Octava epifanía
Caminábamos por la calle
México una tarde tórrida de sol que teñía los edificios de un
color naranja intenso. Avanzábamos mamá y yo, mi pequeña mano
aferrada a la suya -para mí, en la calle México siempre se pondrá
el sol, al igual que la calle Sarandí contiene en su nombre todo el
frío y el viento del invierno porteño.
Fue allí, en la calle
México, donde vi que mi papá venía hacia nosotras sonriendo, con
aquella sonrisa de publicidad de gomina que caracterizó sus años
jóvenes. Nos dio un beso, me alzó en sus brazos y me llevó al
kiosco más cercano. Allí me compró un chupetín envuelto en un
papel con una espiral azul y anaranjada.
Tiempo
después llegó a casa una postal. No
venía de Milán, como nos había prometido la mujer de gafas
oscuras, sino de Roma. Fue todo un acontecimiento, nunca habíamos
recibido nada de Europa. Guardamos
la misiva durante muchos años entre los papeles importantes: recibos
de alquiler y documentos. Estaba dirigida a mi padre, y al final
enviaba recuerdos
para mi madre y un beso para mí. Era de la mujer italiana de las
gafas oscuras. Decía trivialidades, como lo feliz que estaba de
volver a su país, pero añadía una frase extraña que mi madre
sospechó alusión a un secreto amorío que la extranjera mantenía
con mi padre. La frase era algo así como: "La
Solapa
cree que el tiempo es malo". Mi padre aseguraba que la italiana
había querido decir otra cosa y le salió aquella incoherencia.
(...) no venía de Milán, como nos había prometido la mujer de gafas oscuras |
Fue entonces cuando, en
una sobremesa compartida con Merelle, el antiguo camarada de mi
padre, los oí comentar este suceso.
–Tendríamos
que haberlo hecho mejor, quizás se hubiera salvado– y, moviendo la
cabeza de arriba abajo, mi padre se quedó, de pronto, con la mirada
fija, como siempre que algo le entristecía o le hacía reflexionar
sobre las cosas de la vida.
-IV-
Cada
vez que pienso en aquella otra tarde, una voz en mi interior me dice:
la
ceremonia del adiós,
y me veo en la terraza de la última casa donde malvivieron mis
padres. Las baldosas rojas y las latas de aceite, los botes de
plástico y alguna maceta de cerámica rebosantes de plantas
descuidadas, apretujadas en aquel septiembre porteño que las llamaba
a florecer. Inclinados sobre ellas mi padre y yo arrancábamos hojas
marchitas, recortábamos ramas de geranios y removíamos, con
dificultad, la tierra reseca. Papá se agitaba en el esfuerzo, pero
lo sentía contento de estar juntos. Yo vivía ese momento con la
nostalgia de un recuerdo que aun no lo era.
Tratando de alargar
aquella ceremonia se me ocurrió decir:
–¿Te
acordás de la
Solapa?
Otra
vez la nube pasó por los ojos de mi papá, como la que
había
visto un momento antes en la cocina. Alguien había descrito la
muerte de un conocido y cómo el cuerpo de éste, envuelto en un
plástico, había sido llevado a la nevera del hospital. Fue rápido,
pero percibí su mirada fija en un lugar lejano, íntimamente suyo,
donde por un instante, estoy segura, contempló su propio cadáver y
tuvo frío.
Era la segunda vez en el
día que lo espiaba mirando aquel "otro mundo". Y siempre
con sus ojos puestos tan lejos, me dijo:
–Todo
eso fue un error. –Y volviendo a ser aquel Guillermo irónico de
otros tiempos agregó sonriendo, mostrando sus dientes caballunos:
–Estábamos
todos locos.
–Quienes eran todos?
–Los
muchachos con los que trabajaba: Merelle, Ambrongno, Sonni... ¿No
sabés que planeamos secuestrar a Walton?
–¿Al
de la Alianza Nacionalista?
– Sí,
esos matones fascistas de la Alianza. Algunos
eran policías, fueron los que se encargaron de secuestrar al doctor
Ingalinella. Sabíamos que lo tenían escondido en alguna dependencia
policial, seguramente lo habían traído a Buenos Aires, a la Sección
Especial, donde se encargaban de torturar a los comunistas. Y
pensamos que si secuestrábamos a Walton podríamos negociar la
aparición de Ingalinella…
–¿Y
la Solapa,
qué tiene que ver en todo esto? –le pregunté expectante, ante el
desvanecimiento de aquella sombra que formaba parte de los misterios
de mi infancia.
–La
Solapa
era el piloto de Walton.
–¿¡Y
cómo lo conseguiste!?
– Fue
casualidad, estábamos en un congreso de los metalúrgicos, nosotros
teníamos que estar afiliados a esa rama sindical. Habíamos pasado
toda la tarde discutiendo. A los comunistas nos tenían fichados
porque había mucho kilombo dentro del sindicato. Walton y sus
matones también merodeaban por el acto alardeando de cargar
pistolas. Era muy tarde, y dentro del local hacía un calor
insoportable. Walton se había quitado el piloto y se encaraba a un
tipo sacando pecho. Cuando ya nos íbamos, alguien cerca de mí
gritó:
–¡Che,
Guillermo! -Me
di vuelta, pero llamaban a Walton, que también se llama Guillermo. Y
otra vez el grito:
–¡Che,
Guillermo, no te dejés el piloto! -Pero Walton seguía discutiendo,
y el tipo se cansó de avisarle y se fue.
