Karlskrona
( Suecia)
En el
verano del año 2015 escribía, a ratos, en la Biblioteca de
Karlskrona (Suecia) un trabajo sobre una calle del Raval de Barcelona, Sant Antoni de Pàdua, desaparecida bajo la piqueta. Karlskrona,
aparte de su paisaje de ciudad naval a orillas del Báltico, no
ofrece muchas atracciones a alguien que como yo no conduce coche, no
dispone de dinero para gastar en excursiones y no habla ni lee el
sueco. Por lo que paso largas horas en su biblioteca leyendo Le
Monde o El País,
que llegan dos o tres veces por semana, escribiendo o mirando los
libros, en español o en francés, que se encuentran junto a todos los
extranjeros en la planta baja. La biblioteca es un lugar
placentero, inaugurada en el año 1959 su arquitectura, que divide el
espacio en varias plantas, aprovecha toda la escasa luz que el sol
mezquino de los países escandinavos ofrece, y logra alegrar el
espacio y hacerlo acogedor gracias a la madera clara y el diseño de
sus muebles. Los bibliotecarios son correctos y educados, aunque
incapaces de un gesto de reconocimiento o empatía, a pesar de los
seis o siete veranos que llevo pasando por allí. Pero, ya se sabe
el carácter nórdico, digo yo que será eso.
El
trabajo de intentar rehacer la memoria de una calle, o al menos
aproximarme a ella, fue más difícil de lo imaginado, no me gustaba
la redacción que rehacía una y otra vez sin lograr avanzar.
Intentaba dar forma legible a un material diverso compuesto por datos
de archivo, pequeñas notas aparecidas en periódicos y vivencias
personales sueltas e inconexas. Era todo ello los restos de la calle
San Antonio de Pádua, una calle borrada del mapa de Barcelona con
todo lo que una vez contuvo.
Entre
los libros de la planta baja de la biblioteca, aquel verano hallé
unos relatos de Patrick Modiano reunidos con el título de Des
inconnues. En la escritura de Modiano
reconozco “algo” de inquietante y familiar a lo que siempre
deseo regresar. Aunque, creo que en sus obras reescribe una misma
historia vista desde diferentes personajes. Estos siempre a la búsqueda
de un conocimiento que se muestra en escenas sugerentes, en imágenes
borrosas, en lugares que aluden a una vida desaparecida de la que
solo queda apenas un detalle.
En
uno de los relatos de Des inconnues,
una joven estudiante conversa con un excéntrico profesor de
filosofía, acaba de conocerlo en un café que ambos frecuentan. Ella
le comenta que no está cómoda en aquel barrio. Todas las madrugadas
la despierta el particular sonido del trote de unos caballos, que
desfilan bajo la ventana de su habitación. A los animales, y esto
es un descubrimiento reciente, los conducen hacia un matadero que
está por allí cerca. El conocimiento del destino final de las
bestias la obsesiona y la obliga a rodeos absurdos, para evitar
pasar delante del lugar que ocupa un gran espacio. El profesor
admite que aquel barrio es particular. Él ha vivido siempre allí,
al costado de una iglesia que la joven reconoce, aunque admite que
no le había prestado atención. La iglesia es la de San Antonio de
Pádua, le hace notar su interlocutor. Y agrega:
“No podía llamarse de otra manera ¿Usted sabe lo
que se le pide a San Antonio de Pádua? Encontrar los objetos
perdidos. Él me sonrió como si hubiese comprendido que yo había
perdido algo. Yo no había sido nunca supersticiosa, pero, si yo
hubiese sabido a qué servía San Antonio de Pádua, de haber habido
una iglesia con ese nombre en Londres, hubiese ido a rezar para que
me dieran la foto (…)."
La melancólica muchacha del relato había perdido en Londres a su pareja y a la única foto que se hicieron juntos.
Como
la protagonista sin nombre del relato de Modiano comencé a pensar
que, quizás, entre los escombros de la calle
olvidada yo también había perdido algo. Y
recordé que el pedido al santo, tal como me lo explicaron a mí o
como yo lo recuerdo, se hace anudando la punta de un pañuelo, con
el nudo se golpea la palma de la mano mientras se evoca aquello que
se desea hallar. El nudo debe permanecer atado hasta que aparezca el
objeto. Y en caso de hallazgo se debe agradecer al santo entregando
una importante limosna al primer pobre mendicante que encontremos en
la calle.
