Tercera epifanía
Ahora
ya no regreso del trabajo, porque desde hace casi un año estoy en
paro. Pero, a veces, como recuerdo de aquella época, las encuentro,
otra vez, en la Sagrera. Ellas siguen utilizando los pasillos del
metro para que no perdamos la esperanza. Ayer reconocí a una,
compartíamos el mismo vagón, pero sólo la percibí cuando se abrió
la puerta en la Sagrera y se precipitó hacia el andén. Y
allí abrazó a otra, diosa como ella, pequeña, redondita, de carnes
oscuras y apretadas que rebosaban
el ajuste del sostén y se marcaban un pliegue generoso alrededor de
la cintura, reblados por el tejido transparente, verde atómico, de
la túnica. Las dos llevaban las piernas de balaustradas
renacentistas enfundadas en una malla elástica negra, como dos
bailarinas que representaban sus propios papeles: el de las deidades
femeninas de la estación de metro de la Sagrera. El abrazo confundió
sus cuerpos, y yo espié la felicidad del encuentro del que brotaron
chispitas de luz (luciérnagas del sur) que se dispersaban hacia el
cielo cubierto del andén. Caras de luna llena, de cabello oscuro y
lacio que las enmarcaba.
¿De
qué batalla por la vida estaban de regreso? ¿Qué fue del tiempo
que las separó? Hijos, nacidos de sus amoríos con mortales, que
dejaron del otro lado
del
mundo porque de este sus presencias son imprescindibles. Guardianes
de los hogares de viejas y viejos solitarios, de adolescentes que
empujan sobre tronos de ruedas, de tullidos que sonríen ante la
luminosidad de sus caricias. Un sábado más, y bajan del altar
doméstico para habitar entre nosotras, indolentes pasajeras del
metro, donde su manifestación pasa desapercibida. Una junto a la
otra, acomodando, con gesto seguro, la correa del bolso sobre el
hombro; bamboleando sus generosas caderas, las vi perderse, buscando
la escalera hacia la calle: subida desde el submundo- subterráneo,
en donde reinan, hacia la simple mortalidad del fin de semana. Un
café compartido para explicarse sus viajes del verano, los milagros
que llevaron a sus tierras de origen; después, el parque para
caminar, y al crepúsculo la confesión más íntima, la duda de toda
las diosa, el deseo, tal vez, de probar más seguido el gusto
callejero de la mortalidad. Sábado de Gloria para las diosas.
Mientras tanto, en el
andén, caminaba solitaria la continuidad de la estirpe. Erguida,
perfil de África en todo su esplendor, descendió, desde el enlace
de la línea roja, envuelta en paños estampados, su cabeza ceñida
por un turbante que se repetía en colores. Los labios como flor
carnosa y prieta, silente, la mirada perdida. Un chal blanco, de
lentejuelas, marcaba el límite preciso entre ella y quienes pasaban
a su lado. Es esta, pensé, inalcanzable, una Atenea nunca
familiarmente humana. A su lado, las otras, guardianas de los
hogares, cumplen el papel de juguetonas intermediarias, encargadas de
darle a conocer los deseos de la gente común. Ella, la hierática
Atenea africana, conduce los destinos, implacable; y se le notaba,
pues apenas rozaba con los pies el pavimento del metro. Deslizándose
sutil, haciéndose la diosa mientras espiaba de reojo. Es ella quien
niega o afirma el porvenir inmediato de todos los viajeros, que
ignoran tanto poder.
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