Todo pasó en un segundo,
yo agarré aquel piloto que Walton no iba a volver a buscar, ya no
llovía y el tipo estaba tan caliente por la discusión que se había
olvidado que lo había traído puesto. Lo vi salir con la cara
enrojecida, y haciendo grandes alharacas con las manos se perdió
adentro de un coche que lo estaba esperando. Entonces salí rajando.
No sabía para qué lo quería, pero me lo llevé. Aunque lo supe
cuando me di cuenta que adentro de uno de sus bolsillos había una
pistola. Había también un paquete de pastillas de mentol, fasos y
un manojo de llaves, y una billetera con sus documentos. Me fumé los
fasos, ¡con un gusto!, aunque eran rubios, y me comí todas las
pastillas, mirá de qué me acuerdo... En la billetera no tenía
guita, la hubiera dado al Partido.
Aquella noche, cuando
volví a casa, colgué el piloto de un clavo, que clavé detrás del
ropero, y te asusté para que no lo tocaras. Al otro día les conté
a los muchachos lo que había encontrado y a Sonni, que era el enlace
nuestro con el Comité Central del Partido, se le ocurrió lo del
secuestro. Pero me dijo que la pistola había que entregarla al
Partido.
Cuando
dieron el permiso de secuestrar a Walton para cambiarlo por el doctor
Ingalinella devolvieron la pistola, esa era la señal para comenzar a
actuar. No
se la llevaron a Sonni porque él estaba muy fichado. Era todo muy
fácil, teníamos su domicilio y sus documentos. Con el pretexto de
devolvérselos, una de las chicas del Partido lo iba a citar fuera de
su casa.
Pero todo fue para la
mierda, aquel mismo día nos agarró la cana haciendo una volanteada
desde lo alto de una obra en construcción. Pensábamos que no
corríamos ningún riesgo haciendo aquello. Los volantes eran para
denunciar la desaparición del doctor Ingalinella.
A Ambrogno y a mí nos
largaron pronto, después de reventarnos a patadas. Pero a Sonni, que
ya estaba fichado, lo tuvieron unos cuantos meses en la cárcel de
Las Heras. Ésto complicó todo –concluyó mi padre, y se quedó de
nuevo perdido en sus recuerdos.
Volviendo en sí, movió
la cabeza de un lado a otro, como tenía por costumbre para remarcar
alguna bronca que tenía contra algo o alguien, y continuó:
–Estábamos
seguros que a Ingalinella lo tenían
vivo. ¿Cuántos meses lo habrán estado torturando? Andá a saber.
Era un hombre bueno que sólo sabía cuidar a los que lo necesitaban.
No interesaba a nadie. Así que cuando Codovila… Vos
sabés quién era Codovila, ¿no?
–Sí,
el secretario general del PC.
–Sí,
bueno, cuando Codovila se fue a Europa y se entrevistó con Togliatti
se paró todo. Fue como si se olvidaran de Ingalinella. Qué
se yo, pasaron tantas cosas, de la noche a la mañana se empezó a
criticar a Stalin y todo se centró en eso. Yo ya no entendía nada,
y los mandé al carajo.
(...) nosotros teníamos que estar afiliados a esa rama sindical |
Habíamos acabado con las
macetas, ya no quedaba ninguna por remover ni regar, el tiempo
detenido en otro tiempo que por un largo instante habíamos
recuperado volvía a su fluir inexorable. Mi papá, joven militante
comunista, retornaba al lugar de los recuerdos. Ante mí tenía otra
vez la imagen de un hombre envejecido que descendía las escaleras
arrastrando sus piernas cansadas y enfermas. Bajé la vista para que
no descubriera mi tristeza y encontré con la mirada sus mocasines de
plástico, ensanchados y usados como chancletas. Sus tobillos
vendados asomaban desde aquellos zapatos, que pregonaban la pobreza
digna donde había construido su vida.
-V-
Dos meses después volví
a Buenos Aires, mi padre había muerto el mismo día que le otorgaban
la jubilación, rodeado por la miseria de un hospital público en
pleno gobierno menemista.
Mi
madre quiso borrar todo lo que le recordara a su marido. Yo, sin
poder hacer nada, veía cómo
iba amontonando lo que, hasta hacía unos días, había sido parte de
mi padre: su escasa ropa, las camisas, los pantalones, los zapatos...
Rescaté un pulóver
blanco y la americana nueva, los guardé en mi maleta para llevarlos
conmigo.
Así, sus escasas
pertenencias las cargó en su camioneta un ropavejero. Mamá retuvo
la carterita de mano donde llevaba sus papeles personales. Allí
descubrí un poema. Un poema donde invitaba a su hermano muerto a
rencontrarse con él en el cielo, montando aquel caballo de su
infancia provinciana. Pensaba en todo esto una mañana caminando por
mi barrio porteño cuando, de pronto, en una esquina vi perdido de su
compañero aquel mocasín de plástico que aún conservaba la forma
del pie de mi padre, el ropavejero lo había perdido. Ni siquiera me
atreví a recogerlo.
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