Mi
vivienda en la calle San Antonio de Pádua fue la primera realmente
mía en Barcelona, cuando ya dejé de pensar que quizás Barcelona
era solo una estación de paso y cada vez que me sentía mal
imaginaba el regreso a la ciudad donde había vivido antes. En el
pequeño piso de la calle San Antonio de Pádua fui colocando cosas
que me gustaban y pinté de colores todo lo que ya estaba y no lo
sentía mío. Allí tuvo su lugar un maniquí de modista encontrado
en la calle y una foto de finales del siglo XIX, encontrada en el
mercado de San Antonio, ¡otra vez San Antonio!, aunque este es el
abad. Es el retrato de una mujer con vestido de época y mirada
clara perdida en la lejanía del tiempo, aquel en la que el flash
sorprendió su imagen y la grabó para que yo la recogiera...
Viví
muchos años en el barrio de la Font d’en Fargas, cuya parroquia
está bajo la advocación de ¡San Antonio de Padua! Y cuando me mudé
a las cercanías de la Plaza Ibiza, al poco tiempo de estar allí
encontré, abandonado a los pies de un contenedor de basura y
asomándose tímidamente desde la envoltura de plástico, donde
discretamente lo habían tratado de ocultar, una talla de madera y
yeso. Representa a un ¡San Antonio de Padua! Imaginé que el cura
de la iglesia (el contenedor estaba detrás de la iglesia), la había
echado a la basura. Y, para desconsagrarla, o sea para quitarle la
santidad a la imagen, y esto es pura conjetura mía, le había
quitado el niño Jesús que siempre acompaña al santo. Así que al
pobre lo habían dejado sin techo y sin compañero. Y mi instinto
materno, siempre dispuesto a aflorar, me impulsó a acogerlo entre
mis brazos y llevarlo a casa. Y aquí lo tengo con su carita de
almendra y sus lacrimosos ojos de cristal.
Mientras
estaba escribiendo mi historia sobre la calle del Raval que lleva el
nombre del santo, hice un viaje a Aveiro en Portugal. Allí lo
reencontré, repetida su imagen sobre todas las alegres barquitas
que atraviesan la ría de la ciudad, se lo ve acompañado de
los peces saltarines con los que, cuenta su leyenda, acostumbraba a
conversar.
Así,
el nombre de la calle olvidada iba apareciendo de maneras diversas y
se construía como una pintura cubista. Recordaba la voz de los
vecinos, que en las tardes de verano subían hasta el
balcón desde la acera y se colaban dentro de casa. El reclamo de los vendedores de
“chocolate”, que lo ofrecían como un sonsonete a los jóvenes
de otros barrios que se aventuraban por allí en busca de hachís.
El hombre rubio y muy delgado, con la cara chupada de fumador
empedernido. El ama de casa, con el sempiterno delantal de cocina,
que lo ofrecía delante del portal donde vivía. Mi madre, de visita
en Barcelona y que nunca había oído hablar de la existencia de algo
que se fuma y se llama hachís pero le dicen “chocolate”, pensó
que vendían chocolate de verdad y tuve que retenerla para que no
fuera a comprarlo, porque imaginaba que era barato, dada la venta
ambulante del producto.
Después
de dos años de dar vueltas con el librito, un día creí que al fin
podía darlo por acabado. Definitivamente sería La
calle olvidada. Sant Antoni de Pàdua en el Distrito V.
Ese mismo día, al subir al metro me llamó la atención una tarjeta
que estaba en el suelo, pensé que se le debía haber caído a alguien.
La recogí, era una estampita con la imagen de San Antonio de Pádua a
todo color. La giré, detrás lleva impreso un calendario del año 2010,
debajo está escrito en letras rojas: La voz
de San Antonio de Pádua y la dirección de
los franciscanos de Sevilla.
La
“sincronicidad ”, a la que el surrealismo dio tanta importancia,
tal vez consista en una especie de eco de nuestras acciones o
pensamientos. Pero, ¿cuál es el gesto, el estado de pensamiento
adecuado, la manera de sentir o vaya a saber qué, aquello que
provoca estos encuentros? Siempre seguiremos ajeno a ello, aunque
continuarán repitiéndose, y otra vez nos sorprenderán.
