. ¿Qué piensa mientras deja pasar las horas ? ¿Qué piensa el peluquero y comerciante de antigüedades? ¿Cree aún que el negocio puede remontar, algún día?
El
local de los objetos “hechos a mano” es un anexo a su profesión
principal, la de peluquero, puesto que es en la peluquería donde
pasa todas las horas laborables. ¿Cómo se le ocurrió abrir ese
otro local? ¿Es él mismo quien realiza alguna de las obras que
exhibe? ¿Es un lugar donde amontona lo que va encontrando, o donde
viejos artistas locales depositan sus obras, con la misma esperanza
de que alguien aprecie lo que ofrecen? Imagino para él una soledad
de viudo o divorciado, de desayuno en una cocina atestada de objetos
y escasa de comestibles, sorbiendo el café con mucho ruido, como
suelen hacerlo los suecos campesinos, y untando con gruesos trozos de
mantequilla una rebanada de pan oscuro. Con su andar encorvado va
hacia la puerta, antes de abrirla se calza las botas y el abrigo que
cuelgan de un perchero oscuro de madera. Y sale a la calle, como
todos los días, va hacia su peluquería donde lo espera la bandera
que debe hacer ondear para explicar, a todo el que pasa, que aún
resiste .
En
este, mi último viaje, encontré la peluquería cerrada. En
la puerta había una pequeña nota escrita con letra temblorosa y
envejecida, en ella se anunciaba que la peluquería permanecería
cerrada hasta el jueves, y firmaba con su nombre: Hans.
Pensé que quizás Hans ya no volvería, que, tal como denotaba su
escritura, estaba ya muy viejo y el temblor era un síntoma de alguna
enfermedad que lo habría llevado al hospital. Pero no, el peluquero
estaba allí el jueves anunciado, y sentí un cierto alivio al verlo,
porque con su presencia continuaba mi propio tiempo en aquella
ciudad. Mi madre seguía viva, Hans volvía a la peluquería, el
local de la Cruz Roja estaba en el mismo lugar y la pintura
continuaba destiñéndose en el escaparate. Y yo, yendo y viniendo
por aquella callecita gris de Karlskrona, con un único árbol que la
precede, de ancho tronco y de melena greñuda, como leñosa Lady
Godiva. ¿Hasta cuándo? Es todo tan frágil, como la salud de Hans.
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