Espacio dedicado a material relacionado con la novela de Elsa Plaza "El magnetismo del viento nocturno" y otras creaciones literarias
viernes, 25 de octubre de 2013
Xerrada: "Barcelona 1789. Les Revoltes del Pa i la Negreta, a càrrec d'Elsa Plaza
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miércoles, 23 de octubre de 2013
La caballerosa deferencia de los sábados por la noche (segunda parte)
Me
quedé detenida sin animarme a bajar las escaleras, no veía el final
de ellas y tuve miedo. Entonces
busqué el mechero en el fondo de mi bolso, intentando dar luz a ese
espacio desconocido que se abría ante mis pies. Bajé a tientas y di
con una puerta formada por paneles de cristales opacos. El tango
seguía: Esta
noche amiga mía el alcohol nos ha embriagado que me importa que nos
miren y nos llamen los mareados.
Giré el picaporte y ante mí se abrió un espacio iluminado por una
luz tenue
que envolvía a los que por allí deambulaban. Al fondo, una barra de
bar hecha con listones de madera de dos tonos y cubierta por una
encimera de formica roja. Pensé que había perdurado intacta desde
los años cincuenta o sesenta, igual que las mesas, de patas delgadas
y abiertas, que se distribuían siguiendo un banco corrido, forrado
de plástico también rojo. Un gran espejo, al fondo, duplicaba el
espacio.
Parejas
enlazadas seguían apasionadamente el ritmo de los tangos. Busqué
con la mirada a mi hombre. Distinguí su figura sentada frente a una
copa que acababan de servirle. Me acerqué a la barra, desde allí
podía observar mejor su imperturbable gesto de pasmado feliz.
Supe
enseguida que aquel lugar no era para una mujer sola y menos para
quien no sabía bailar tangos. Charo de Nualart me había hablado de
sitios así donde ella, burguesa y excéntrica, se escapaba a bailar
cuando su marido estaba de viaje, lo cual sucedía dos o tres veces
por semana. Charo era una experta en esa danza.
Mis
fantasías eróticas nunca habían peregrinado hacia los brazos de
esporádicos acompañantes que me hicieran girar durante los tres
minutos que dura un baile. Pero sobre todo, y a pesar de que la
música y las letras de los tangos me entusiasmaban, el aprender a
bailar dejó de interesarme cuando me di cuenta que la práctica de
esta danza era como una militancia política. Había que dedicarle
tiempo, entusiasmo y devoción. Y yo desde hacía años huía de las
fidelidades, me había aburrido durante demasiado tiempo
practicándolas. Pensaba en todo eso mientras bebía la cerveza que
un camarero de pajarita negra me había servido. Tenía mucha sed y
no sabía qué estaba haciendo allí, así que pedí una segunda
vuelta. Repasé una por una las parejas que evolucionaban por la
pista de baile, no eran ni viejos ni jóvenes, eran tal como yo veía
a los mayores -mis padres, mis tíos- cuando era pequeña. Todas las
mujeres llevaban faldas y tacones altos, todos los hombres americanas
y corbatas.
Yo
desentonaba con mis botas de suela de goma y tejanos, pero nadie
parecía mirarme y tampoco me importaba. Él seguía con su mismo
gesto de lejana beatitud apurando una copa que parecía inagotable.
Una
mujer se acercó a la barra, estaba también sola. Llevaba el pelo
crepado, duro de laca, y la mitad de sus grandes senos asomaban desde
el escote de un vestido estampado. Me preguntó si era la primera vez
que iba allí, pues ella nunca me había visto. Le respondí que sí.
-Acá
todos nos conocemos, ¿sabés? ¿Y vos viniste sola o esperás a
alguien?
-Vengo
detrás de ese -respondí como bromeando, mientras señalaba a mi
hombre.
-¿Ese?,
¡¿qué le viste?! Tiene fama de raro -agregó en tono confidencial,
acercándose a mí tanto que olí la laca dulzona con la que había
rociado su peinado. -Habla poco, y solo baila cuando ponen los tangos
de D’Arienzo, será por lo de “El Rey del compás”. En
Argentina a D’Arienzo le decimos “El Rey del compás”, y como a
ese parece que le falta el alma a lo mejor necesita que alguien se la
sople desde afuera. Con D’Arienzo nadie se resiste. Muchos
prefieren bailar con Pugliese, es más intelectual, demasiado difícil
para mi gusto, che. Así que vos y ese tipo…
-¿Y
tú con quién bailas? -pregunté interrumpiéndola, pues no quería
tener que explicarle la ridícula historia que me había llevado
hasta allí.