Granada
En una esquina de la calle San Antón de Granada, unos antiguos portales de hierro permanecen abiertos. Invitan el paso hacia un jardín con canteros y fuentes cantarinas. El edificio es de dos plantas, partido al medio por un cenador cubierto por cristales, accedo por las escaleras de mármol a un comedor de paredes pintadas con colores cálidos. El hotel Oniria parece desierto. Mesas cubiertas de manteles blancos almidonados donde los platos permanecen vacíos y las copas brillantes contienen servilletas dobladas con arte japonés. Me acomodo en un sillón con una novela en mis manos. El tiempo se deshace entre sus páginas, cuando oigo una voz de soprano mezclándose con el arrullo del agua que llega desde el jardín. Ella exclama, ¡¡Ahhh!! , mientras eleva su lamento por la pérdida de un amor que se aleja en una nave… lontano , lontano. Otra voz, ésta de un contratenor, le augura que en los sueños volverá a encontrar el amor perdido.
Sonábula. Maximiliam Pirner. (1878) |
Los
diálogos de la ópera llegan a mis oídos con una nitidez inaudita,
y se confunden con las palabras de la autora de la novela que leo.
Tratan de encuentros entre las brumas de un país oculto detrás de
los párpados de los durmientes. Porque ella, la soprano, dice haber
sacrificado al dios de los sueños su vida diurna, y con los
párpados cerrados vaga por el mundo. Envoltura carnal de un alma
presa en el mundo de los sueños. Allí vive la ilusión del
encuentro con su amado....Torna ragazza....
En la novela, el personaje se pierde en una ciudad, la de su infancia, a la que regresa buscando las claves de un episodio de su vida. Lleva en la mano una guía de los años 50 del siglo pasado y una revista, también de aquella época. En ella, la publicidad de una fábrica de aceiteras que no se derraman le afirma la realidad de aquel suceso. La fábrica de aceiteras estaba contigua a su casa, en la Avenida D. Donde sentada en el escalón que separa la acera de su casa y la de la fábrica, recuerda haber contemplado el desfile de hormigas, que llevaban a cuestas las cáscaras verdes de las semillas de los árboles plantados en la acera.
Pacientes
hormigas negras y grandes que recorrían la calvicie de tierra que
era su camino de hormigas, surco entre la hierba y el zanjón que
bordeaba la calle. Rememora las paredes de la casa, llenas de
grafitos infantiles que proclamaban el amor a los cantantes de moda.
Lontano,
lontano se queja la muchacha de los ojos que
miran hacia adentro, hacia el mundo de los sueños, donde permanece
su amor siempre a punto de embarcarse al lugar donde ella estará
ausente. Pero en el canto aún comparten un mismo tiempo y se dan
citas. En lo alto de un castillo, allí suelen besarse mirando el
atardecer. Es el atardecer que llega con sus destellos rosados a la
habitación donde estoy. Cuando las luces de las lámparas se
encienden, veo, al fin, acercarse al camarero. Va
calzado con zapatillas de torero, lleva una bandeja de plata que
adelanta hacia mí en un gracioso paso de ballet. Traje negro, camisa
blanca con pechera surcada de alforzas meticulosamente planchadas,
al cuello anudada una pajarita. Pero más allá de la impecable
vestimenta se yergue un pescuezo ancho y peludo que me desconcierta.
Su cabeza, tampoco es lo que una espera que sea la cabeza de un
camarero. Es la de un ciervo coronado de una magnifica cornamenta y
con de brillantes ojos picassianos. Me sirve un cóctel sin que yo
se lo hubiera pedido. Nunca pido un cóctel, pienso que me gustaría
demasiado y entonces no me quedaría satisfecha. Los cócteles son
bebidas mezquinas, sólo para dar deseo y no satisfascerlo, caros y
egoístas. Así pensaba yo, hasta que el camarero con cabeza de gamo
me extendió aquella copa. La bebida se acompaña con una rama de
menta y una fruta de la pasión pinchada en un tenedor, la copa es
enorme, tanto que la fruta de la pasión cumple el papel de una
aceituna en una copa de Martini. Observo con atención su cornamenta,
si no fuera indiscreción extendería la mano para tocar lo que me
parece hueso recubierto de una especie de pana en diferentes tonos de
marrón, concluyo que es de una medida adecuada a la función de
camarero, ni demasiado grande para no tropezar con las paredes o
volcar las copas, ni demasiado pequeña como para parecer ridícula.
Al inclinarse para servirme, oscila ante mis ojos un medallón que
cuelga debajo de la pajarita, ventilando las pequeñas alforzas
almidonadas que recorren su pecho. En el medallón hay un retrato,
es el de una bella jovencita de cabellos oscuros y piel clara, sus
ojos son dos profundos cielos por donde desfilan nubes grises.
