Espacio dedicado a material relacionado con la novela de Elsa Plaza "El magnetismo del viento nocturno" y otras creaciones literarias
lunes, 13 de noviembre de 2017
miércoles, 16 de agosto de 2017
Los encuentros fortuitos
La melancólica muchacha del relato había perdido en Londres a su pareja y a la única foto que se hicieron juntos.
En una esquina de la calle San Antón de Granada, unos antiguos portales de hierro permanecen abiertos. Invitan el paso hacia un jardín con canteros y fuentes cantarinas. El edificio es de dos plantas, partido al medio por un cenador cubierto por cristales, accedo por las escaleras de mármol a un comedor de paredes pintadas con colores cálidos. El hotel Oniria parece desierto. Mesas cubiertas de manteles blancos almidonados donde los platos permanecen vacíos y las copas brillantes contienen servilletas dobladas con arte japonés. Me acomodo en un sillón con una novela en mis manos. El tiempo se deshace entre sus páginas, cuando oigo una voz de soprano mezclándose con el arrullo del agua que llega desde el jardín. Ella exclama, ¡¡Ahhh!! , mientras eleva su lamento por la pérdida de un amor que se aleja en una nave… lontano , lontano. Otra voz, ésta de un contratenor, le augura que en los sueños volverá a encontrar el amor perdido.
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Sonábula. Maximiliam Pirner. (1878) |
En la novela, el personaje se pierde en una ciudad, la de su infancia, a la que regresa buscando las claves de un episodio de su vida. Lleva en la mano una guía de los años 50 del siglo pasado y una revista, también de aquella época. En ella, la publicidad de una fábrica de aceiteras que no se derraman le afirma la realidad de aquel suceso. La fábrica de aceiteras estaba contigua a su casa, en la Avenida D. Donde sentada en el escalón que separa la acera de su casa y la de la fábrica, recuerda haber contemplado el desfile de hormigas, que llevaban a cuestas las cáscaras verdes de las semillas de los árboles plantados en la acera.
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Diana cazadora. Museo del Louvre |
Sin embargo, creo que mi hija me necesita. Cierro los ojos y descanso. Estiro las manos y busco a tientas la copa que han dejado sobre la mesita de noche. La encuentro ¿Quien ha apagado todas las luces? Tengo mucha sed y bebo, la bebida es agradable, vino con sifón. Apenas unas gotas de vino para teñir un vaso de sifón… ¿Y el pollo frío y el vino blanco? Vuelvo a insistir. Aquí no hay nada de eso, mademoiselle, me recuerda una nueva camarera con cara de gata. Risueña, acomoda mi almohada. Ha encendido la discreta luz de la lámpara de kerosene y me siento más tranquila. Pregunto por el camarero con cabeza de ciervo. Le explico mi historia y mi inquietud, temo por la suerte que haya podido correr mi hija. La camarera me acaricia la mano. Me consuela: No se preocupe ella es sabia, regresará. Encontrará su camino. No olvide que estamos en la calle San Antón, y que acaba de dar veinte céntimos para que se encienda una lámpara en el altar del santo. Es cierto, le respondo, lo había olvidado. Lo hice mientras la voz de una monja repetía una y otra vez algo sobre Cristo padeciendo en la cruz. Lo repetía sin cesar, era tedioso. Una especie de mantra obsesivo. Pero, ¿los santo no se hartan de oír ese mismo disco rayado?, le pregunto a la camarera con cara de gata… No me responde. ¿Entonces, ellos no oyen las súplicas?, insisto. A veces, miran a los ojos, y entienden. ¡Ah!, si es así, habrá comprendido que encendí una lamparita para él. No se preocupe, la vio.
lunes, 12 de junio de 2017
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Cuestión de cuerpos ( Museo vasco de Bilbao ) |
El autocar me conduce, tal como fuera anunciado, a la estación de Abando- Bilbao, con el nombre de Rodrigo Paestra que va resonando en mis oído, mientras desciendo las larguísimas escaleras del metro que me llevará al encuentro con mis amigas. Hechizo de la literatura, que recubre con su fina niebla todos los paisajes que se asocian a ella. ¿Por cuál de las fronteras entraban los turistas franceses? ¿Era, acaso, la frontera vasca?
