Me
quedé detenida sin animarme a bajar las escaleras, no veía el final
de ellas y tuve miedo. Entonces
busqué el mechero en el fondo de mi bolso, intentando dar luz a ese
espacio desconocido que se abría ante mis pies. Bajé a tientas y di
con una puerta formada por paneles de cristales opacos. El tango
seguía: Esta
noche amiga mía el alcohol nos ha embriagado que me importa que nos
miren y nos llamen los mareados.
Giré el picaporte y ante mí se abrió un espacio iluminado por una
luz tenue
que envolvía a los que por allí deambulaban. Al fondo, una barra de
bar hecha con listones de madera de dos tonos y cubierta por una
encimera de formica roja. Pensé que había perdurado intacta desde
los años cincuenta o sesenta, igual que las mesas, de patas delgadas
y abiertas, que se distribuían siguiendo un banco corrido, forrado
de plástico también rojo. Un gran espejo, al fondo, duplicaba el
espacio.
Parejas
enlazadas seguían apasionadamente el ritmo de los tangos. Busqué
con la mirada a mi hombre. Distinguí su figura sentada frente a una
copa que acababan de servirle. Me acerqué a la barra, desde allí
podía observar mejor su imperturbable gesto de pasmado feliz.
Supe
enseguida que aquel lugar no era para una mujer sola y menos para
quien no sabía bailar tangos. Charo de Nualart me había hablado de
sitios así donde ella, burguesa y excéntrica, se escapaba a bailar
cuando su marido estaba de viaje, lo cual sucedía dos o tres veces
por semana. Charo era una experta en esa danza.
Mis
fantasías eróticas nunca habían peregrinado hacia los brazos de
esporádicos acompañantes que me hicieran girar durante los tres
minutos que dura un baile. Pero sobre todo, y a pesar de que la
música y las letras de los tangos me entusiasmaban, el aprender a
bailar dejó de interesarme cuando me di cuenta que la práctica de
esta danza era como una militancia política. Había que dedicarle
tiempo, entusiasmo y devoción. Y yo desde hacía años huía de las
fidelidades, me había aburrido durante demasiado tiempo
practicándolas. Pensaba en todo eso mientras bebía la cerveza que
un camarero de pajarita negra me había servido. Tenía mucha sed y
no sabía qué estaba haciendo allí, así que pedí una segunda
vuelta. Repasé una por una las parejas que evolucionaban por la
pista de baile, no eran ni viejos ni jóvenes, eran tal como yo veía
a los mayores -mis padres, mis tíos- cuando era pequeña. Todas las
mujeres llevaban faldas y tacones altos, todos los hombres americanas
y corbatas.
Yo
desentonaba con mis botas de suela de goma y tejanos, pero nadie
parecía mirarme y tampoco me importaba. Él seguía con su mismo
gesto de lejana beatitud apurando una copa que parecía inagotable.
Una
mujer se acercó a la barra, estaba también sola. Llevaba el pelo
crepado, duro de laca, y la mitad de sus grandes senos asomaban desde
el escote de un vestido estampado. Me preguntó si era la primera vez
que iba allí, pues ella nunca me había visto. Le respondí que sí.
-Acá
todos nos conocemos, ¿sabés? ¿Y vos viniste sola o esperás a
alguien?
-Vengo
detrás de ese -respondí como bromeando, mientras señalaba a mi
hombre.
-¿Ese?,
¡¿qué le viste?! Tiene fama de raro -agregó en tono confidencial,
acercándose a mí tanto que olí la laca dulzona con la que había
rociado su peinado. -Habla poco, y solo baila cuando ponen los tangos
de D’Arienzo, será por lo de “El Rey del compás”. En
Argentina a D’Arienzo le decimos “El Rey del compás”, y como a
ese parece que le falta el alma a lo mejor necesita que alguien se la
sople desde afuera. Con D’Arienzo nadie se resiste. Muchos
prefieren bailar con Pugliese, es más intelectual, demasiado difícil
para mi gusto, che. Así que vos y ese tipo…
-¿Y
tú con quién bailas? -pregunté interrumpiéndola, pues no quería
tener que explicarle la ridícula historia que me había llevado
hasta allí.
-A
mí me gusta el tango clásico. Vengo a bailar sola todos los
sábados desde hace mucho tiempo-. Acabó la frase mirándome de
reojo mientras encendía un cigarrillo que dispuso en la punta de una
boquilla negra con estrellitas plateadas.
La
música invadió de nuevo el local, esta vez el compás era marcado
por un ritmo sincopado, tango también pero más ligero, más
vibrante.
-Ahí
tenés a D’Arienzo, ahora vas a ver bailar a tu tipo -me dijo la
mujer, codeándome para que girara la cabeza y que no me perdiera el
anunciado espectáculo.
