Rosita Cardamone
Hace ya
varios años‒
el tiempo a mi edad corre vertiginoso‒
en una reunión de padres
y profesores del instituto de
Barcelona donde concurría
uno de mis hijos, se propuso escribir un texto a propósito
de la necesidad de
instaurar un grupo de intervención para la mediación de conflictos.
Motivada por el tema
recordé, entonces, un
hecho
que marcó mi infancia. Este
no fue un conflicto, sino una situación de extrema injusticia
propiciada por una maestra
hacia una de las niñas que cursábamos
el cuarto grado de la
escuela del
barrio, hoy llamado parque
Avellaneda, y que entonces, sin nombre, se extendía desde el Puente
Lacarra y las dos orillas del arroyo Cildáñez, que amenazaba con
desbordarse, en cada aguacero.
La
víctima se llamaba (¿se
llama aún?) Rosita
Cardamone. Cuando
me puse a escribir para la publicación del instituto, disfracé el
hecho, e imaginé un final de vengadora para Rosita, un final que no
existió, pero que era necesario inventar para explicar el bullying
y sus resultados. La historia de Rosita fue mucho más incomprensible
y sin sentido que la que inventé.
Inmigrante italiana, no sé si
hacía poco que había llegado a la Argentina, pero
sí sé que se había incorporado ese año y
tardíamente a mi curso.
Las alumnas de esa escuela nos dividíamos por el lugar desde donde
salíamos hacia nuestras casas. Estaban las hijas de los comerciantes
y empleados que salían por la fila de la izquierda, y se dirigían a
la parte del barrio con calle empedradas o recientemente asfaltadas,
era el lado de la avenida del Trabajo (hoy Eva Perón); las que
íbamos hacia el lado de las calles sin asfaltar o apenas
“mejoradas”, bordeadas
de las
zanjas
que atravesábamos sobre
puentecitos de madera, donde
discurrían las aguas servidas.
Estas
últimas
éramos las hijas de los obreros de fábrica, de
los jornaleros, de
los trabajadores de la
construcción. Mi
padre, dentro de estos, era un trabajador especializado,
ya que instalaba los ascensores y montacargas en
los edificios. Pero,
había aún unas niñas
que ocupaban un rango más
inferior aún en la escala
barrial, las que vivían
del otro lado del arroyo Cildáñez, y dentro de estas las que, unos
cien metros más allá , vivían
en lo
que llamábamos La Villa,
(el barrio de chabolas que
aún existe y se hizo varias veces más extenso).
Rosita vivía del otro lado del arroyo, aunque no en La
Villa, sino en una casa que compartía con
otros vecinos. Un patio común donde se abrían las puertas de unas
habitaciones con cubierta de chapa de zinc. Su madre, la recuerdo,
con la cara coloreada de rubor, como la de Rosita, y el pelo rizado,
marrón rojizo, también como su hija. Ahora que la veo en la
distancia de la memoria,
pienso en que era una mujer bella y vital. Pero Rosita, su
hija, por su aspecto
regordete
y la maldad de la niñez, atraía las burlas de las que formaban el
grupito de las preferidas de la maestra,
aquellas que salían del lado de la Avenida del Trabajo. Las
que tenían el guardapolvo más nuevo y mejor planchado y las que
calzaban zapatos Gomicuer.
En
ese desgraciado cuarto grado me había quedado sin amigas, porque
había cambiado de turno escolar. Aunque, recuerdo mi paso por la
escuela primaria casi sin amigas, un par, apenas, y en distintas
épocas. Ahora,
en la puesta en palabras de ese recuerdo, me
doy cuenta cómo, en
aquellos años sesenta del siglo pasado, se había arreglado la falta
de plazas de la única
escuela pública en ese
barrio de trabajadores. El horario, para toda las escuelas de
Buenos Aires, era de
cuatro horas diarias,
divididas
en dos turnos. Mañana y
tarde. En mi escuela, por
la mañana asistían los chicos, y por las tardes, las chicas. Pero,
ante la falta de plazas, en
un barrio con una población infantil creciente,
se ideó otro turno: el intermedio, de 11 de la mañana a dos de la
tarde. Quitando una hora
de clase diaria a todos los alumnos de esa escuela, con las
implicaciones sociales y educativas que ello comportaba en un barrio
de esas características. No recuerdo que nadie se opusiera a ello,
tal vez, sí. Pero, al menos yo no oí en mi casa ningún comentario.
Así, una de las maestras llegó
a nuestra clase a comunicarnos la novedad del turno intermedio, que se
abriría en el próximo año.
La
recuerdo con muy poco cabello, corto
y teñido
con mechas rubias, gafas
oscuras con cristales de
mucho aumento, voz ronca y
una evidente
dermatitis en su rostro. Intentaba
convencernos de que nos pasáramos voluntariamente al nuevo turno,
para completar el cupo necesario para abrirlo.
