Anoche, caminando por la calle Provenza con dos amigas, me llamó la
atención una jirafa de taxidermista, que se veía a través de los
cristales de una tienda de objetos para la decoración de interiores.
Pero, lo más extraordinario es que no estaba sola: la mitad de otra
jirafa, cabeza y largo cuello acoplados a un pedestal de madera,
ocupaba el primer plano del escaparate. ¡Quién querría semejante
ornamento! Sólo un palacio, como el que Gonzalo Suárez en Remando
al viento concibiera para Lord Byron, podía aceptar una jirafa
en el salón, pero nunca a esa pobre reducida a la mitad de su
majestuosa figura.
Doblemente macabra, por la ausencia de cuerpo y extremidades, llamaba
la atención su mirada congelada de oscuros ojos de vidrio, que
parecían dirigirse hacia un punto ignoto y misterioso. La velaba los párpados, donde el taxidermista había ido reconstruyendo unas
largas y lacias pestañas. Aquellas pestañas que bordeaban su
mirada perdida me trajeron a la memoria la imagen del viejo
Ricardo. Quizá, porque siempre veía de él medio cuerpo detrás de
la mesa del café que frecuentábamos, y en la conversación me
retenían sus grandes ojos ornados de pestañas pinchudas. No dije
nada a mis amigas porque ellas no saben quién era el viejo Ricardo,
y les hubiera sido incomprensible la extraña asociación. Sorprendida
yo misma por aquel recuerdo enterrado, pensé, que a los despojos
de aquella desgraciada bestia le había sido otorgada la virtud de
atraer recuerdos lejanos, y que sus ojos de cristal, como bolas
mágicas, reflejaban escenas del pasado de quienes se detenían en
ellos.
Fotograma de la película Remando al viento de Gonzalo Suárez |
El regreso de los que conocimos y sabemos desparecidos para siempre ocurre sin aviso previo. Y suelen llamarnos desde los lugares o
desde las cosas menos esperadas, como ocurrió la noche del
Jueves Santo. Si bien es cierto que el viejo Ricardo hacía días que debería andar rondándome, ya que había vuelto a releer El
juguete rabioso de Roberto Arlt.
El viejo Ricardo era, él mismo, un personaje que jugaba a
encontrar rasgos de los personajes de las novelas de Roberto Arlt en
nosotros, los que frecuentábamos el bar de la calle Arenales a la
salida de la escuela de Bellas Artes, que en esa época ocupaba un
antiguo y estropeado palacete en la calle Cerrito y Juncal de Buenos Aires, hoy
demolido. Nunca supe si a mí me reservaba algún parecido,
probablemente ninguno, porque las mujeres de las novelas de Arlt
son madres o esposas dolientes, sumisas o avaras y medrosas; o
viudas y jovencitas lascivas que sólo pretenden atrapar un marido;
también está la variante cocotte de película, que puebla
los sueños eróticos del adolescente pobre y solitario. Y yo de todo
eso tenía bien poco, en la época era una gordita hippie con Grandes
ilusiones, algo que Arlt no concibe para las mujeres, pero sí
para todos sus personajes masculinos. Eso que Simone de Beauvoir
define como la ”trascendencia”, o el “afán” del que habla
Luis Landero en sus Juegos de la edad tardía.
Volviendo a las mujeres de Arlt, ellas siempre están como en el
fondo de la escena, en el interior de sus casas, en la oscuridad del
zaguán, espiando detrás de las cortinas, o maldiciendo al destino
que las condena a estar atadas a un hombre que no quieren. Siempre
alguna con algo de mi madre, ejemplos de la feminidad de la época,
cultivada en el dolor del fracaso y la impotencia a que las somete
su sexo. No desobedecen, se quedan allí esperando que alguien venga
a rescatarlas, y siempre se equivocan. Quizás, así fueron las
mujeres que Arlt permitió que entraran en su vida; a las otras, las
alfonsinas creativas, sensuales y libres con las que compartía la
mesa del café, les debe haber temido. Reconozco en Arlt su mirada
sesgada hacia el mundo femenino, así eran los hombres de
entonces, a los que Alfonsina Storni retrató con precisión en
tantos de sus poemas.