-A
mí me gusta el tango clásico. Vengo a bailar sola todos los
sábados desde hace mucho tiempo-. Acabó la frase mirándome de
reojo mientras encendía un cigarrillo que dispuso en la punta de una
boquilla negra con estrellitas plateadas.
La
música invadió de nuevo el local, esta vez el compás era marcado
por un ritmo sincopado, tango también pero más ligero, más
vibrante.
-Ahí
tenés a D’Arienzo, ahora vas a ver bailar a tu tipo -me dijo la
mujer, codeándome para que girara la cabeza y que no me perdiera el
anunciado espectáculo.
Entonces
vi al caballero nocturno hacerle un gesto casi imperceptible de
invitación al baile a una mujer. Ella le respondió bajando sus
ojos, enmarcados por los finos arcos de unas cejas delineadas con
lápiz. Los dos se pusieron de pie y se encontraron en la pista de
baile. Él bailaba casi sin rozar el cuerpo de su compañera, pero
los dos parecían haber ensayado sus pasos infinitas veces. Vi los
pies pequeños de la mujer, calzados con sandalias de tacón que
presionaban un empeine regordete, girar airosos siguiendo los zapatos
brillantes y acordonados del bailarín.
-¿Cómo
hacían para saber cuando había que cruzar los pies, avanzar,
esperar a la pirueta, arremeter con el compás? -pregunté a la mujer
que tenía a mi lado
-Si
querés te enseño –respondió decidida.
-Esto
no es una verbena, aquí las mujeres no bailan entre ellas. Los roles
están tan marcados. Los hombres tan hombres, las mujeres tan
mujeres, si parece todo de otra época.
-¿Qué
época? Acá siempre es así. Pero sólo hay una excepción, yo. Yo
sólo bailo con mujeres.
Solo
atiné a decir -¡Ah! -mientras ella continuó:
-
Ya están acostumbrados a verme bailar con mujeres, todos saben que
en el tango solo puedo llevar, no me sale el dejarme llevar. Me
acostumbré así… A veces, siento que bailando me convierto en un
varón.
-Pues,
no se nota- dije estúpidamente mientras miraba sus enormes senos
que pugnaban por escapar de su vestido ajustado.
Y
entonces me cogió de la mano y con un enérgico -¡Vamos!- me llevó
hacia la pista.
-Vos
sólo seguí lo que mi mano en tu cintura te indique -me aconsejó.
Y
entonces no sé si fue por efecto del alcohol, la música o el arte
de aquella mujer que sentí que podía bailar, a pesar de que la
suela de goma de mis botas hacía bastante difícil arrastrar mis
pies, como se requería. Pero todo inconveniente era salvado porque
la música de “El Rey del compás” se había metido en mi cuerpo,
y ya nada me importaba más que hacerla salir en forma de exactos
movimientos.
Seguí
bailando hasta que D’Arienzo se agotó, entonces le sucedieron
otros tangos con letras nostálgicas. La gente volvió a sus mesas y
a encargar bebidas.
Volví
a ocupar el lugar que tenía junto a mi acompañante. Y desde allí,
observando a ese hombre que, ajeno a todo, me había llevado hasta
ese rincón del Carmelo, pensé que quería tenerlo cerca, olerlo de
nuevo.
-Hace
mucho que viene por aquí –pregunté a mi maestra de tango,
señalándolo.
-Dale
con el muñeco -me respondió -¿No te das cuenta que es como un
muerto? Sólo invita a bailar a quien se le pone enfrente, no busca
con la mirada, a él lo encuentran. Vos también lo encontraste, ¿no
es cierto?
Era
cierto lo había encontrado, pero, ¿para qué?, ¿por qué? Si
lograba bailar con él quizás lo sabría.
Fui
en busca de su mirada, me senté en una mesa frente a él. Había que
esperar otra vez que la música de D’Arienzo lo motivara ¿Cuánto
tiempo pasó? No sé. El ambiente se volvía más espeso, mucho humo
y movimientos extraños de idas y venidas a los lavabos. Se lo hice
notar a mi acompañante que me había seguido hasta la mesa.
