jueves, 18 de junio de 2020

Rosita Cardamone

Hace ya varios años el tiempo a mi edad corre vertiginoso en una reunión de padres y profesores del instituto de Barcelona donde concurría uno de mis hijos, se propuso escribir un texto a propósito de la necesidad de instaurar un grupo de intervención para la mediación de conflictos. Motivada por el tema recordé, entonces, un hecho que marcó mi infancia. Este no fue un conflicto, sino una situación de extrema injusticia propiciada por una maestra hacia una de las niñas que cursábamos el cuarto grado de la escuela del barrio, hoy llamado parque Avellaneda, y que entonces, sin nombre, se extendía desde el Puente Lacarra y las dos orillas del arroyo Cildáñez, que amenazaba con desbordarse, en cada aguacero. 

 

  
La víctima se llamaba (¿se llama aún?) Rosita Cardamone. Cuando me puse a escribir para la publicación del instituto, disfracé el hecho, e imaginé un final de vengadora para Rosita, un final que no existió, pero que era necesario inventar para explicar el bullying y sus resultados. La historia de Rosita fue mucho más incomprensible y sin sentido que la que inventé.

Inmigrante italiana, no sé si hacía poco que había llegado a la Argentina, pero sí sé que se había incorporado ese año y tardíamente a mi curso. Las alumnas de esa escuela nos dividíamos por el lugar desde donde salíamos hacia nuestras casas. Estaban las hijas de los comerciantes y empleados que salían por la fila de la izquierda, y se dirigían a la parte del barrio con calle empedradas o recientemente asfaltadas, era el lado de la avenida del Trabajo (hoy Eva Perón); las que íbamos hacia el lado de las calles sin asfaltar o apenas “mejoradas”, bordeadas de las zanjas que atravesábamos sobre puentecitos de madera, donde discurrían las aguas servidas. Estas últimas éramos las hijas de los obreros de fábrica, de los jornaleros, de los trabajadores de la construcción. Mi padre, dentro de estos, era un trabajador especializado, ya que instalaba los ascensores y montacargas en los edificios. Pero, había aún unas niñas que ocupaban un rango más inferior aún en la escala barrial, las que vivían del otro lado del arroyo Cildáñez, y dentro de estas las que, unos cien metros más allá , vivían en lo que llamábamos La Villa, (el barrio de chabolas que aún existe y se hizo varias veces más extenso). Rosita vivía del otro lado del arroyo, aunque no en La Villa, sino en una casa que compartía con otros vecinos. Un patio común donde se abrían las puertas de unas habitaciones con cubierta de chapa de zinc. Su madre, la recuerdo, con la cara coloreada de rubor, como la de Rosita, y el pelo rizado, marrón rojizo, también como su hija. Ahora que la veo en la distancia de la memoria, pienso en que era una mujer bella y vital. Pero Rosita, su hija, por su aspecto regordete y la maldad de la niñez, atraía las burlas de las que formaban el grupito de las preferidas de la maestra, aquellas que salían del lado de la Avenida del Trabajo. Las que tenían el guardapolvo más nuevo y mejor planchado y las que calzaban zapatos Gomicuer. 




 

En ese desgraciado cuarto grado me había quedado sin amigas, porque había cambiado de turno escolar. Aunque, recuerdo mi paso por la escuela primaria casi sin amigas, un par, apenas, y en distintas épocas. Ahora, en la puesta en palabras de ese recuerdo, me doy cuenta cómo, en aquellos años sesenta del siglo pasado, se había arreglado la falta de plazas de la única escuela pública en ese barrio de trabajadores. El horario, para toda las escuelas de Buenos Aires, era de cuatro horas diarias, divididas en dos turnos. Mañana y tarde. En mi escuela, por la mañana asistían los chicos, y por las tardes, las chicas. Pero, ante la falta de plazas, en un barrio con una población infantil creciente, se ideó otro turno: el intermedio, de 11 de la mañana a dos de la tarde. Quitando una hora de clase diaria a todos los alumnos de esa escuela, con las implicaciones sociales y educativas que ello comportaba en un barrio de esas características. No recuerdo que nadie se opusiera a ello, tal vez, sí. Pero, al menos yo no oí en mi casa ningún comentario.