Alfonsina Storni. Sin datos de autor/a |
Como en las letras del tango, todos sus personajes, hombres y
mujeres, finalmente comparten la vergüenza de haber sido y el
dolor de ya no ser, son fabricantes de sueños rotos.
Pero, al menos, los hombres se permiten imaginar la Justicia social que impondrían a bombazos; la destrucción les abriría el espacio
que se les niega y los hace infelices. Son brutos algunos, pero
leales en su brutalidad; otros despliegan un alarde de imaginación
al servicio de la traición o del asesinato, del invento
definitivo que los haga millonarios, o del robo. Como ¡el robo a
una biblioteca! que imagina Silvio Astier y sus amigos en El
juguete rabioso... Tres chicos, aprendices de chorros, de
apenas 13 o 14 años. ¿Alguien puede imaginar, hoy día, a los
jóvenes chorizos del barrio planeando robar libros en la
biblioteca de la escuela?
El mundo de Arlt era así, y aún, a principios de los años 70 en
Buenos Aires, nosotros los jóvenes, inspirados por el afán,
reconocíamos la historia de nuestros orígenes en aquellos libros,
cuyas páginas revivíamos en los cafés del centro, que
frecuentábamos. Porque sabíamos entonces que allí nos era dada
la escuela de la vida, con profesores como el viejo Ricardo.
Café Los Inmortales, en Buenos Aires, años 1920. Sin datos de autor/a |
Cuando irrumpíamos en el café, después de clase, el viejo Ricardo
ya estaba allí, agarrado a su inseparable vaso de moscatel, la
crencha canosa cayendo sobre la frente. La nariz de berenjena, un
poco enrojecida, le daba un aire de borrachín impenitente, que no
lo era. Aunque sí, quizás, el moscatel surtía en él un cierto
efecto de achispamiento que animaba su conversación y las
frases y gestos irónicos con los que se dirigía a nosotros: a
Paula, a Carlos (Ricardo lo llamaba "el fabricante de angustias" vaya a saber por qué); a Pablo o Jorge (que entonces me parecía de color pomelo Neus, como la bebida que siempre pedía), a Eduardo, a Marcia, a Pietra, a Roberto y
a otros que pasaban por allí: Ricardo L. Félix, Irma... Como aquel chico que acostumbraba a
sentarse con nosotros o nos acompañaba en nuestro deambular por la ciudad. Daniel se presentaba siempre con una
cajita metálica para guardar y desinfectar jeringas, de esas que
llevaban las enfermeras, en una época donde las jeringas
desechables no existían. Faroleaba con su supuesta adicción cuando
aún en Buenos Aires la heroína era sólo una fantasía de la que
teníamos noticia a través de la lectura de Kerouac o de los
poemas de Allen Ginsberg, editados por las ediciones de La Flor. El
chico soñaba con ser un jonky de verdad, y no sé si lo logró. Lo
cierto es que compartía esta vocación de pincheto con la
de predicador. Y según explicaba, asistía regularmente a los
oficios religiosos en un templo de los testigos de Jehová. Cuando
se sentaba a la mesa del bar, depositaba siempre sobre ella su
Biblia, otro de sus atributos, como lo era la cajita metálica que
acomodaba, a su vez, sobre el lomo de Libro sagrado. Por esto, nosotros le habíamos apodado Daniel Apocalipsis y el viejo
Ricardo lo llamaba El Astrólogo,, nunca supe por qué ) el personaje de Arlt de Los
siete locos. Quizá porque el discurso de ese bizarro
aprendiz de pastor evangélico versaba, frecuentemente, sobre la
inminente llegada del Armagedón, el fin del mundo, y trataba de
convencernos de la realidad comprobable del Apocalipsis, que se
anunciaba en múltiples hechos que ya estaban aconteciendo por
aquellos años. Algo de razón había en su prédica, porque
estábamos a un paso de que se instalara en Argentina un nuevo tipo
de Armagedón, llamado plan Cóndor, diseñado para toda América
latina.