-Parece
que por aquí la cerveza provoca ríos -dije chistosa y señalando el
tráfico de idas y venidas que atravesaban las puertas de los
lavabos. Ambas pintadas de color beige amarillento y donde para
diferenciarlas habían mal dibujado unos labios pintados en una y un
sombrero de copa en la otra. Inocentes objetos que, seguramente sin
intención expresa, remitían a una manifiesta simbología genital.
Entonces me llegó diferida la respuesta de la mujer que tenía a mi
lado.
-No
es la cerveza, es coca. Un nariguetazo y bailan toda la noche,
frescos como lechugas.
-¿Y
tú también?
-Avisá
piba, yo no me quiero morir joven. Mirá, ¿ves aquellos de pie en la
esquina de la barra? Son polis, ellos son los que la traen y la
reparten. Y después dicen que con Franco se acabó la juerga.
-
Pero Franco murió hace ya años…
-
Nena, ¿qué te pasa, la cerveza se fue al cerebro? ¿Desde cuándo
Franco está muerto?
-
Quizá, cuando sucedió tú estabas en Argentina, pero si fuera así…
Y
continué con un discurso sobre las posibilidades que había para que
esa mujer hubiese permanecido, durante años, ignorante de la muerte
de Franco.
Ella
ya no me respondió y yo acabé pensado que, tal vez, fuera una de esos rezagados añorantes del Caudillo que aún pensaban que
volvería, si no él en persona sí sus ideales…Y entonces, comencé
a desconfiar. ¿Quién era en realidad? ¿Y si formaba parte de esa
red de siniestros personajes llegados durante la última dictadura
militar argentina para delatar exiliados?
Ella,
ajena al devenir de mis pensamientos, miraba con atención la pista
de baile y fumaba muy despacio, echando el humo en forma de
nubecitas. Mientras tanto el hombre que me había llevado hasta allí,
tal como lo anunciara la argentina, no había vuelto a bailar.
Permanecía inmóvil, con los dedos de su única mano rígidos sobre
la mesa, el índice señalando algo y los otros dedos retraídos.
Ya
de madrugada, cuando muchas parejas se habían ido y otras se miraban
intensamente a los ojos, volvió a sonar la música de D’Arienzo.
Entonces, me puse delante de la línea de visión de mi hombre. Y
cuando cabeceó supe que era a mí a quien dirigía la señal. Cerré
los ojos asintiendo y acompañando este gesto con un leve movimiento de cabeza hacia abajo. Y fui hasta la pista, allí nos encontramos.
Vi de cerca su cara lisa y brillante y su pequeño y negrísimo
bigote asardinado.
Sentí su única mano posarse apenas sobre mi cintura. Yo busqué la
ausencia de la otra y allí, donde ésta debía comenzar, me así a un
costurón de carne que ofrecía al tacto la experiencia de una forma
nueva que contenía toda la sensualidad de la repulsión. Al
principio lo rocé con delicadeza, pero cuando su única mano indicó a mi cuerpo lo que debía hacer, sujeté
decidida aquella otra forma cálida dibujada con los relieves de una
antigua herida. Y como si me viese en una película, supe que mis
pasos se correspondían exactamente con los suyos, y fue entonces cuando me dijo:
-
No te preocupes, lo estás haciendo bien.
No
volví a oír su voz y no pude distinguir su acento. Era una voz
plana, anodina, que me había llegado como desde un interior vacío.
Pero el olor a menta, tabaco y azahar de los hombres de mi infancia
volvió a mí, mezclado con esa pizca de humedad que exhalaba su
traje.
¿Con
qué medida expresar el tiempo en el que me dejé llevar por el
extraordinario caballero de mano ausente y mirada vidriosa? Cuando la
música acabó me acompañó hasta mi mesa, y al dejarme imitó una
pequeña reverencia, se acomodó la americana y dio media vuelta.
Cruzó la pista y le vi buscar la puerta de salida.
La
argentina también se había ido. Miré mi reloj, se había detenido
a las diez de la noche. Al salir del local respiré hondo, la media
luz de la mañana y el frío me sorprendieron. Tenía sueño, mucho
sueño y ganas de volver a casa.
Al
pasar por la boca del metro de Horta le vi otra vez, mi hombre
caballeroso bajaba las escaleras. Y seguí nuevamente sus pasos como
una sonámbula.
