Sexta epifanía
La cita era en la estrella de la Plaza Cataluña, la que
el movimiento 15M eligió como símbolo. Ahí los encontré sentados
en círculo, como dos años atrás, jóvenes, entusiastas y
desbordantes de esa empatía que tanto pregonamos como necesaria para
todo cambio efectivo.
Caminamos después por la Rambla como viej@s conocid@s,
nos guiaron hasta esa parte del barrio Chino que los paseantes
locales evitan. Hay en la ciudad lugares donde, por más que se
esfuercen los urbanistas diseñadores de “esponjamientos”
–cuánto les ha inspirado este término y cómo les ha servido para
sus negocios inmobiliarios- perdura allí un destino marcado por el
drama, por la vida intensa, por la vida fuera del orden. Orden que
esos mismos urbanistas desean imponer a todo. Inspirado en sus
previsibles ganancias, pero justificado en una nueva estética la de
tabula rasa:
apisonadora, que borra todo rastro de esa vida que marca, que
ensucia, que cuestiona y que delata las desigualdades flagrantes del
sistema de la cual son sus representantes. De ahí el blanco mudo que
eligen para sus intervenciones, finalmente efímeras porque, al
primar las ganancias, sus diseños urbanos se ven superados por esa
otra vida que insiste en fluir en los intersticios de sus pavimentos
impolutos.
Eso ocurre en gran parte del Barrio Chino y como
paradigma fortuito en aquel lugar al que, guiado por aquell@s
jovencit@s, fuimos a parar: Arco del Teatro y calle Lancaster. Un
edificio tapiado por ladrillos para impedir su okupación.
Entramos a través de un agujero hecho en la pared: I’m
fixing a hole where the rain gets in. And
stop my mind from wandering. Where it will go... (Los
Beatles siempre tienen una canción para acompañar nuestros
instantes mágicos)...
Y, desde la penumbra de la habitación a la que accedimos, comenzó a
surgir la Barcelona de los años sesenta, intacta. Allí estaba.
Tal como sucedía en la película Roma
de Fellini cuando los obreros que estaban perforando el subsuelo de
Roma para construir el metro rompían un muro y, ante sus ojos
extasiados, aparecía una sucesión de frescos que representaban la
vida cotidiana de la Roma imperial; ocultos en las entrañas de la
ciudad durante siglos. Sólo un instante, el que medió entre las
piedras que cayeron y el espacio delatado a la mirada... y el mismo
aire que penetra se lleva todo consigo... Así, también el lugar que
se abrió ante nosotros fue un superviviente casual, aunque mucho más
cercano en el tiempo que el que mostraba la película de Fellini.
Consiguió resistir a la obsesión por hacer de Barcelona el paraíso
del turismo kitch. Un
trocito de esa Barcelona que se extingue a fuerza de esponja
financiera que todo lo xucla.
Y ante nuestra mirada asombrada descubrimos, allí también, un
mural, mucho más modesto y casero que el romano, producto de la
habilidad de un artista del barrio y que los okupantes clandestinos
de la casa, amorosamente, se habían encargado de sacar a la
superficie. Dibujos que expresaban en sus trazos los gustos populares
de una época: los años sesenta. Trazo negro y seguro para reseguir
las curvas insinuantes de una serie de chicas que, recostadas sobre
planos de tonos pastel, prometían fantasías de placer. Allí
también permanecía la barra del bar, de madera, y la antigua
cafetera; el guardarropas, y un salón muy estrecho con una
habitación más estrecha aún, al fondo, quizás para atender a los
clientes que, inspirados por los dibujos de las paredes, solicitaban
servicios más íntimos... Algunos zapatos de tacones muy altos y
piezas de ropa femenina habían quedado olvidados, como si quienes
frecuentaron aquel local se hubiesen evaporado. Los nuevos okupantes,
los del año 2013, se habían instalado tratando de alterar lo menos
posible ese lugar en el tiempo. Allí habían dispuesto
una biblioteca bien surtida y unos sillones despanzurrados. A la
barra le habían devuelto a su antiguo servicio, porque algunas
noches abrían el local para la gente del barrio y despachaban unas
cervezas o una infusión. Y leían poesías o hacían música. Pero
también el espacio servía de dispensario una vez a la semana, con
un médico de guardia para visitar a quien lo necesitara, casi
siempre inmigrantes sin papeles.
Las plantas superiores de la casa habían sido pisos, y
alguno estaba ocupado. Unos jovencísimos padres de familia, con dos
niños preciosos que jugueteaban por allí, víctimas de los
innumerables desahucios, vivían en uno de estos pisos y nos
acompañaron en la conversación. En aquel edificio abandonado habían
encontrado un poco de solidaridad y la posibilidad de rehacer su
hogar. Un proyecto ambicioso que requería compromiso diario, mucha
ilusión y resistencia ante los embates de la “legalidad”. A los
que seguramente iban a ser sometidos, sin piedad. Porque las leyes
son implacables para las personas sin recursos y tolerantes para con
los poderosos.