Busco apagar mi sed de Bilbao en la fuente de la Calle de perro, en el casco viejo. Me acerco a un bar de toda la vida , que aún no ha pasado por las exigencias del diseño, ni de la servidumbre bio, lo regenta una mujer china.
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Fuente en la calle Del perro |
Voy hacia La Peña, el barrio que un camarero me aconseja conocer. Allí, en La Peña se deja intuir la belleza del antiguo paisaje, la naturaleza aún persiste y aflora en la primavera tórrida de mayo. Siguiendo la ría, me encuentro esta vez frente al mismo gran aparato metálico,el Guggenheim. Pero no cruzo, me detengo a mirar el edificio de cristal y hierro colado incorporado a la nueva arquitectura, es la entrada de la universidad de Deusto . Cuna de toda la la élite política vasca desde su fundación por los jesuitas en 1883, a quienes se le encarga la labor de educar a los hijos de la oligarquía, “para alejarlos de los peligros de la educación pública”. Así glosaba en El País Patxo Unzueta la universidad de Deusto, en el ya lejano diciembre de 1981. Bajo el puente que une ambas orillas, un mural impresionante que transforma un espacio hostil, un muro de hormigón, en un lugar amable que atrae la mirada. Allí, la figura de dos mujeres que juegan a intercambiarse colores, obra de Verónica y Christina Weckmeister: Una llave.
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Giltza bat - Una llave, autorasVerónica y Christina Werckmeister,2012. |
martes, 9 de mayo de 2017
Presentación en la librería La Caníbal
lunes, 3 de abril de 2017
Viaje a Suecia
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El tren de Kasturp a Karlskrona |
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Scania, allí donde ocurren las novelas de Henning Mankel |
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Karlskrona desde la ventana de la habitación |
HERR FRISÖR (peluquería de caballeros). La peluquería y el peluquero tienen sus rituales y su estricto horario, de 9 a 16 hs., siendo que de 12.30 a 13.30 cierra por LUNCH. Todos los días laborables el peluquero, un anciano muy alto, aunque sus muchos años le hayan encorvado la espalda, planta, sobre el frente de la peluquería, el palo de madera que sostiene la bandera sueca. Aquella es la señal de su presencia en el local. Y, puntualmente, a las 4 de la tarde, recoge la bandera. Creo que sólo una vez le vi atender a un cliente (o quizás haya sido sólo un sueño). Permanece allí, sentado en un sillón, el cuerpo inclinado, los brazos apoyados sobre las piernas, apenas adivino su gesto en la oscuridad del interior del local. ¿Qué piensa mientras deja pasar las horas ? ¿Qué piensa el peluquero y comerciante de antigüedades? ¿Cree aún que el negocio puede remontar, algún día?
domingo, 5 de marzo de 2017
Presentación de "La calle olvidada. Sant Antoni de Pàdua, en el distrito V"
lunes, 20 de febrero de 2017
Granada. Entre el cardo en la ventana y la casa del aire
Buscaba un caballito dibujado sobre un muro del Palacio de Carlos V, en Granada. Lo recordaba inciso en la piedra, un poco más arriba de la altura de mi mirada. Di dos vueltas a la construcción circular. Sí, era un caballito con una montura dibujada a rombos, y que imaginé allí desde el tiempo en que aquel lugar -especie de plaza de toros rodeado de puertas que ahora se abren a salas de exposiciones-, era solo un edificio abandonado donde campearía un caballo como aquel, cuya silueta, apenas esbozada, había perdurado por voluntad de un artista anónimo.
