Octava epifanía
(Para Gabi)
Hoy,
en un local de Caritas
donde se amontonaban objetos usados -recortes de vida de tanta gente-
encontré un collar hecho con diminutas frutas de cristal; estaba en
una caja de latón que alguna vez había contenido turrones de la
marca Puig, de Agramunt. Allí, entre botones de nácar,
hebillas de metal, artilugios antiguos para máquinas de coser...
brillaba el colorido del collar; era idéntico al que llevaba puesto
aquella mujer de las gafas de sol. Fue en Buenos Aires y en la
misma época en la que apareció por casa La
Solapa.
La
Solapa
era una sombra detrás del armario. En mi casa poco espacio había
para secretos, toda ella se componía de una sola habitación. El día
que mi padre trajo a casa La
Solapa
me dijo, acercándome aquel impermeable oscuro a la cara: “¡Uhhh!,
no la toques... es...¡ La
Solapaaaahhh!”.
Y, luego de martillar un clavo detrás del armario, allí lo colgó.
A
veces la espiaba, sobre todo de noche antes de dormir, cuando la luz
de la lámpara hacía que las sombras se agigantaran.
La
Solapa
tenía dos sombras, una casi transparente y otra muy oscura.
Acostumbraba
a quedarme dormida en la cama de mis padres mientras ellos leían y
yo los iba observando hasta que se me cerraban los ojos. El libro de
mamá era enorme, y tenía unos dibujos extraños sobre papel
brillante. Eran imágenes de palacios aztecas, nobles indígenas y
conquistadores españoles; lo recuerdo falto de cubiertas. Años más
tarde supe su título: La
hija de Moctezuma.
El libro de papá sí tenía cubiertas, eran de un azul grisáceo y
sobre éste se destacaba recuadrado el perfil de dos hombres. Uno era
de rostro anguloso y una frente que se convertía en cabeza, adornada
con una prolija barba en punta; al
otro, en contraste, le salía el pelo como una ráfaga de viento que
se cerraba sobre su frente estrecha; un bigote patriarcal, al que yo
asociaba con las raíces de un puerro, escondía su boca.
Una
noche, arrebujada entre mis padres –y cuando el sueño ya iba
bajando mis párpados mientras recorría con mi mirada las páginas
de uno de esos libros que ellos sostenían entre sus manos-, se me
ocurrió que las historias que leían se dibujaban en las formas que
adquirían los bloques de letras; caminos tortuosos que se abrían de
arriba abajo, de abajo arriba, o de izquierda a derecha. Me expliqué
entonces que la lectura debería consistir
en encontrar los dibujos que conformaban los bloques de letras, en su
combinación con los espacios que quedaban entre ellas, de arriba
abajo, de izquierda a derecha y viceversa, y así, aprendiendo a ver
esos dibujos, iría surgiendo la historia que transcurría
en aquellas páginas.
Le
expliqué mi descubrimiento a mi madre y ella me prometió que al día
siguiente me compraría el libro
Upa,
con el que los niños argentinos de mi generación aprendimos a leer
antes de ser escolarizados.
Eran imágenes de palacios aztecas, nobles indígenas y conquistadores españoles |
(...) en aquel momento decidí que cuando fuese grande seria una mujer de gafas oscuras y cartera |
Mamá
escrutaba a la mujer con recelo y envidia, y no pudo contenerse de
remarcar el original collar, con diminutas frutas de cristal, que
llevaba.
–¿Le
gusta?, es de Murano– dijo mientras miraba su reloj pulsera con
impaciencia. Finalmente se puso de pié y sacando del bolso un
paquete agregó:
–Esto
es para que Guillermo, se lo entregue a Sonni.
Salude de mi parte a su marido, y dígale que ya les enviaré una
postal cuando llegue a Milán. -Se fue dejando en la pieza olor a
tabaco y maquillaje.
No
nos atrevimos a abrir el paquete porque era para Sonni,
un compañero de trabajo de mi padre. Si
la mujer le hubiese dicho: "es para Guillermo",
inmediatamente hubiéramos sabido su contenido.
Aquella noche era tarde y
papá no llegaba. Preocupada por el retraso, mi madre me sacó de la
cama, y casi arrastrándome, me llevó hasta la casa de Sonni. Salió
a recibirnos Clara, su mujer, también militante del Partido.
–¡Sonni,
Ambrogno, y Guillermo están presos! –dijo mientras nos empujaba
hacia dentro, cerrando la puerta apresuradamente. –Recién se fue
Merelle, él me avisó, me dijo que iba hacia tu casa.
–Pero,
¿qué hicieron?
–¡Y
yo qué
sé!, Me dijo Merelle que están en la Sección Especial, ya sabés,
donde llevan a los comunistas a molerlos a palos y a ponerles la
picana eléctrica. Y Clara empezó a sollozar.
Mamá,
haciéndose la valiente –o
quizás porque ya en aquella época había comenzado a aprender a
distanciarse de la vida que llevaba mi padre–,
contestó con un:
–Bueno,
no será para tanto.
–Sí,
sí, que es para tanto. Luisa, ¡hay que ir a buscarlos, a decirles
que los larguen, que ellos no han hecho nada malo! Porque no deben
haber hecho nada malo, son unos pobres pelotudos... ¿Qué pueden
haber hecho? Seguro que una volanteada, ¿qué más? Al menos que
quede constancia de que los familiares saben que están allí. Eso es
importante. Merelle dijo que iría a avisar al abogado del Partido.
Mi
madre entonces deslizó el paquete misterioso en manos de Clara. Al
abrirlo se encontraron con una pistola, como las que salían en las
películas de vaqueros pero más cuadrada, más negra y más pesada;
al menos es la impresión que a mí me dio.
Las
mujeres se quedaron mudas. Clara, nerviosa, la escondió en el ropero
disimulada entre las sábanas. Luego salieron en busca de sus maridos
hacia aquel lugar que a mí me sonaba tan enigmático: la Sección
Especial.
Aquella noche me quedé a
dormir en casa de Clara, arrullada en los brazos de su suegra, una
señora de piel muy arrugada y muy suave que olía a talco. Antes de
cerrar los ojos vi que, escondida detrás de una puerta, se asomaba,
tímida, una tortuga. Recuerdo que mi madre me amenazaba, ante mi
negativa sistemática a bañarme, con que me convertiría en tortuga,
como aquella que estaba en casa de Clara y Sonni. Ya que aquel animal
cascarudo, según la historia que ella me relataba, había sido una
niña -la única hija de esa pareja amiga, quien, como yo, lloraba a
moco tendido cada vez que su madre intentaba darle un baño. Así, la
acumulación de mugre sobre su cuerpecito se fue convirtiendo, con el
paso del tiempo, en la capa córnea de una tortuga. Me gustaba la
historia porque sabía que no era cierta, pero explicaba el
protagonismo que aquel animal, tan discreto, tenia en esa casa, y el
cariño que todos le profesaban.
(...)
aquel animal cascarudo, según la historia que ella me relataba,
había sido una niña.
continuará
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