Entre las novelas de Arlt y la vida de Ricardo no había
separación, vivía dentro de ellas y sus propias historias
exhalaban ese mismo sentimiento de sueños truncados. Bajito y algo
encorvado, el viejo Ricardo tenía siempre en los labios una sonrisa
condescendiente, supongo que se la dibujábamos nosotros con la
inocencia y la curiosidad de nuestra juventud, que la creíamos ya de
artistas. Vestía con la corrección de los hombres de su edad,
los que trabajaban en oficinas: un saco de muchos años, un pantalón
de paño, la camisa clara y la corbata desplanchada y mal anudada.
Dirigía a un grupo de limpiadoras que ejercían como tales para
algunas de las oficinas de la zona. Nada más supimos de su trabajo,
aunque con el tiempo nos llevó a su casa, en la calle Bolivia. Una
casa muy vieja y descuidada, con un par o tres de piezas que se
abrían a un patio con macetas mustias. Allí convivía con su
hermana, una versión femenina de él mismo.
Durante la visita a su casa, Ricardo nos habló de su mujer, había
fallecido muchos años atrás. Después de aquella tragedia, él
había intentado suicidarse. Eligió arrojarse a las vías del subte.
Y yo imaginé el subte de la línea A, la de Plaza de mayo a Primera
Junta, un día de invierno, de esos cuando la garúa se mete en los
huesos. Nadie puede suicidarse en Buenos Aires cuando los jacarandás
están flor en la Avenida de Mayo, o así lo sentía yo entonces.
Pero el viejo Ricardo tuvo mala suerte, y le tocó la china de seguir
viviendo, porque cuando se iba a lanzar bajo las ruedas del tren que
llegaba, otro se le adelantó, y se suicidó en su lugar.
Metro de Buenos Aires. Sin datos de autor/a |
Y el viejo siguió su vida, cumpliendo horario en el bar de la calle
Arenales, agarrado al vasito de moscatel, a los libros de Roberto
Arlt y, por un tiempo, a nosotros que nos fuimos alejando, cada uno
con sus historias. En una de las visitas a su casa vi una foto de su
mujer, la contenía un marco, tan viejo como la misma foto, donde
apenas se distinguía el rostro de una chica joven que sonreía,
peinada al estilo de los años 40. Era la figura de un fantasma que
se iba deshaciendo bajo las manchas de humedad que la atacaban. No sé
por qué, pensé que la misma enfermedad que la había corroído se
empeñaba en prolongarse sobre su imagen retratada.
Quisimos encontrar una novia para el viejo Ricardo, y creímos que
podía ser otro de nuestros encuentros fortuitos: Sara Preto, una
mujer extraordinaria que con más de 50 años había decidido ser
escultora, y lo logró. Pero Ricardo amaba el fantasma de su joven
esposa, y Sara a un amante mucho más joven que ella.
Qué diría el viejo Ricardo si le explicara que, en la relectura de
El Juguete rabioso hoy percibo ese mismo ambiente de sucia
melancolía, que preside también El Diario de un ladrón de
Jean Genet, y algo de su propia vida. ¿Habrá leído Ricardo,
alguna vez, a Jean Genet? Sé que la amoralidad del relato de Genet
lo hubiera escandalizado y, sobre todo, su elogio a los muslos
prietos de los Waffen SS, y el deseo que le despertaba la violencia
que imaginaba, tanto en ellos como en los jóvenes y apuestos
policías a los que Genet admiraba. La relación de amo y esclavo era
un estímulo sexual para el francés. En Arlt hay también mucho de
esa pasión por la destrucción, aunque sus sueños eróticos se
nutren de un imaginario heterosexual, con un sadismo normativamente
dirigido hacia ciertas mujeres.