En esa esquina de Barcelona convivieron pacíficamente
la memoria de un edificio y sus nuevos ocupantes. Ellos se cuidaron
de guardar los restos, casi intactos, de ese atisbo de la Barcelona
de los años 60: la cafetería Nueva y Moderna, abierta al público a
comienzos de los años 60. Y donde, desde un clasificado de La
Vanguardia del día 31 de enero de 1963,
sigue ofreciendo trabajo a señoritas de 18 a 30 años para
“dependientas de mostrador” con un sueldo semanal de entre 1000 y
3000 pesetas, “contando sueldo y gratificaciones”.
Cuando me descubrieron que detrás del agujero de la
pared del edificio de la calle Lancaster 24 existía aún aquélla
cafetería, estuve segura de que allí mismo había quedado prendida
la mirada de Segismond Pons, el personaje de la novela La
Marge, de André Peyre de Mandiargues. Y
pensé que el lugar se merecía una lectura, en voz alta, de algún
pasaje de la novela.
Ara Segismond enfila,
a l’esquerra, al carrer Arc del Teatre (...) El paviment és tan
esfondrat que el vianant només ha d'ocupar-se del lloc on trepitja,
o deturar-se si vol observar boniques i miserables cofurnes on uns
vells beuen companya de xicots que
ja se'ls assemblen,
sota garlandes de paper ennegrit com si hagués estat retallat abans
de la guerra civil. Dos policies de cara verda, qui fumen uns cigars
pudents, té la missió de recordar el règim
furóncol als
desmemoriats i als borratxos que tenen la sort d'oblidar-ho
(... )
Uns passos més i el circuit resta clos: Sigismond es retroba davant la cafeteria que havia espiat poca estona abans i es plau a donar, a través de la mateixa finestra, un nou cop d’ull a les mateixes cambreres que alternen i discuteixen amb els bevedors galants que semblen els mateixos que els han precedits. L’arc és fetorós com sempre, gran pixador privat d’aigua. La Rambla bull plena de vida malgrat l’hora tardana. Al cel, navega una lluna que comença a minvar...
Uns passos més i el circuit resta clos: Sigismond es retroba davant la cafeteria que havia espiat poca estona abans i es plau a donar, a través de la mateixa finestra, un nou cop d’ull a les mateixes cambreres que alternen i discuteixen amb els bevedors galants que semblen els mateixos que els han precedits. L’arc és fetorós com sempre, gran pixador privat d’aigua. La Rambla bull plena de vida malgrat l’hora tardana. Al cel, navega una lluna que comença a minvar...
Lancaster 24. Supe después que allí también quedó la
historia de Luis Gómez Vance, quien fuera presidente de la central
de Víveres y que falleció, allí mismo, el día 18 de noviembre de
1958. Eso explica los Embutidos y Jabones que aún podemos leer
anunciados en el muro exterior de la casa. La muerte del señor
Gómez, seguramente, cambió el destino de aquel local, adaptándolo
a los vaivenes de la historia que hacía descender en Barcelona a una
pléyade de marines ansiosos de encuentros amorosos furtivos.
También fue aquel el domicilio del niño Francisco
Serrat García, a quien el día 31 de octubre del año 1925 se le
ocurrió beber lejía en un descuido de su abuelo que vivía junto a
él, en el piso 3º 2º, y que fue trasladado al dispensario de la
calle Marqués de Barbará. De ese mismo portal salió, una vez, el
perro lobo de pelo oscuro y orejas pequeñas que “atiende por el
nombre de León“ y que lucía un “collar de alpaca” aunque, a
pesar de todo ello, se extravió, dejando a su dueño desconsolado y
dispuesto a pagar una gratificación a quien lo hubiera encontrado en
aquel día 5 de agosto del año 1931. Y quién sabe si en el
silencio de una conversación interrumpida aún se puede oír el
bullicio infantil de los alumnos la Escuela municipal de niños,
ubicada en esos mismos bajos donde, 50 años más tarde, abriría la
cafetería Nueva y Moderna... Allí también y en el mismo año de
1911, en el que funcionaba la escuela, se vendían dos aparatos
fotográficos de marca Zeiss, y los vecinos (hombres) hacían cola
frente a una mesa electoral allí formada.
Todas esas escenas ocurrieron allí mismo, como ocurrió
también ese último esfuerzo realizado por las personas que abrieron
ese agujero en la pared donde intentaron que la lluvia volviera a
entrar y que la imaginación hiciera posible la utopía compartida.
Duró poco, no sé por qué. Pero allí, seguramente, aún permanece
esa biblioteca superpuesta al erotismo casero de las chicas de los
murales; las charlas de los 15M con los okupas, superpuestas también
sobre las mentiras de amor que vendían las jóvenes camareras de
la cafetería Moderna; el ladrido de León, el perro lobo extraviado,
y los gritos del abuelo cuando descubrió que el niño Francisco se
había zampado un trago de lejía... Todo “el oro del tiempo”.
Cuántos agujeros deberemos abrir para que la lluvia vuelva a hacer
renacer todo lo que allí, en Lancaster 24, atisbé como posible, un
día de primavera, hace de eso apenas unos meses.
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