Espero
un tren en el andén de Paseo de Gracia y oigo que desde los
altavoces advierten que está prohibido atravesar las vías. Una
advertencia que llevo años escuchando
distraídamente... pero esta vez me sorprende, aunque quizá ya hace
meses que el cambio se produjo y yo no lo había advertido..., desde
el altavoz no se refieren a mí, a tod@s l@s que estamos esperando
allí el próximo tren, como “señores pasajeros”, sino como
“señores clientes
“. La poesía del tránsito sustituida por la economía del
mercado. Y, de inmediato, recordé la novela de Italo Calvino:
Si una noche de invierno un viajero...
¿Debería llamarse, ahora:
Si una noche de invierno un cliente?
¿Trataría, entonces, de un iracundo cliente estafado por un mal
servicio de telefonía, de suministro de electricidad u otros? No,
claro, el cliente ideal es el que gasta y no se queja. ¿Un cliente
que compra un billete en Ave, clase preferencial? ¿Un cliente de un
prostíbulo en la Jonquera? Siempre masculino, el cliente lo
imaginamos comprando servicios, no importa de qué tipo, pero siempre
gastando, la mano en el bolsillo, la billetera o la tarjeta de
crédito. Siempre, el cliente evoca la inmediatez de una compra. El
pasajero, que ha dejado de existir para Renfe (¡Oh, gestores de los
servicios públicos que invaden y anulan, con sus planes de eficacia,
hasta el espacio de nuestros sueños!) lo anunciaban como un hombre
también, pero la libertad adquirida en las últimas décadas nos ha
permitido, a las ensoñadoras féminas, aventurarnos en el viaje
solitario...Y apenas decían señores pasajeros, ya nos
transformábamos en pasajeras y nos dejábamos transportar por la
niebla fecunda que envolvía
la silueta despedida desde el altavoz. El viaje a lo desconocido
comenzaba, valija en mano, no con rueditas -el ruido de éstas, al
deslizarse sobre las imperfecciones de la calle, entorpece el hilo
del pensamiento que divaga. Una bufanda roja al cuello protege a la
pasajera de la humedad de la noche. Porque ella llega a una estación
cualquiera, pero siempre de noche, y se dirige hacia una pensión
barata, donde nunca estuvo antes. La calle que recorre está
iluminada por una luz amarillenta, que llega desde un farol mecido
por la brisa nocturna. Las gotas de humedad brillan sobre la acera.
La pasajera les dedica un pensamiento, a la semejanza de las gotas de
humedad con las gemas de un cristal de roca, donde subsisten y bailan
arco iris. Otro pensamiento recorre los brotes que asoman entre las
piedras de los muros, que conforman la escenografía donde la
pasajera, que acaba de descender de un tren de la Renfe, se desliza
para ir en busca de su Historia.
Desprendida
del altavoz del Paseo de Gracia, que la nombraba con insistencia:
“Señores pasajeros... ella y otros: palabras en busca de
significados -sonidos evocadores- dejan el tránsito y van hacia sus
destinos. La condición para que se realice la magia del relato es
que alguien que escucha los recuerde en sus antiguas presencias. La
pasajera, el pasajero, subsistirán aunque hayan sido momentáneamente
suspendidas
por la renovación del lenguaje impuesta por el gestor que cree
-firmemente, porque así lo aprendió en la clase de marketing- que
los clientes benefician y los pasajeros, esa identidad débil y
evocadora (¿o débil por lo evocadora?), sólo puede perjudicar y
dar pérdidas económicas. Precaución: señores pasajeros. Los
clientes se yerguen desde los altavoces de todas las estaciones de la
Renfe, dispuestos a gastar.
La batalla ha comenzado,
silenciosamente, l@s pasajeros clandestin@s nos disponemos a imaginar
viajes, a retornar a la estación de Italo Calvino y rehacer miles
de veces su historia u otras: El tránsito, la perspectiva del
encuentro, la mirada lenta son nuestras armas.
¡VIVAN LOS PASAJEROS, ABAJO LOS
CLIENTES!
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