Pero esta vez no lo encontraba, y después de recorrer las dos plantas del palacio del emperador desistí pensando que, por alguna extraña circunstancia, se había borrado o estaba en otro lugar del que yo recordaba. Ya se sabe, la memoria es inventiva y asevera cosas que adorna y recupera en tiempos y espacios que, a veces, equivoca. Buscaba un grafito casi invisible para quien no lo hubiera descubierto antes, por azar. Marca dejada por el instante en el que alguien, lejano en el tiempo, se había entretenido en aquel rincón a transformar la pasividad de la mirada en la voluntad de una acción: el dibujo. Un gesto pequeño, que otorga un poco de humana esperanza a ese enorme edifico de piedra, acabado 400 años después de iniciada su construcción. Un sueño de 400 años que, entre blasones y frisos de mármol, intentara inmortalizar la existencia de Carlos V, emperador. Quien, empequeñecido ante el deslumbramiento producido por la inmensa belleza de la Alhambra, sólo atinara a balbucear, escupiendo toscos muros de piedra en medio de aquel paraíso. Muros en honor a sí mismo y a la magnificencia de lo que creyó parte de sus inconmensurables propiedades. Porque esto es lo que da a pensar la rotundidad con la que se alza el palacio que lleva su nombre, y que intenta competir con la delicadeza de las construcciones moras, con sus jardines otoñales surcados por fuentes que murmuran secretos al paseante, mientras, la luz juega atravesando el bordado que dibujan ramas y hojas contra el cielo del atardecer estremecido por el aleteo de los pájaros. El tiempo se encarga de debilitar la vanidad del poder ganado por la fuerza.
Fracasada la búsqueda del caballito, entré al Museo de Bellas Artes instalado en el palacio imperial. Fue en el año 1958 cuando, coincidiendo con el V centenario del fallecimiento de Carlos V, el edificio fue, al fin, acabado y recuperado para museo. Francisco Franco se desplazó hacia allí para para la inauguración. Un acto más en la reafirmación de su siniestra fantasía que lo hacía custodio y heredero de aquel imperio colonial, conquistado también a sangre y fuego por el emperador y sus ancestros: Fernando e Isabel, tan católicos ellos. Pero 1958 no solo fue el aniversario del emperador, sino también otro año más para cientos de familias andaluzas que abandonaban sus hogares, agarrados a maletas de cartón, llenando trenes hacia otras tierras, en busca de un futuro negado por la miseria impuesta por aquellos vetustos dueños de todo, y a los que el gran caudillo del siglo XX afirmó en sus posesiones. Pero el museo, los museos como ese, como casi todos, intentan explicar sólo una parte de la historia de sus muros, y de lo que allí contienen. La otra, la que corre paralela, está también allí, solo hay que acostumbrar la mirada a ella, y entonces el relato empieza a fluir.
Degollados, crucificados, flagelados, la carne tan eludida y tan presente de los cuerpos sistemáticamente torturados, el dolor que hace santos. La pintura española del siglo XVI, contemporánea al emperador. Los gestos desencajados de los verdugos y la mirada vuelta al cielo de las víctimas, quienes no se rebelan ante el dolor sino que se someten a él. Una lección para el espectador: el sometimiento a la crueldad tendrá la recompensa en un más allá celeste. La lección se repite, toda una legión de artistas encargados de explicar historias de final espeluznante, que recrean con sabia destreza. En el espacio limitado por la tela o la tabla, las diferentes escenas que componen el relato coexisten en un tiempo único, el nuestro, que contempla desde el ahora la eternidad de sus vidas. Las escenas ocurren en planos secundarios y perdidas entre el paisaje que sirve de fondo al tema principal: la apoteosis final de la santidad.