¿A
dónde quería llegar? Sabía que todo había acabado, y estaba casi
segura de que en cualquier momento se desharía en el aire convertido
en humo, en el mismo humo que había exhalado la fumadora argentina
que esa noche me había acompañado. Hice el gesto de bajar yo
también las escaleras, pero el cansancio y lo ridículo de mi
situación me vencieron y continué mi camino alejándome hacia la
plaza Ibiza.
Cuando
llegué a casa me eché en el sofá y allí mismo comencé el relato
de esta historia hasta que el sueño acabó con mi conciencia.
Días después, la obligación de entregar uno de mis trabajos a una agencia que tenía su sede casi al final de la calle Hospital condujo mis pasos hasta la tienda de “Ropa para el caballero elegante. Ropa Deportiva y de trabajo. RIUS s.a.”. La misma tienda cuyos maniquíes habían llenado de terror mis paseos infantiles por aquella misma calle. Me detuve allí atraída por lo que antes había sido repulsión.
![]() |
Sastrería fotografiada por Francesc Català Roca |
La tienda festejaba su ochenta aniversario y como repaso
de su historia habían dispuesto, enmarcados en metal, varios
recortes de periódicos que hacían alusión a ella. Entre éstos uno
que anunciaba la próxima inauguración para el mes de septiembre de
1912; otro en el que el marqués de Comillas aparecía fotografiado
comprando en la tienda, en junio de 1927. Y fechado el 11 de mayo de
1964, el viaje del señor Rius -hijo del fundador de la empresa- a
Buenos Aires, donde inauguraba una sucursal. A su lado la señora
Rius, originaria de la ciudad del Río de la Plata, reía a la cámara
mostrando su generosa pechuga que escapaba del escote de un vestido
ajustado. Entre sus dedos sostenía, con gesto descarado, una
boquilla en cuya punta humeaba un cigarrillo. Confundida por la
coincidencia que me remontaba a la extraña noche vivida en el
Carmelo, busqué una respuesta en los maniquíes que seguían
sonriendo, y advertí entonces que una mano se había desprendido de
uno de ellos, el más alto, el de pelo negro y bigotitos asardinados.
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sábado, 19 de octubre de 2013
La caballerosa deferencia de los sábados por la noche (primera parte)
Séptima epifanía
(Para
Carlos Moreira)
Algo pasó
aquella noche que alteró la lógica de todas las convenciones,
incluso aquella por la que creemos que el tiempo es unidireccional y
que a noviembre le sucederá, inexorablemente, diciembre.
Meses
después, cuando quise volver a recordarlo, busqué en mi agenda lo
que allí creía haber escrito. Estaba segura que durante todo el mes
de diciembre había ido anotando mis citas dejando atrás un largo
relato; éste comenzaba en una página correspondiente a los finales
de noviembre y acababa en octubre, lo había escrito utilizando las
páginas al revés para no estropear los espacios dedicados a los
días que vendrían. La agenda estaba olvidada en un cajón junto a
otros papeles. La abrí, y en el mes de noviembre no había nada que
no fuesen las anotaciones normales. Citas con médicos, con mis
amigas, fechas de entrega de trabajos, el día en el que realicé el
último viaje con mi ex marido, entrevistas con abogados. Hoy me
dispongo a rehacer, con lo que queda en mi memoria, aquella noche.

Creo que los fantasmas salen a nuestro encuentro de los lugares más inesperados. Este estaba a punto de cruzar la calle en la confluencia de Tajo y Fulton, dando la espalda a la gasolinera. Detenidos él y yo por la luz roja del semáforo, nos separaba el ancho de la calle y el tráfico. Volví a mi infancia contemplándolo. Alto y con los hombros y la cabeza ligeramente hacia delante. Cuando el semáforo dio paso a los peatones lo vi venir hacia mí, sus brazos separados del cuerpo se movían acompasados, me llamó la atención el gesto de una de sus manos con el índice apuntando hacia afuera y el mayor con el pulgar formando una o, gesto que remarcaba con mayor intensidad la ausencia de su otra mano. Su cara redonda y las mejillas afeitadas, brillantes y lisas. Destacaban sobre sus labios unos finos bigotes dispuestos en ángulo como dos sardinitas, tan negros como su pelo. Vestía una impecable americana a cuadros, camisa blanca y corbata oscura. El gesto extraño, que describí como de “andar inmóvil”, me recordó a los maniquíes antiguos. Ellos habían sido el terror de mi infancia. Mi padre se veía obligado a protegerme entre sus brazos cada vez que los veía detrás de los cristales de una sastrería, ordenados y siempre sonrientes, exhibiendo los trajes que estaban a la venta.