Reconozco en ella a mi hija.
¡¿
Cómo se atreve?!, le grito señalando el medallón. Me contesta sólo
con el gesto de esconderlo dentro de la camisa, al hacerlo se desata
un botón y me enseña su pecho peludo de animal. Más tranquila,
bebo de aquel cóctel, antes de hacerlo retiro la fruta de la pasión
que tiene la forma de un huevo de reptil, su piel con dibujos de
escamas y matices que van desde el verde al rosa, rosáceos también
como la luz que de las lámparas.
Enmudece
la voz de la muchacha de la mirada interior, la ópera acaba cuando
ella elige permanecer en su país nocturno, porque la vigilia sólo
le depara la soledad de la ausencia. Entonces aparece una elegante
camarera, podría creer que es una fantasmagoría emanada desde un
proyector de cine. De sutil belleza y uniforme impecable de seda.
La
camarera me conduce por la escalera hacia el piso superior. Extrae
del bolsillo de su delantal blanco un manojo de llaves, las hace
girar en la cerradura. Es una cerradura como la del dibujo del libro
para aprender a leer. Aparecería en la letra C: “ Cecilia
cierra la puerta . Gira la llave en la cerradura.”
Me vuelvo hacia ella y le pregunto si se llama Cecilia, y asiente con
la cabeza, creo que el pico de sombra que se extiende sobre su boca le impide emitir frases
articuladas. Enciende la lámpara de kerosén que se halla sobre la
mesa de noche. Lo hace con una cerilla que extrae de una caja de
fósforos de marca Ranchera, la palabra aparece clara sobre una banda
blanca dibujada entre dos azules. Río y le indico que esa es la
bandera argentina. Ella baja la cabeza y grazna con simpatía.
Busco
en el bolsillo de mi cazadora unas monedas, he visto en las películas
que a los camareros de hotel se les da una propina cuando ayudan a
llevar el equipaje.
Pero
yo no llevo maletas. Ni siquiera un cepillo de dientes, apenas llevo en el bolsillo superior de la cazadora una tarjeta de crédito, eso
me da seguridad. Y me echo en la cama, boca arriba mirando hacia el
techo de la habitación, allí comienzan a desfilar las hormigas que
estaban en la puerta de la casa, donde el personaje de la novela, que yo estaba leyendo, iba a buscar un episodio de su infancia. Cargan una
cáscara color verde esmeralda con el reverso marfileño. Es del
árbol del falso café, me digo. ¿De dónde habrían traído
aquellos arbolitos? Uno, dos, tres, son tres… Un perro barbudo, de
manto negro y pecho blanco, está echado en la puerta de la casa, un
niño de piernas muy delgadas lo acaricia. Es mi hermano y nuestro
perro ¡Pero entonces es mi propia casa! ¡Qué raro!, ¿Acaso no
era la casa del personaje de la novela? Su dirección aparecía en
una publicidad, dentro de la revista que la mujer usaba como guía.
En aquella época yo era una niña. Y mi hija no aparecía,
adolescente, presa en el medallón que esconde en su pecho un
camarero con cabeza de ciervo. Debo encontrar la manera de quitarle
el medallón. Se me ocurre esta idea insólita cuando oigo, otra
vez, la voz de la soprano que suena en la habitación. Cierro los
ojos.
Sin embargo, creo que mi hija me necesita. Cierro los ojos y descanso. Estiro las manos y busco a tientas la copa que han dejado sobre la mesita de noche. La encuentro ¿Quien ha apagado todas las luces? Tengo mucha sed y bebo, la bebida es agradable, vino con sifón. Apenas unas gotas de vino para teñir un vaso de sifón… ¿Y el pollo frío y el vino blanco? Vuelvo a insistir. Aquí no hay nada de eso, mademoiselle, me recuerda una nueva camarera con cara de gata. Risueña, acomoda mi almohada. Ha encendido la discreta luz de la lámpara de kerosene y me siento más tranquila. Pregunto por el camarero con cabeza de ciervo. Le explico mi historia y mi inquietud, temo por la suerte que haya podido correr mi hija. La camarera me acaricia la mano. Me consuela: No se preocupe ella es sabia, regresará. Encontrará su camino. No olvide que estamos en la calle San Antón, y que acaba de dar veinte céntimos para que se encienda una lámpara en el altar del santo. Es cierto, le respondo, lo había olvidado. Lo hice mientras la voz de una monja repetía una y otra vez algo sobre Cristo padeciendo en la cruz. Lo repetía sin cesar, era tedioso. Una especie de mantra obsesivo. Pero, ¿los santo no se hartan de oír ese mismo disco rayado?, le pregunto a la camarera con cara de gata… No me responde. ¿Entonces, ellos no oyen las súplicas?, insisto. A veces, miran a los ojos, y entienden. ¡Ah!, si es así, habrá comprendido que encendí una lamparita para él. No se preocupe, la vio.