Entonces
vi al caballero nocturno hacerle un gesto casi imperceptible de
invitación al baile a una mujer. Ella le respondió bajando sus
ojos, enmarcados por los finos arcos de unas cejas delineadas con
lápiz. Los dos se pusieron de pie y se encontraron en la pista de
baile. Él bailaba casi sin rozar el cuerpo de su compañera, pero
los dos parecían haber ensayado sus pasos infinitas veces. Vi los
pies pequeños de la mujer, calzados con sandalias de tacón que
presionaban un empeine regordete, girar airosos siguiendo los zapatos
brillantes y acordonados del bailarín.
-¿Cómo
hacían para saber cuando había que cruzar los pies, avanzar,
esperar a la pirueta, arremeter con el compás? -pregunté a la mujer
que tenía a mi lado
-Si
querés te enseño –respondió decidida.
-Esto
no es una verbena, aquí las mujeres no bailan entre ellas. Los roles
están tan marcados. Los hombres tan hombres, las mujeres tan
mujeres, si parece todo de otra época.
-¿Qué
época? Acá siempre es así. Pero sólo hay una excepción, yo. Yo
sólo bailo con mujeres.
Solo
atiné a decir -¡Ah! -mientras ella continuó:
-
Ya están acostumbrados a verme bailar con mujeres, todos saben que
en el tango solo puedo llevar, no me sale el dejarme llevar. Me
acostumbré así… A veces, siento que bailando me convierto en un
varón.
-Pues,
no se nota- dije estúpidamente mientras miraba sus enormes senos
que pugnaban por escapar de su vestido ajustado.
Y
entonces me cogió de la mano y con un enérgico -¡Vamos!- me llevó
hacia la pista.
-Vos
sólo seguí lo que mi mano en tu cintura te indique -me aconsejó.
Y
entonces no sé si fue por efecto del alcohol, la música o el arte
de aquella mujer que sentí que podía bailar, a pesar de que la
suela de goma de mis botas hacía bastante difícil arrastrar mis
pies, como se requería. Pero todo inconveniente era salvado porque
la música de “El Rey del compás” se había metido en mi cuerpo,
y ya nada me importaba más que hacerla salir en forma de exactos
movimientos.
Seguí
bailando hasta que D’Arienzo se agotó, entonces le sucedieron
otros tangos con letras nostálgicas. La gente volvió a sus mesas y
a encargar bebidas.
Volví
a ocupar el lugar que tenía junto a mi acompañante. Y desde allí,
observando a ese hombre que, ajeno a todo, me había llevado hasta
ese rincón del Carmelo, pensé que quería tenerlo cerca, olerlo de
nuevo.
-Hace
mucho que viene por aquí –pregunté a mi maestra de tango,
señalándolo.
-Dale
con el muñeco -me respondió -¿No te das cuenta que es como un
muerto? Sólo invita a bailar a quien se le pone enfrente, no busca
con la mirada, a él lo encuentran. Vos también lo encontraste, ¿no
es cierto?
Era
cierto lo había encontrado, pero, ¿para qué?, ¿por qué? Si
lograba bailar con él quizás lo sabría.
Fui
en busca de su mirada, me senté en una mesa frente a él. Había que
esperar otra vez que la música de D’Arienzo lo motivara ¿Cuánto
tiempo pasó? No sé. El ambiente se volvía más espeso, mucho humo
y movimientos extraños de idas y venidas a los lavabos. Se lo hice
notar a mi acompañante que me había seguido hasta la mesa.
-Parece
que por aquí la cerveza provoca ríos -dije chistosa y señalando el
tráfico de idas y venidas que atravesaban las puertas de los
lavabos. Ambas pintadas de color beige amarillento y donde para
diferenciarlas habían mal dibujado unos labios pintados en una y un
sombrero de copa en la otra. Inocentes objetos que, seguramente sin
intención expresa, remitían a una manifiesta simbología genital.
Entonces me llegó diferida la respuesta de la mujer que tenía a mi
lado.
-No
es la cerveza, es coca. Un nariguetazo y bailan toda la noche,
frescos como lechugas.
-¿Y
tú también?
-Avisá
piba, yo no me quiero morir joven. Mirá, ¿ves aquellos de pie en la
esquina de la barra? Son polis, ellos son los que la traen y la
reparten. Y después dicen que con Franco se acabó la juerga.
-
Pero Franco murió hace ya años…
-
Nena, ¿qué te pasa, la cerveza se fue al cerebro? ¿Desde cuándo
Franco está muerto?
-
Quizá, cuando sucedió tú estabas en Argentina, pero si fuera así…
Y
continué con un discurso sobre las posibilidades que había para que
esa mujer hubiese permanecido, durante años, ignorante de la muerte
de Franco.
Ella
ya no me respondió y yo acabé pensado que, tal vez, fuera una de esos rezagados añorantes del Caudillo que aún pensaban que
volvería, si no él en persona sí sus ideales…Y entonces, comencé
a desconfiar. ¿Quién era en realidad? ¿Y si formaba parte de esa
red de siniestros personajes llegados durante la última dictadura
militar argentina para delatar exiliados?