Pensé
que ese hombre que venía hacia mí compartía con aquellos muñecos,
a los que ya no temía y hasta había olvidado, un aire de
“caballerosa deferencia”. La esquemática sonrisa, el gesto como
de “ceder el paso a las damas” que a la vez indicaba un orgullo
masculino estereotipado, todo esto irradiaba desde lo alto de su
mirada. “Tiene algo también que me recuerda a mi difunto tío
Héctor”, concluí.
Mi
tío nos visitaba los fines de semana, ingresaba al salón luego de
atravesar el marco de la puerta, ante el que debía inclinarse para
no toparse con él. Antes de irse me ofrecía un billete pequeño
-“para caramelos”- que siempre olía bien, como mi tío, como
aquellos hombres antiguos con olor a azahar, tabaco y pastillas de
menta.
Cuando
el hombre que observaba llegó al fin a cruzarse conmigo,
percibí ese olor inconfundible, el mismo de mi tío, si bien es
cierto que mezclado también con un dejo de humedad. Seguí mi camino
en sentido opuesto al que el hombre llevaba. Cuando alcancé la acera
giré para volver a mirarlo, se destacaba entre los paseantes que ese
sábado a la noche circulaban por las inmediaciones del cine Lauren.
Y movida por un impulso inexplicable olvidé mis planes de feliz
y recién estrenada soledad de divorciada y atravesé nuevamente la
calle, esta vez en sentido contrario, dispuesta a seguir a aquel
“caballero”. Creo que entonces dejé de pensar rectamente,
dejándome llevar como una sonámbula detrás de ese personaje
familiar y algo siniestro.
No
me fue difícil ir detrás de él sin que lo advirtiera, el Paseo
Maragall estaba lleno de familias con niños que se acercaban al cine
que anunciaba el estreno de Harry Potter. Lo vi detenerse ante un
kiosco y comprar pastillas de menta. Luego giró siguiendo Llobregós
hacia arriba. Entonces dudé si continuar con mi juego. Conocía bien
esa calle de largos paredones con grafittis, iba a ser un paseo por
lo ya conocido, el recorrido del autobús, el 39. Por allí nada
puede suceder, me dije. Pero la noche era clara, el cielo estrellado,
y seguí caminando mientras pensaba en lo idiota de mi juego. Quizás
aquel hombre detendría sus pasos ante una de esas casitas rurales
que aún perduran en esa parte del barrio, allí viviría su madre.
Y él cada sábado volvería a visitarla, eso era todo.
Pero
no fue así, pasamos los paredones y las casitas y al fin llegamos a
la Rambla del Carmelo. Y continué detrás de él, que marchaba
seguro, internándose entonces hacia las más empinadas calles de
este barrio. Allí donde los edificios hunden sus plantas bajas a dos
o tres pisos bajo el nivel de la acera, edificios de desordenado
urbanismo y de factura barata que se pierden entre escaleras y
pasajes estrechos. Habíamos dejado atrás las calles animadas del
centro de Horta. Llegaba a mí desde las ventanas abiertas el ruido
de los platos que se disponen sobre la mesa, la televisión
vociferante, el llanto de un niño… la vida familiar que se
escurría, nada más. Y así, acera tras acera, iba yo jadeante por
el esfuerzo de seguir los largos pasos de quien me precedía en la
geografía irregular de ese barrio proletario.
Pero a la altura de la calle Pasarell algo cambió. Un murmullo humano subió desde los bajos de un edificio y fue ocupando el aire con insistencia, aunque fue interrumpido de pronto por la cadenciosa música de un tango. El hombre se alejó de mi vista bajando unas escaleras que se internaban en la oscuridad y fue absorbido por el compás del tango que entonces oí con nitidez, Los mareados: “Hoy vas entrar en mi pasado, en el pasado de mi vida…”
Conozco
bien los tangos más famosos. Conservo de mi familia una colección
de discos de pasta. Me atrae de ellos la melancolía que surge del
sonido de la aguja arrastrándose sobre la mágica esfera negra que
desgrana relatos de amores imposibles, hombres abandonados y
muchachas engañadas.
continuará...