Voy avanzando en el recorrido de las salas hasta que me detengo, atraída inexplicablemente por la naturaleza muerta más ¿extraña?, ¿misteriosa? Sugerente. Sí, sugerente de algo que no atino a saber qué es. Fray Sánchez Cotán, cartujo y artista pintor, es el autor de esta obra. Un ejercicio de austeridad. Dicen que alude al ayuno de la Cuaresma. Tres zanahorias violáceas y macilentas olvidadas sobre un marco de ventana y, a nuestra derecha, iluminado con los tonos de un sol granadino, formando una curva ascendente sobre la vertical del marco, un cardo simple, despojado de sus hojas y listo para ser hervido. Pero la mirada insistente descubre que la curva es un juego, y que viene marcada desde la base de una cuarta zanahoria, diferente de las otras, más gruesa y acabada en punta afilada que, como un dedo índice, señala un más allá que penetra la oscuridad del fondo. ¿Una puerta que se abre al tiempo, distraído de la memoria del pintor? Pero, si es así, es también el tiempo de éste, el del artista, el que fluye hacia la iridiscencia con la que destaca los tallos del cardo surcado por nervaduras a modo de canales perfectos, donde el ojo salta para detenerse sobre unos, apenas, ensayos de hojas -sutiles alas de mariposas enanas- heridas por las espinillas que recorren los bordes de las pencas sustanciosas. Ofrecimiento de la madre tierra, de cuyo recuerdo apenas le queda el borrón terroso que marca la ausencia de la raíz, extirpada por el corte de un cuchillo afilado. Un austero bodegón sobre un fondo absolutamente oscuro e uniforme -como si desde el siglo XX Casimir Malevitch le hubiese alcanzado a Sánchez Cotán una de sus telas, para que sobre ella pintara otra obra. Quizá, aquello que nos señala el dedo-zanahoria del bodegón es el futuro de la pintura, el silencio, la supremacía de la sensibilidad pura. Quizá, también, un deseo del monje. Como el caballito del muro, el misterioso bodegón, pintado hace más de 400 años, se ofrece generoso a la contemplación, brotando desde el marco que recorta la escena.
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Juan Sánchez Cotán: Bodegón del Cardo. Museo de Bellas Artes de Granada (fuente: Wikpedia: https://es.wikipedia.org/wiki/Juan_S%C3%A1nchez_Cot%C3%A1n#/media/File:MBAGR-bodegoncardo.jpg) |
Mi intención es visitar la cartuja de Granada, quiero conocer algo más de la vida de fray Sánchez Cotán. Aunque sé que la Granda de hoy con los turistas que invaden las aceras montados sobre extraños artefactos de dos ruedas y con la antigua vega que la circundaba cubierta de cemento, nada tiene que ver con aquel paisaje bucólico que, desde las alturas cartujanas, inspiraba el silencio y la soledad de los monjes. Entro antes a una librería, Bakakai, obligado lugar de paso de mi aventura granadina. Está sobre la calle que lleva, como tantas otras en Granada, un nombre curioso: Tendillas de Santa Paula. Allí me explican no solo cómo llegar caminando hasta la Cartuja, recto desde la puerta de Elvira, sino también me muestran, flotando como una casa encantada desde las alturas del Albaicín, “la casa del aire”. Otra historia de varios años de resistencia recogida en un libro que compro, porque de eso se trata mi paseo: un desvío del camino obligado.
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"Casa del aire". Imagen tomada en préstamo del blog Subcultura en Granada |
De las paredes del antiguo refectorio, en la Cartuja, cuelgan varias pinturas de un Sánchez Cotán totalmente ajeno al bodegón del cardo. Atormentado repertorio de muertes horrendas, representadas con tal ausencia de dramatismo que me recuerdan las cubiertas de los folletines policiales de comienzos del siglo XX. Monjes con un hacha incrustada en la cabeza, el pecho atravesado por una lanza, un fusil en la mano y un agujero de bala en el corazón... Impávidos persisten en su obcecada santidad, se exhiben como víctimas gozosas del hereje. Viendo aquella serie se entiende la necesidad de escapar hacia el éxtasis del cardo y la zanahoria.