Pero ahí está el encuentro que el jovencísimo Silvio Astier, de
El juguete rabioso, tiene con esa otra manera de sentir la
sexualidad. Ocurre en una habitación de pensión, con otro chico
que aparenta su misma edad y que pretende seducirlo. La escena es
extraña e inquietante, un rechazo de macho ofendido es la primera
reacción de Silvio, pero la visión de la piel blanca, recortada
entre puntillas, que aquel adolescente exhibe como muestra de su
deseada feminidad, confunde a Silvio. El olor nauseabundo que
exhalan las ropas, del pretendido seductor, agrega ese punto de
abyección que está presente, también, en los ejercicios amatorios
de Genet. Pero Silvio es muy joven y se asusta de esa sexualidad
furtiva que acaba de descubrir.
Tanto Arlt, como Genet en el Diario de un ladrón, describen
los escenarios de miseria de las primeras décadas del siglo XX y los personajes que los frecuentan. Buenos Aires es la gran ciudad
trampa de la que Silvio Astier no puede salir, e imagina la huida a
Europa que le devolvería la libertad y lo resarciría de sueños
cumplidos. El camino inverso al que hicieron sus padres inmigrantes.
Genet se desplaza libremente por esa Europa, de Cádiz a Berlín,
haciendo de la abyección una categoría estética y de la traición
un placer más, enmarcado en la exaltación de una virilidad donde
se juega a ser amo y esclavo...
Como los adolescentes que se hieren -como aquel Daniel Apocalipsis-, para sentir en el dolor/
placer de su propia carne torturada, la confirmación de que están
vivos, Silvio Astier encontrará en la traición una razón que lo
aleja del suicidio. La abyección y la traición que hacen imborrable
ciertas escenas de las obras de Arlt son los gestos del hastío, de
la rabia frente a las injusticias del mundo, es la metáfora de la
bomba anarquista como reconocimiento del final de todos los sueños.
[...] pero a medida que ubicaba el hecho en la distancia, mi
perversidad encontraba interesante la infamia.
-¿Por qué no?...Entonces yo guardaré un secreto, un secreto
salado, un secreto repugnante que me impulsará a averiguar cuál es
el origen de mis raíces. Y cuando no tenga nada que hacer, y esté
triste pensando en el Rengo, me preguntaré: ¿Por qué fui tan
canalla?, y no sabré responderme, y en esta rebusca sentiré como se
abren en mí curiosos horizontes espirituales.
[...]
-¡Ah! canalla...canalla...
-No me importa...y seré hermoso como Judas Iscariote...toda mi
vida llevaré una pena...
[...]
[...] ¿por qué ha traicionado a su compañero?, y sin motivo ¿No
le da vergüenza tener tan poca dignidad a sus años?
Enrojecido hasta la raíz de cabello, le respondí:
-Es cierto... Hay momentos en nuestra
vida en que tenemos necesidad de ser canallas, de ensuciarnos hasta
adentro, de hacer alguna infamia, yo que sé... de destrozar para
siempre la vida de un hombre...y después de hecho eso podremos
volver a caminar tranquilos.
Roberto Arlt, El juguete rabioso (1926)
---
La idea de traicionar a Armand me inundaba de luz. Lo temía y lo quería demasiado para no desear engañarlo, traicionarlo, robarle. Presentía la desasosegada voluptuosidad que acompaña al sacrilegio. Caso de que fuera Dios (había sabido lo que era ser piadoso) y hubiera puesto en mí su confianza, me resultaría dulce renegar de él.
Jean Genet. Diario de un ladrón (1949)
En
la mirada de la media jirafa, ¿estarían también las novelas
de Arlt y el relato de Genet? ¡Ah!, si el viejo Ricardo estuviera
aún en el bar podría ir a preguntarle.
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