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miércoles, 16 de octubre de 2013
A hole where the rain gets in... (John Lennon)
Sexta epifanía
La cita era en la estrella de la Plaza Cataluña, la que
el movimiento 15M eligió como símbolo. Ahí los encontré sentados
en círculo, como dos años atrás, jóvenes, entusiastas y
desbordantes de esa empatía que tanto pregonamos como necesaria para
todo cambio efectivo.
Caminamos después por la Rambla como viej@s conocid@s,
nos guiaron hasta esa parte del barrio Chino que los paseantes
locales evitan. Hay en la ciudad lugares donde, por más que se
esfuercen los urbanistas diseñadores de “esponjamientos”
–cuánto les ha inspirado este término y cómo les ha servido para
sus negocios inmobiliarios- perdura allí un destino marcado por el
drama, por la vida intensa, por la vida fuera del orden. Orden que
esos mismos urbanistas desean imponer a todo. Inspirado en sus
previsibles ganancias, pero justificado en una nueva estética la de
tabula rasa:
apisonadora, que borra todo rastro de esa vida que marca, que
ensucia, que cuestiona y que delata las desigualdades flagrantes del
sistema de la cual son sus representantes. De ahí el blanco mudo que
eligen para sus intervenciones, finalmente efímeras porque, al
primar las ganancias, sus diseños urbanos se ven superados por esa
otra vida que insiste en fluir en los intersticios de sus pavimentos
impolutos.
Eso ocurre en gran parte del Barrio Chino y como
paradigma fortuito en aquel lugar al que, guiado por aquell@s
jovencit@s, fuimos a parar: Arco del Teatro y calle Lancaster. Un
edificio tapiado por ladrillos para impedir su okupación.
Entramos a través de un agujero hecho en la pared: I’m
fixing a hole where the rain gets in. And
stop my mind from wandering. Where it will go... (Los
Beatles siempre tienen una canción para acompañar nuestros
instantes mágicos)...
Y, desde la penumbra de la habitación a la que accedimos, comenzó a
surgir la Barcelona de los años sesenta, intacta. Allí estaba.
Tal como sucedía en la película Roma
de Fellini cuando los obreros que estaban perforando el subsuelo de
Roma para construir el metro rompían un muro y, ante sus ojos
extasiados, aparecía una sucesión de frescos que representaban la
vida cotidiana de la Roma imperial; ocultos en las entrañas de la
ciudad durante siglos. Sólo un instante, el que medió entre las
piedras que cayeron y el espacio delatado a la mirada... y el mismo
aire que penetra se lleva todo consigo... Así, también el lugar que
se abrió ante nosotros fue un superviviente casual, aunque mucho más
cercano en el tiempo que el que mostraba la película de Fellini.
Consiguió resistir a la obsesión por hacer de Barcelona el paraíso
del turismo kitch. Un
trocito de esa Barcelona que se extingue a fuerza de esponja
financiera que todo lo xucla.
Y ante nuestra mirada asombrada descubrimos, allí también, un
mural, mucho más modesto y casero que el romano, producto de la
habilidad de un artista del barrio y que los okupantes clandestinos
de la casa, amorosamente, se habían encargado de sacar a la
superficie. Dibujos que expresaban en sus trazos los gustos populares
de una época: los años sesenta. Trazo negro y seguro para reseguir
las curvas insinuantes de una serie de chicas que, recostadas sobre
planos de tonos pastel, prometían fantasías de placer. Allí
también permanecía la barra del bar, de madera, y la antigua
cafetera; el guardarropas, y un salón muy estrecho con una
habitación más estrecha aún, al fondo, quizás para atender a los
clientes que, inspirados por los dibujos de las paredes, solicitaban
servicios más íntimos... Algunos zapatos de tacones muy altos y
piezas de ropa femenina habían quedado olvidados, como si quienes
frecuentaron aquel local se hubiesen evaporado. Los nuevos okupantes,
los del año 2013, se habían instalado tratando de alterar lo menos
posible ese lugar en el tiempo. Allí habían dispuesto
una biblioteca bien surtida y unos sillones despanzurrados. A la
barra le habían devuelto a su antiguo servicio, porque algunas
noches abrían el local para la gente del barrio y despachaban unas
cervezas o una infusión. Y leían poesías o hacían música. Pero
también el espacio servía de dispensario una vez a la semana, con
un médico de guardia para visitar a quien lo necesitara, casi
siempre inmigrantes sin papeles.
