Quinta epifanía
Hay lugares, espacios
en la ciudad anónimos, que poseen un cierto detalle, o que a una
determinada hora exhalan un cierto olor, o donde corre un aire
diferente. Ellos nos ofrecen un instante para nuestra perplejidad,
que se escurre de inmediato ahogada por el ruido del tránsito o la
luminosidad de una farola. Ese espacio existe también en el barrio
de Horta, en Barcelona.
Si lo digo así,
pareciera que estoy a punto de dar el dato preciso de un Aleph, aquel
del cuento de Borges que se hallaba en el sótano de una casa en
Buenos Aires. Pero no, el lugar lo recorro con, apenas, unos cinco o
seis pasos. Ubicado en la confluencia del Passeig de Fabra i Puig con
la calle Cartellà es allí donde desde la profunda herida que abrió el
asfalto supura, apenas, como un sutil reclamo a los caminantes, el
aire de la antigua riera de Horta.
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El camino salvaje |
El encanto ocurre luego
de atravesar la placita, donde el esbozo de un rostro de piedra
maltratado (y que alguna vez quiso representar al del escritor
gallego Castelao), quizá nos alerte o nos indique el “camino
salvaje”. Aquel que se abrió -a pesar de la voluntad disciplinaria
del urbanista- sobre el parterre que aloja unos cuantos arbolitos.
Arbolitos hermanados en la voluntad de ofrecer sus melenas como
abrigo al paseante que se atreve por aquel pequeño atajo. Es allí,
bajo sus ramas, donde el tiempo se suspende brevemente, y ocurre
entonces que vuelve ese aire de la riera y el verdor de los antiguos
campos de cultivo. Y, por el mismo efecto, el escalectrix, que está
a sólo unos pasos, desaparece. ¿Hubo una vez, la mirada de una
niña y la brisa que rozó sus mejillas, encendidas mientras jugaba,
que quedaron suspendidas allí?
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... donde el esbozo de un rostro de piedra maltratado |
La niñez tiene momentos intensos que ocurren, sobre todo, en los atardeceres cálidos, después de varias horas de juego. Recuerdo algunos de mi infancia, en el portal de casa, saltando una rayuela o jugando a las estatuas bajo el verdor de otros árboles jóvenes que crecían también a orillas de un pequeño canal -una “zanja”-, sucio y maloliente, que discurría a lo largo de mi calle, la avenida Derqui. Las semillas de los árboles caían a nuestros pies y las inspeccionábamos curiosas. Alguien nos explicó que eran de “falso café”...
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Avenida Derqui, Buenos Aires |
¿Es la mirada de la niña de la riera de Horta la que persiste en aquel espacio? ¿O es la niña porteña, la de la avenida Derqui, que presiente ya el aire de la riera de Horta?
Con cuánto entusiasmo
el escritor JB Priestley nos ofrecería la posibilidad de una
respuesta. Quizá debería volver a sus tres piezas sobre el
tiempo: El tiempo y los Conway, Ha llegado un inspector, Yo estuve una vez aquí... Siempre me parecieron repletas de una extraña poesía.
Inasible y cercana a lo siniestro, a eso que concibe Freud como lo
familiar que se torna extraño. Y es, precisamente, esa familiaridad
anodina, reconvertida, lo que puede provocar el embeleso de un trozo
de ciudad, tan falto de posibilidades poéticas como lo es ese
parterre en medio del asfalto, donde pareciera que dos niñas
continúan jugando a pesar del tiempo y la distancia.
Molt bé, Elsa. La poesia, base explicativa de la vida. Una abraçada. Josep M Armengou
ResponderEliminarHola , Josep Maria: Es también ese instante que ayuda a convivir con un paisaje que se escapa entre las manos a fuerza de tantos planes de (ab) usos.
EliminarMolt bo, Elsa. Té tots els ingredients d'una bona prosa poètica. I és un minúscul espai, amagat a la vista de la majoria de vianants, el que toca la fibra d'una bona escriptora. Una abraçada. Victòria
ResponderEliminarMolt bo, Elsa. Té tots els ingredients d'una bona prosa poètica. I és un minúscul espai, amagat a la vista de la majoria de vianants, el que toca la fibra d'una bona escriptora. Una abraçada. Victòria
ResponderEliminarMuy bello el texto, a ver si voy a ver el espacio que habite una vez
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