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Fragmento de una de las pinturas del refectorio de La Cartuja de Granada |
Y otra vez rehago el camino hacia el Museo de Arte de Granada. Dejo atrás la Plaza Nueva y sus músicos y artistas ambulantes, quienes, a pesar de las estrictas ordenanzas municipales, calcadas a las de Barcelona, se arriesgan ofreciendo su arte al paseante. Una especie de tolerancia reina por allí y en sus alrededores, mantenida, quizá, porque la fuerza del desorden público ha entendido que Granada, sin músicos en la calle, acabaría herida de muerte. Subo la Cuesta de Gomerez donde aún subsisten algunas pocas tiendas de artesanos, recuerdo de lo que fuera, durante siglos, la actividad que hacía de aquella calle una de las más concurridas de Granada. Solo uno mantiene abierto al público un taller donde ensambla pequeños trocitos de madera esmaltada con los que decora cajas y mesas, el tradicional trabajo de taracea. Más arriba, dos o tres fabricantes de guitarras, entre ellos la esperanza de uno muy joven, recién instalado, un sirio que ama el flamenco. Aunque, como malas hierbas, se multiplican las tiendas de souvenirs, iguales a las de todas las ciudades españolas, pero aquí el tema de los imanes para nevera son los azulejos de la Alhambra y las flamencas con trajes de lunares; también están los locales donde alquilan estrafalarios andadores para intrépidos y jóvenes turistas. Al final de la calle, la puerta triunfal, ordenada por Carlos V, tan acorde en estilo al palacio que alberga el museo de Bellas Artes, hacia donde regreso. Necesito, una vez más, sentarme ante el austero bodegón, después de haber conocido al otro Sánchez Cotan. El que relata la serial killer cartujana.
Pero antes de entrar a las salas del museo insisto en la búsqueda del caballito representado en los muros del Palacio. Y esta vez lo encuentro: no estaba inciso en la piedra, sino dibujado con grafito, y mucho menos visible de como yo lo recordaba. Lo fotografío e intento imaginar a quien lo dibujó. En la época, la familiaridad con los animales se trasladaba a la gracia con la que se reproducían. Llama la atención la montura, quizás un tejido de lana con dibujos de rombos; y sobre ella, un caballero fantasmal, sugerido por unas líneas desvaídas por el tiempo.
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Feliz con el encuentro que guardo en la la cámara de fotos, subo hacia la primera planta, donde me espera el misterio del cardo y las zanahorias. Pero no estoy sola en la sala: sobre uno de los bancos que miran hacia las pinturas flamencas, yace dormida una jovencita. Me siento, dándole la espalda, a contemplar mi cuadro. Al poco tiempo la durmiente se mueve, deja el banco y llega hasta mi lado. Lleva el pelo partido al medio en dos trenzas rubias y los labios pintados con carmín oscuro, una Margarita del Fausto de Murnau. Se sienta y me acompaña en la contemplación del bodegón con cardo. Estoy a punto de decirle algo... aunque sé que no me entendería, no habla español, de eso estoy segura... mientras dudo, se pone de pié y se aleja hacia otra sala.
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En la sala contigua vuelvo a encontrar a Margarita que repasa, distraída, la obra que Marià Fortuny realizó durante su estadía en la Alhambra (1870-1872). Y yo, que llevo su imagen robada en mi cámara, junto a la del caballito, sigo, como si me fuera totalmente indiferente. Ignora que formará parte de mi paseo por Granada, como Sánchez Cotán, la zanahoria y el cardo, la “Casa del aire” y la librería anarquista.
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Regreso cuesta abajo. Al bullicio de los bares y las tiendas iguales, con los turistas que compran, ávidos de llevarse lo que nunca hallarán a la venta. Granada resiste en los ángulos de lo que solo puede verse si miramos hacia otro lado.