Las plantas superiores de la casa habían sido pisos, y
alguno estaba ocupado. Unos jovencísimos padres de familia, con dos
niños preciosos que jugueteaban por allí, víctimas de los
innumerables desahucios, vivían en uno de estos pisos y nos
acompañaron en la conversación. En aquel edificio abandonado habían
encontrado un poco de solidaridad y la posibilidad de rehacer su
hogar. Un proyecto ambicioso que requería compromiso diario, mucha
ilusión y resistencia ante los embates de la “legalidad”. A los
que seguramente iban a ser sometidos, sin piedad. Porque las leyes
son implacables para las personas sin recursos y tolerantes para con
los poderosos.
En esa esquina de Barcelona convivieron pacíficamente
la memoria de un edificio y sus nuevos ocupantes. Ellos se cuidaron
de guardar los restos, casi intactos, de ese atisbo de la Barcelona
de los años 60: la cafetería Nueva y Moderna, abierta al público a
comienzos de los años 60. Y donde, desde un clasificado de La
Vanguardia del día 31 de enero de 1963,
sigue ofreciendo trabajo a señoritas de 18 a 30 años para
“dependientas de mostrador” con un sueldo semanal de entre 1000 y
3000 pesetas, “contando sueldo y gratificaciones”.
Cuando me descubrieron que detrás del agujero de la
pared del edificio de la calle Lancaster 24 existía aún aquélla
cafetería, estuve segura de que allí mismo había quedado prendida
la mirada de Segismond Pons, el personaje de la novela La
Marge, de André Peyre de Mandiargues. Y
pensé que el lugar se merecía una lectura, en voz alta, de algún
pasaje de la novela.
Ara Segismond enfila,
a l’esquerra, al carrer Arc del Teatre (...) El paviment és tan
esfondrat que el vianant només ha d'ocupar-se del lloc on trepitja,
o deturar-se si vol observar boniques i miserables cofurnes on uns
vells beuen companya de xicots que
ja se'ls assemblen,
sota garlandes de paper ennegrit com si hagués estat retallat abans
de la guerra civil. Dos policies de cara verda, qui fumen uns cigars
pudents, té la missió de recordar el règim
furóncol als
desmemoriats i als borratxos que tenen la sort d'oblidar-ho
(... )
Uns passos més i el circuit resta clos: Sigismond es retroba davant la cafeteria que havia espiat poca estona abans i es plau a donar, a través de la mateixa finestra, un nou cop d’ull a les mateixes cambreres que alternen i discuteixen amb els bevedors galants que semblen els mateixos que els han precedits. L’arc és fetorós com sempre, gran pixador privat d’aigua. La Rambla bull plena de vida malgrat l’hora tardana. Al cel, navega una lluna que comença a minvar...
Uns passos més i el circuit resta clos: Sigismond es retroba davant la cafeteria que havia espiat poca estona abans i es plau a donar, a través de la mateixa finestra, un nou cop d’ull a les mateixes cambreres que alternen i discuteixen amb els bevedors galants que semblen els mateixos que els han precedits. L’arc és fetorós com sempre, gran pixador privat d’aigua. La Rambla bull plena de vida malgrat l’hora tardana. Al cel, navega una lluna que comença a minvar...
Lancaster 24. Supe después que allí también quedó la
historia de Luis Gómez Vance, quien fuera presidente de la central
de Víveres y que falleció, allí mismo, el día 18 de noviembre de
1958. Eso explica los Embutidos y Jabones que aún podemos leer
anunciados en el muro exterior de la casa. La muerte del señor
Gómez, seguramente, cambió el destino de aquel local, adaptándolo
a los vaivenes de la historia que hacía descender en Barcelona a una
pléyade de marines ansiosos de encuentros amorosos furtivos.
