Texto inspirado
en esta obra de street art , a pedido de Ignasi Mateo para su sección
en Revista Rosita
El
grifito de Totchi
Elsa Plaza
Al dar vuelta la
esquina recién se atrevió a mirar hacia atrás. A pesar del gorro,
con el que había ocultado la válvula que tenía colocada en la
cabeza, sabía que su cara era inolvidable. Refugiarse en la clínica
Dermoestética, de la calle Muntaner, era la primera parte de su plan
de fuga. ¿En qué mal momento de su agitada vida se le había
ocurrido coserse los labios con hilo de zapatero y pedirle a su
amigo, el tatuador oficial del talego, que le inyectara tinta verde
bajo la piel de los pómulos? Un proceso de absorción, inducido por
oxidación de compuestos orgánicos, coincidiendo con el aire
mefítico de la cárcel, hizo que el hilo de zapatero se absorbiera,
y así quedó para siempre, su cara como zapatilla de deporte.
Aquellos eran otros valores, y Totchi (como le llamaban sus coleguis)
era el más punk de todos los punks de la Modelo. Decía que él
había tocado en Londres con los X Ray Spex ,y que Marianne Elliot-
Said, en persona, la reina del punk de finales de los 70, le había
hecho los dos peircings en los pezones, a los que había
traspasado un grueso aro de plata. Buenos días aquellos en los que
aún, en Semana Santa, lo dejaban hacer de Cristo en la capilla de la
prisión, y los coleguis le pasaban la cuerda por los aros de plata y
lo izaban a la cruz. ¡Ah, el buen y auténtico bondage! Totchi
sabía como hacerse respetar, nadie se atrevió nunca a quitarle
nada, ni siquiera las cajas con chinches y pulgas que guardaba
celosamente. Eran un arma eficaz contra el guardia odiado, en un
descuido se las echaba dentro del uniforme.
La válvula en la
cabeza se la había ganado en el Clínico, la noche que se lo
llevaron de urgencia. Una hidrocefalia, dijeron, y le implantaron el
grifito que, de tanto en tanto, debía vaciar. Por ahí, pensaba, se
le iban los recuerdos, por eso le pedía a los médicos que no
echaran al sumidero lo que le iban extrayendo. Y, a veces, le hacían
caso. Cuando esto ocurría, regresaba a la celda con un frasco
transparente, que llevaba, como etiqueta, un trozo de cinta
adhesiva donde él mismo había escrito con su letra temblorosa de
adicto a todo: "Memoria de Totchi, julio de 1998", por
ejemplo.
Al fin, había
alcanzado la puerta de la Clínica Dermoestética, y nadie parecía
seguirlo, pero su camiseta a rayas, sudada y con un agujero, rastro
indeleble de la fuga, saltando el alambrado de púa que bordeaba el
muro, no era la indumentaria adecuada para presentarse como
cliente/paciente de la Clínica. Entonces, tuvo una idea brillante,
como todas las ideas que había tenido en su vida: Entró, seguro de
sí, ajustando sus gafas oscuras y marcando fuerte el paso con sus
botas vaqueras:
─¡¡¡Hola
my pussy, no tengo tiempo de firmar autógrafos, me espera el
doctor!!! ─
acto seguido, ante la mirada estupefacta de la recepcionista, pasó
su dedo índice ─
previamente humedecido por su saliva ─
por los labios de la muchacha. Tal como había visto en una película
de Tarantino. Ella le mordió el dedo y, a continuación, le encajó
una bofetada que hizo saltar su gorro de lana gris, dejando al
descubierto la válvula de la cabeza. Y allí mismo, el grifito,
abierto sin querer, empezó a arrojar toda la memoria de Totchi. La
Clínica Dermoestética, donde la propaganda dice que Aquí tú te
debes a tí mismx y tu capricho es tu derecho, se fue inundando
del olor a retrete de la cárcel, del olor a semen de la cama de
Totchi, del sonido de los palos de los anti avalots rompiendo
huesos, mientras un cantante punky aullaba: Ni Ideales
patrióticos ni tenía ni tengo. El culo me limpio en cualquier
ban... ¡ñera!,
se apresuraron a completar los clientes/pacientes entre
escandalizados y gozosos de la modernidad de los ser-vicios que
ofrecía la Clínica.
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