Nos habló de las ventajas
del nuevo horario, de que seríamos menos en cada clase, y que los
contenidos mejorarían. Yo, que siempre quería pasar por buena y
estudiosa, pregunté si ella nos haría hacer muchos mapas pues a mí
me encantaba dibujarlos, y perfeccionar y colorear los que el Simulcop nos
ofrecía. La maestra afirmó que sí. Y con esto me ganó para ese
nuevo turno, que se
iniciaría en el próximo año.
Aquel año,
que debíamos estudiar los países Europa y cada una elegir uno para
presentarlo en clase, yo elegí la
Unión Soviética. Y
ayudada por las fotos que recorté de la revista que llegaba, cada
mes, a
mi casa, Novedades de
la Unión Soviética y
algunos dibujos, armé la
mejor clase sobre uno de los países de Europa que se dio durante
el curso.
Pero no fue suficiente para
congraciarme ni con la maestra, ni con mis nuevas compañeras, en
aquel desgraciado cuarto grado de la primaria. Lo que corroboró mis
sentimientos de no encajar
allí, fue el concurso
para elegir “la mejor amiga de la clase”, con lo que algunas
acumularon muchos votos y yo, que no tenía a
nadie que votase por mí,
me sentí bastante
desgraciada.
Hasta que llegó Rosita
Cardamone.
Rosita se sentó
en un banco detrás de mi,
y me mostró, como signo de confianza y amistad, un tesoro que
escondía bien, ya
que si se
lo
descubrían corría el riesgo de que la maestra montara un escándalo
y se lo requisaran para
siempre. El tesoro era una
estilográfica muy particular: recostada en el pupitre mostraba la
figura de una mujer con un vestido ajustado, pero al ponerla
vertical y bajar el nivel
de tinta que formaba el vestido, iba
quedando totalmente
desnuda, salvo su sexo
cubierto por el vello púbico.
Reíamos las dos, con picardía, compartiendo ese juguete que
imaginábamos el colmo de la transgresión y un inicio a
aquello que más nos tenían escondido: el sexo. La
visión secreta y
compartida me acercó a Rosita Cardamone, y fue
así como me llevó a
conocer su casa y a su mamá.
Pero, lo terrible llegó un día
de pleno invierno, uno de esos inviernos fríos y húmedos de Buenos
Aires, que nos sacaban sabañones en nuestras rodillas descubiertas,
porque entonces las niñas llevábamos faldas por encima de las
rodillas y calcetines cortos. Rosita, quizás
acostumbrada a la escuela italiana, llegó a la clase con pantalones.
Aquellos eran unos
pantalones de algodón afelapado color
azul marino, con puños en
los tobillos; de esos que usaban entonces solo
los niños para hacer
gimnasia. Encima
de ellos llevaba el guardapolvo blanco, como todas nostras. Pero una
niña con pantalones en la escuela, era inadmisible. Y esa maestra de
gafas oscuras y voz ronca que me había convencido para que me pasase
al turno intermedio, puso el grito en el cielo a ver a Rosita en
pantalones. Y la sacó de la fila ordenándole que se quitara de
inmediato aquella prenda.
Todas callamos. Y las mejillas regordetas y rojas
de mi amiga, se enrojecieron más y sus ojos se
abrillantaron. Sentí
la terrible injusticia de
ese acto, que la
obligaba a quedarse con las
piernas desnudas y con
solo unas braguitas, que
le
asomaban
a través de la abotonadura del
guardapolvo. Durante la
clase de música‒
que la hacíamos en el hall de entrada de la escuela, todas en fila,
y frente una
profesora que
aporreaba
al piano las marchas militares, que nos enseñaban a glorificar los
héroes guerreros de nuestra Patria‒
no pude
dejar de apartar la mirada
de las piernas regordetas
de Rosita que las veía
ponerse
moradas de frío. Y
pensaba en la maldad de la maestra, para la cual el cumplimiento
de un ridículo reglamento, que prohibía a las niñas llevar
pantalones, pasaba por encima del frío y la vergüenza que le hacía
pasar a una de sus alumnas. Bueno,
en realidad, no sé si pensé
exactamente así, pero sé
que odié a la maestra y me apiadé de Rosita, que
en aquel momento por obra de esa mujer fue obligada a ser la más
débil, la más vulnerables, la más sola de todas nosotras.
No
sé si Rosita Cardamone acabó la escuela en aquel turno intermedio, yo, al año
siguiente,
pedí pasarme al turno de tarde, y
la maestra reprendió
mi actitud ante la clase.
Pero no me importó, a pesar que sabía que la maestra de quinto de
la tarde tenía fama de ogresa. Perdí entonces la pista de
Rosita, pero
nunca olvidaré su nombre, ni
sus piernas amoratadas, ni su estilográfica donde
la figura de
una mujer iba perdiendo su ropa, a medida que la tinta desaparecía.