También fue aquel el domicilio del niño Francisco
Serrat García, a quien el día 31 de octubre del año 1925 se le
ocurrió beber lejía en un descuido de su abuelo que vivía junto a
él, en el piso 3º 2º, y que fue trasladado al dispensario de la
calle Marqués de Barbará. De ese mismo portal salió, una vez, el
perro lobo de pelo oscuro y orejas pequeñas que “atiende por el
nombre de León“ y que lucía un “collar de alpaca” aunque, a
pesar de todo ello, se extravió, dejando a su dueño desconsolado y
dispuesto a pagar una gratificación a quien lo hubiera encontrado en
aquel día 5 de agosto del año 1931. Y quién sabe si en el
silencio de una conversación interrumpida aún se puede oír el
bullicio infantil de los alumnos la Escuela municipal de niños,
ubicada en esos mismos bajos donde, 50 años más tarde, abriría la
cafetería Nueva y Moderna... Allí también y en el mismo año de
1911, en el que funcionaba la escuela, se vendían dos aparatos
fotográficos de marca Zeiss, y los vecinos (hombres) hacían cola
frente a una mesa electoral allí formada.
Todas esas escenas ocurrieron allí mismo, como ocurrió
también ese último esfuerzo realizado por las personas que abrieron
ese agujero en la pared donde intentaron que la lluvia volviera a
entrar y que la imaginación hiciera posible la utopía compartida.
Duró poco, no sé por qué. Pero allí, seguramente, aún permanece
esa biblioteca superpuesta al erotismo casero de las chicas de los
murales; las charlas de los 15M con los okupas, superpuestas también
sobre las mentiras de amor que vendían las jóvenes camareras de
la cafetería Moderna; el ladrido de León, el perro lobo extraviado,
y los gritos del abuelo cuando descubrió que el niño Francisco se
había zampado un trago de lejía... Todo “el oro del tiempo”.
Cuántos agujeros deberemos abrir para que la lluvia vuelva a hacer
renacer todo lo que allí, en Lancaster 24, atisbé como posible, un
día de primavera, hace de eso apenas unos meses.
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Rosita Cardamone
martes, 1 de octubre de 2013
El eco del tiempo
Quinta epifanía
Si lo digo así,
pareciera que estoy a punto de dar el dato preciso de un Aleph, aquel
del cuento de Borges que se hallaba en el sótano de una casa en
Buenos Aires. Pero no, el lugar lo recorro con, apenas, unos cinco o
seis pasos. Ubicado en la confluencia del Passeig de Fabra i Puig con
la calle Cartellà es allí donde desde la profunda herida que abrió el
asfalto supura, apenas, como un sutil reclamo a los caminantes, el
aire de la antigua riera de Horta.
El encanto ocurre luego
de atravesar la placita, donde el esbozo de un rostro de piedra
maltratado (y que alguna vez quiso representar al del escritor
gallego Castelao), quizá nos alerte o nos indique el “camino
salvaje”. Aquel que se abrió -a pesar de la voluntad disciplinaria
del urbanista- sobre el parterre que aloja unos cuantos arbolitos.
Arbolitos hermanados en la voluntad de ofrecer sus melenas como
abrigo al paseante que se atreve por aquel pequeño atajo. Es allí,
bajo sus ramas, donde el tiempo se suspende brevemente, y ocurre
entonces que vuelve ese aire de la riera y el verdor de los antiguos
campos de cultivo. Y, por el mismo efecto, el escalectrix, que está
a sólo unos pasos, desaparece. ¿Hubo una vez, la mirada de una
niña y la brisa que rozó sus mejillas, encendidas mientras jugaba,
que quedaron suspendidas allí?
La niñez tiene momentos intensos que ocurren, sobre todo, en los atardeceres cálidos, después de varias horas de juego. Recuerdo algunos de mi infancia, en el portal de casa, saltando una rayuela o jugando a las estatuas bajo el verdor de otros árboles jóvenes que crecían también a orillas de un pequeño canal -una “zanja”-, sucio y maloliente, que discurría a lo largo de mi calle, la avenida Derqui. Las semillas de los árboles caían a nuestros pies y las inspeccionábamos curiosas. Alguien nos explicó que eran de “falso café”...
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El camino salvaje |
... donde el esbozo de un rostro de piedra maltratado |
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Avenida Derqui, Buenos Aires |
¿Es la mirada de la niña de la riera de Horta la que persiste en aquel espacio? ¿O es la niña porteña, la de la avenida Derqui, que presiente ya el aire de la riera de Horta?
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