Séptima epifanía
(Para
Carlos Moreira)
Algo pasó
aquella noche que alteró la lógica de todas las convenciones,
incluso aquella por la que creemos que el tiempo es unidireccional y
que a noviembre le sucederá, inexorablemente, diciembre.
Meses
después, cuando quise volver a recordarlo, busqué en mi agenda lo
que allí creía haber escrito. Estaba segura que durante todo el mes
de diciembre había ido anotando mis citas dejando atrás un largo
relato; éste comenzaba en una página correspondiente a los finales
de noviembre y acababa en octubre, lo había escrito utilizando las
páginas al revés para no estropear los espacios dedicados a los
días que vendrían. La agenda estaba olvidada en un cajón junto a
otros papeles. La abrí, y en el mes de noviembre no había nada que
no fuesen las anotaciones normales. Citas con médicos, con mis
amigas, fechas de entrega de trabajos, el día en el que realicé el
último viaje con mi ex marido, entrevistas con abogados. Hoy me
dispongo a rehacer, con lo que queda en mi memoria, aquella noche.
Creo que los fantasmas salen a nuestro encuentro de los lugares más inesperados. Este estaba a punto de cruzar la calle en la confluencia de Tajo y Fulton, dando la espalda a la gasolinera. Detenidos él y yo por la luz roja del semáforo, nos separaba el ancho de la calle y el tráfico. Volví a mi infancia contemplándolo. Alto y con los hombros y la cabeza ligeramente hacia delante. Cuando el semáforo dio paso a los peatones lo vi venir hacia mí, sus brazos separados del cuerpo se movían acompasados, me llamó la atención el gesto de una de sus manos con el índice apuntando hacia afuera y el mayor con el pulgar formando una o, gesto que remarcaba con mayor intensidad la ausencia de su otra mano. Su cara redonda y las mejillas afeitadas, brillantes y lisas. Destacaban sobre sus labios unos finos bigotes dispuestos en ángulo como dos sardinitas, tan negros como su pelo. Vestía una impecable americana a cuadros, camisa blanca y corbata oscura. El gesto extraño, que describí como de “andar inmóvil”, me recordó a los maniquíes antiguos. Ellos habían sido el terror de mi infancia. Mi padre se veía obligado a protegerme entre sus brazos cada vez que los veía detrás de los cristales de una sastrería, ordenados y siempre sonrientes, exhibiendo los trajes que estaban a la venta.
Pensé
que ese hombre que venía hacia mí compartía con aquellos muñecos,
a los que ya no temía y hasta había olvidado, un aire de
“caballerosa deferencia”. La esquemática sonrisa, el gesto como
de “ceder el paso a las damas” que a la vez indicaba un orgullo
masculino estereotipado, todo esto irradiaba desde lo alto de su
mirada. “Tiene algo también que me recuerda a mi difunto tío
Héctor”, concluí.
Mi
tío nos visitaba los fines de semana, ingresaba al salón luego de
atravesar el marco de la puerta, ante el que debía inclinarse para
no toparse con él. Antes de irse me ofrecía un billete pequeño
-“para caramelos”- que siempre olía bien, como mi tío, como
aquellos hombres antiguos con olor a azahar, tabaco y pastillas de
menta.
Cuando
el hombre que observaba llegó al fin a cruzarse conmigo,
percibí ese olor inconfundible, el mismo de mi tío, si bien es
cierto que mezclado también con un dejo de humedad. Seguí mi camino
en sentido opuesto al que el hombre llevaba. Cuando alcancé la acera
giré para volver a mirarlo, se destacaba entre los paseantes que ese
sábado a la noche circulaban por las inmediaciones del cine Lauren.
Y movida por un impulso inexplicable olvidé mis planes de feliz
y recién estrenada soledad de divorciada y atravesé nuevamente la
calle, esta vez en sentido contrario, dispuesta a seguir a aquel
“caballero”. Creo que entonces dejé de pensar rectamente,
dejándome llevar como una sonámbula detrás de ese personaje
familiar y algo siniestro.
No
me fue difícil ir detrás de él sin que lo advirtiera, el Paseo
Maragall estaba lleno de familias con niños que se acercaban al cine
que anunciaba el estreno de Harry Potter. Lo vi detenerse ante un
kiosco y comprar pastillas de menta. Luego giró siguiendo Llobregós
hacia arriba. Entonces dudé si continuar con mi juego. Conocía bien
esa calle de largos paredones con grafittis, iba a ser un paseo por
lo ya conocido, el recorrido del autobús, el 39. Por allí nada
puede suceder, me dije. Pero la noche era clara, el cielo estrellado,
y seguí caminando mientras pensaba en lo idiota de mi juego. Quizás
aquel hombre detendría sus pasos ante una de esas casitas rurales
que aún perduran en esa parte del barrio, allí viviría su madre.
Y él cada sábado volvería a visitarla, eso era todo.
Pero
no fue así, pasamos los paredones y las casitas y al fin llegamos a
la Rambla del Carmelo. Y continué detrás de él, que marchaba
seguro, internándose entonces hacia las más empinadas calles de
este barrio. Allí donde los edificios hunden sus plantas bajas a dos
o tres pisos bajo el nivel de la acera, edificios de desordenado
urbanismo y de factura barata que se pierden entre escaleras y
pasajes estrechos. Habíamos dejado atrás las calles animadas del
centro de Horta. Llegaba a mí desde las ventanas abiertas el ruido
de los platos que se disponen sobre la mesa, la televisión
vociferante, el llanto de un niño… la vida familiar que se
escurría, nada más. Y así, acera tras acera, iba yo jadeante por
el esfuerzo de seguir los largos pasos de quien me precedía en la
geografía irregular de ese barrio proletario.
Pero a la altura de la calle Pasarell algo cambió. Un murmullo humano subió desde los bajos de un edificio y fue ocupando el aire con insistencia, aunque fue interrumpido de pronto por la cadenciosa música de un tango. El hombre se alejó de mi vista bajando unas escaleras que se internaban en la oscuridad y fue absorbido por el compás del tango que entonces oí con nitidez, Los mareados: “Hoy vas entrar en mi pasado, en el pasado de mi vida…”
Conozco
bien los tangos más famosos. Conservo de mi familia una colección
de discos de pasta. Me atrae de ellos la melancolía que surge del
sonido de la aguja arrastrándose sobre la mágica esfera negra que
desgrana relatos de amores imposibles, hombres abandonados y
muchachas engañadas.
continuará...
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