Aquí en el hotel Oniria, que
está en la calle San Antón, encontrará lo que busca sólo con
desearlo, es eso lo que le responde ahora el contratenor. ¡Es una
burda publicidad!, protesto. Una publicidad pueblerina. Granada
tiene esos resquicios de lo que fue, aún le queda un aire de otros
tiempos, en las casas que venden mantillas, en el cine Madrigal, en
el Rosario que se recita por los altavoces de las iglesias. ¿Qué
iglesia? ¿Acaso no era en la de San Antón? San Antón, San Antonio,
el santo que encuentra lo que hayas perdido, me responde la voz de
soprano. Me siento tranquila, a pesar de todo. Descanso en paz, me
digo. Bromeo con la idea de morir allí mismo. Tan lejos y anónima,
en una habitación de hotel. Aunque antes querría que me sirvieran
una cena fría, una cena de pollo asado con ensalada de patatas y muy aderezada con buen aceite de oliva, y una fresca copa de vino
blanco… Aquí no hay nada de eso. Sí, entonces no vale la pena
morir.
Debo quitarle el camafeo
al camarero de cabeza de ciervo. Pero parece tan amable, ¿por qué hacerlo?¿ Acaso mi hija sabe que él la ama? Es tan joven e
inocente que permanece absorta siempre mirando la luna, siempre
creyendo que es cuarto creciente. Esperando que se haga redonda y
blanca para así contar los cráteres, uno a uno, y fotografiarlos
para su próxima exposición, donde hará un correlato entre los
agujeros de la luna y los de su sexo, que pretende cambiar por uno de
ciervo en celo. Ella es la joven Diana, la diosa oculta que quiere
robar su animalidad. Y el camarero lo sabe, es su vida que oscila
en su pecho al ritmo del medallón. Mientras tenga la imagen de mi
hija continuará siendo el camarero del Hotel Oniria. Ella
es la joven Diana, la diosa oculta ...
Diana cazadora. Museo del Louvre |
Sin embargo, creo que mi hija me necesita. Cierro los ojos y descanso. Estiro las manos y busco a tientas la copa que han dejado sobre la mesita de noche. La encuentro ¿Quien ha apagado todas las luces? Tengo mucha sed y bebo, la bebida es agradable, vino con sifón. Apenas unas gotas de vino para teñir un vaso de sifón… ¿Y el pollo frío y el vino blanco? Vuelvo a insistir. Aquí no hay nada de eso, mademoiselle, me recuerda una nueva camarera con cara de gata. Risueña, acomoda mi almohada. Ha encendido la discreta luz de la lámpara de kerosene y me siento más tranquila. Pregunto por el camarero con cabeza de ciervo. Le explico mi historia y mi inquietud, temo por la suerte que haya podido correr mi hija. La camarera me acaricia la mano. Me consuela: No se preocupe ella es sabia, regresará. Encontrará su camino. No olvide que estamos en la calle San Antón, y que acaba de dar veinte céntimos para que se encienda una lámpara en el altar del santo. Es cierto, le respondo, lo había olvidado. Lo hice mientras la voz de una monja repetía una y otra vez algo sobre Cristo padeciendo en la cruz. Lo repetía sin cesar, era tedioso. Una especie de mantra obsesivo. Pero, ¿los santo no se hartan de oír ese mismo disco rayado?, le pregunto a la camarera con cara de gata… No me responde. ¿Entonces, ellos no oyen las súplicas?, insisto. A veces, miran a los ojos, y entienden. ¡Ah!, si es así, habrá comprendido que encendí una lamparita para él. No se preocupe, la vio.
Descanso al fin arropada por
la suave camarera que me maúlla al oído el
Duettobuffo di due Gatti.
Así,
hasta que el Ave a Barcelona que sale de Antequera me devuelva a la
prosaica estación de Sants, a su plaza dura y a las cientos de
banderas catalanas que ondean y me recuerdan a la tortilla con
sobrasada. Tan lejos ya del Hotel Oniria…
👏👏👏❤
ResponderEliminarAbsolutamente maravilloso!
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