Ella,
ajena al devenir de mis pensamientos, miraba con atención la pista
de baile y fumaba muy despacio, echando el humo en forma de
nubecitas. Mientras tanto el hombre que me había llevado hasta allí,
tal como lo anunciara la argentina, no había vuelto a bailar.
Permanecía inmóvil, con los dedos de su única mano rígidos sobre
la mesa, el índice señalando algo y los otros dedos retraídos.
Ya
de madrugada, cuando muchas parejas se habían ido y otras se miraban
intensamente a los ojos, volvió a sonar la música de D’Arienzo.
Entonces, me puse delante de la línea de visión de mi hombre. Y
cuando cabeceó supe que era a mí a quien dirigía la señal. Cerré
los ojos asintiendo y acompañando este gesto con un leve movimiento de cabeza hacia abajo. Y fui hasta la pista, allí nos encontramos.
Vi de cerca su cara lisa y brillante y su pequeño y negrísimo
bigote asardinado.
Sentí su única mano posarse apenas sobre mi cintura. Yo busqué la
ausencia de la otra y allí, donde ésta debía comenzar, me así a un
costurón de carne que ofrecía al tacto la experiencia de una forma
nueva que contenía toda la sensualidad de la repulsión. Al
principio lo rocé con delicadeza, pero cuando su única mano indicó a mi cuerpo lo que debía hacer, sujeté
decidida aquella otra forma cálida dibujada con los relieves de una
antigua herida. Y como si me viese en una película, supe que mis
pasos se correspondían exactamente con los suyos, y fue entonces cuando me dijo:
-
No te preocupes, lo estás haciendo bien.
No
volví a oír su voz y no pude distinguir su acento. Era una voz
plana, anodina, que me había llegado como desde un interior vacío.
Pero el olor a menta, tabaco y azahar de los hombres de mi infancia
volvió a mí, mezclado con esa pizca de humedad que exhalaba su
traje.
¿Con
qué medida expresar el tiempo en el que me dejé llevar por el
extraordinario caballero de mano ausente y mirada vidriosa? Cuando la
música acabó me acompañó hasta mi mesa, y al dejarme imitó una
pequeña reverencia, se acomodó la americana y dio media vuelta.
Cruzó la pista y le vi buscar la puerta de salida.
La
argentina también se había ido. Miré mi reloj, se había detenido
a las diez de la noche. Al salir del local respiré hondo, la media
luz de la mañana y el frío me sorprendieron. Tenía sueño, mucho
sueño y ganas de volver a casa.
Al
pasar por la boca del metro de Horta le vi otra vez, mi hombre
caballeroso bajaba las escaleras. Y seguí nuevamente sus pasos como
una sonámbula.
¿A
dónde quería llegar? Sabía que todo había acabado, y estaba casi
segura de que en cualquier momento se desharía en el aire convertido
en humo, en el mismo humo que había exhalado la fumadora argentina
que esa noche me había acompañado. Hice el gesto de bajar yo
también las escaleras, pero el cansancio y lo ridículo de mi
situación me vencieron y continué mi camino alejándome hacia la
plaza Ibiza.
Cuando
llegué a casa me eché en el sofá y allí mismo comencé el relato
de esta historia hasta que el sueño acabó con mi conciencia.
Días después, la obligación de entregar uno de mis trabajos a una agencia que tenía su sede casi al final de la calle Hospital condujo mis pasos hasta la tienda de “Ropa para el caballero elegante. Ropa Deportiva y de trabajo. RIUS s.a.”. La misma tienda cuyos maniquíes habían llenado de terror mis paseos infantiles por aquella misma calle. Me detuve allí atraída por lo que antes había sido repulsión.
Sastrería fotografiada por Francesc Català Roca |
La tienda festejaba su ochenta aniversario y como repaso
de su historia habían dispuesto, enmarcados en metal, varios
recortes de periódicos que hacían alusión a ella. Entre éstos uno
que anunciaba la próxima inauguración para el mes de septiembre de
1912; otro en el que el marqués de Comillas aparecía fotografiado
comprando en la tienda, en junio de 1927. Y fechado el 11 de mayo de
1964, el viaje del señor Rius -hijo del fundador de la empresa- a
Buenos Aires, donde inauguraba una sucursal. A su lado la señora
Rius, originaria de la ciudad del Río de la Plata, reía a la cámara
mostrando su generosa pechuga que escapaba del escote de un vestido
ajustado. Entre sus dedos sostenía, con gesto descarado, una
boquilla en cuya punta humeaba un cigarrillo. Confundida por la
coincidencia que me remontaba a la extraña noche vivida en el
Carmelo, busqué una respuesta en los maniquíes que seguían
sonriendo, y advertí entonces que una mano se había desprendido de
uno de ellos, el más alto, el de pelo negro y bigotitos asardinados.
No hay comentarios:
Publicar un comentario