Así, una de las maestras llegó a nuestra clase a comunicarnos la novedad del turno intermedio, que se abriría en el próximo año. La recuerdo con muy poco cabello, corto y teñido con mechas rubias, gafas oscuras con cristales de mucho aumento, voz ronca y una evidente dermatitis en su rostro. Intentaba convencernos de que nos pasáramos voluntariamente al nuevo turno, para completar el cupo necesario para abrirlo. Nos habló de las ventajas del nuevo horario, de que seríamos menos en cada clase, y que los contenidos mejorarían. Yo, que siempre quería pasar por buena y estudiosa, pregunté si ella nos haría hacer muchos mapas pues a mí me encantaba dibujarlos, y perfeccionar y colorear los que el Simulcop nos ofrecía. La maestra afirmó que sí. Y con esto me ganó para ese nuevo turno, que se iniciaría en el próximo año.

Aquel año, que debíamos estudiar los países Europa y cada una elegir uno para presentarlo en clase, yo elegí la Unión Soviética. Y ayudada por las fotos que recorté de la revista que llegaba, cada mes, a mi casa, Novedades de la Unión Soviética y algunos dibujos, armé la mejor clase sobre uno de los países de Europa que se dio durante el curso.






Pero no fue suficiente para congraciarme ni con la maestra, ni con mis nuevas compañeras, en aquel desgraciado cuarto grado de la primaria. Lo que corroboró mis sentimientos de no encajar allí, fue el concurso para elegir “la mejor amiga de la clase”, con lo que algunas acumularon muchos votos y yo, que no tenía a nadie que votase por mí, me sentí bastante desgraciada.

Hasta que llegó Rosita Cardamone. Rosita se sentó en un banco detrás de mi, y me mostró, como signo de confianza y amistad, un tesoro que escondía bien, ya que si se lo descubrían corría el riesgo de que la maestra montara un escándalo y se lo requisaran para siempre. El tesoro era una estilográfica muy particular: recostada en el pupitre mostraba la figura de una mujer con un vestido ajustado, pero al ponerla vertical y bajar el nivel de tinta que formaba el vestido, iba quedando totalmente desnuda, salvo su sexo cubierto por el vello púbico. Reíamos las dos, con picardía, compartiendo ese juguete que imaginábamos el colmo de la transgresión y un inicio a aquello que más nos tenían escondido: el sexo. La visión secreta y compartida me acercó a Rosita Cardamone, y fue así como me llevó a conocer su casa y a su mamá.

Pero, lo terrible llegó un día de pleno invierno, uno de esos inviernos fríos y húmedos de Buenos Aires, que nos sacaban sabañones en nuestras rodillas descubiertas, porque entonces las niñas llevábamos faldas por encima de las rodillas y calcetines cortos. Rosita, quizás acostumbrada a la escuela italiana, llegó a la clase con pantalones. Aquellos eran unos pantalones de algodón afelapado color azul marino, con puños en los tobillos; de esos que usaban entonces solo los niños para hacer gimnasia. Encima de ellos llevaba el guardapolvo blanco, como todas nostras. Pero una niña con pantalones en la escuela, era inadmisible. Y esa maestra de gafas oscuras y voz ronca que me había convencido para que me pasase al turno intermedio, puso el grito en el cielo a ver a Rosita en pantalones. Y la sacó de la fila ordenándole que se quitara de inmediato aquella prenda. Todas callamos. Y las mejillas regordetas y rojas de mi amiga, se enrojecieron más y sus ojos se abrillantaron. Sentí la terrible injusticia de ese acto, que la obligaba a quedarse con las piernas desnudas y con solo unas braguitas, que le asomaban a través de la abotonadura del guardapolvo. Durante la clase de música que la hacíamos en el hall de entrada de la escuela, todas en fila, y frente una profesora que aporreaba al piano las marchas militares, que nos enseñaban a glorificar los héroes guerreros de nuestra Patria no pude dejar de apartar la mirada de las piernas regordetas de Rosita que las veía ponerse moradas de frío. Y pensaba en la maldad de la maestra, para la cual el cumplimiento de un ridículo reglamento, que prohibía a las niñas llevar pantalones, pasaba por encima del frío y la vergüenza que le hacía pasar a una de sus alumnas. Bueno, en realidad, no sé si pensé exactamente así, pero sé que odié a la maestra y me apiadé de Rosita, que en aquel momento por obra de esa mujer fue obligada a ser la más débil, la más vulnerables, la más sola de todas nosotras.

No sé si Rosita Cardamone acabó la escuela en aquel turno intermedio, yo, al año siguiente, pedí pasarme al turno de tarde, y la maestra reprendió mi actitud ante la clase. Pero no me importó, a pesar que sabía que la maestra de quinto de la tarde tenía fama de ogresa. Perdí entonces la pista de Rosita, pero nunca olvidaré su nombre, ni sus piernas amoratadas, ni su estilográfica donde la figura de una mujer iba perdiendo su ropa, a medida que la tinta desaparecía.