martes, 24 de octubre de 2023

  Cinco hermanas y una condesa sin nariz

Para Leo e Irene (Alicia) 

 

   Eran cinco mujeres fuertes. Se distinguían por sus ojos almendrados de iris sin pupilas. Acostumbraban a marcar una distancia orgullosa con sus poses hieráticas. Se sabían descendientes de una antigua nobleza. Pero, renunciaron a ella y saltaron hacia el más allá de las tranquilas aguas espejadas que reflejaban sus bellezas clásicas. 

 


 

Se aventuraron por mares, traspasaron cumbres nevadas. Y las cinco, al fin, encontraron aquello que buscaban. Cuando regresaron, al lugar de siempre, el reflejo que el estanque les devolvió las llenó de una enorme melancolía, que ya nunca se borró de sus rostros inertes. El viaje había marchitado la belleza de sus rasgos de diosas. Y sobre sus cuellos, aún perfectos cilindros marmóreos, se insertaban caras señaladas por la terrible enfermedad que hiere las estatuas aventureras. Y así, la más joven, quizás, aquella que luce en la frente una flor en forma de estrella, lleva como rastro de la aventura y a la altura del lugar donde había estado su nariz, dos pequeños orificios. Poco a poco fue aprendiendo, a través de ellos, a reconocer el olor del aire dulce del tiempo que pasa.



La lepra voraz, de carne de diosas marmóreas, había mordido, con paciencia, también a las otras hermanas. En la que parece mayor dejó su huella en la mejilla, parte de la frente y, descendiendo, también la nariz fue su bocado. La mala peste pareciera ensañarse con ese apéndice, que se reclama de ser el elemento del rostro que da carácter al perfil griego de toda diosa. Justo allí, en esa ausencia, en la cara de la hermana mayor asoman dos huesitos de metal, que lloran óxido de hierro para calmar el vacío.

 


Otra de las hermanas consiguió, hablando al oído al jardinero guardián, que éste le consiguiera un remedio para su apéndice perdido por la enfermedad insaciable. El jardinero encontró una nariz perdida en un rincón, entre el rastrillo y la azada…; con un poco de cemento la operación quedó concluida. Pero, una sombra oscura delata el remiendo, la dura carne de piedra es difícil de zurcir.

 

 

Otra de ellas, da la espalda a un tilo solidario, quien cubre el pudor que entraña su herida más infame, aquella que borró uno de sus ojos. ¡Ah !, si sólo hubiera sido la nariz… ya no importaba, eso lo compartía con sus otras hermanas. Pero, el estrago que padeció aquel lugar, donde hubo un ojo, fue su tormento… Fue una de las hojas del árbol, piadosa y elegante que creció acariciando el vacío de la herida. Sólo el invierno puede con su amorosa cercanía, entonces la hoja se disculpa y en un balanceo sublime, cae a sus pies. Ella la mira, con su único ojo, deshacerse cada invierno. Y sabe esperar el nuevo milagro de la primavera.

 


La única de las hermanas de belleza indemne  es la guardiana de todas. Espanta las alimañas nocturnas que intentan ensañarse con las heridas. Su mirada de Gorgona las retrae.

 


Una tarde, cuando apenas comenzaba el mes de junio y los árboles agitaban  sus cabelleras brillantes estremecidas por el aire tibio, las hermanas de mármol oyeron unos pasos delicados. Se deslizaban por el camino de grava hacia ellas. Y al crac crac de las pisadas se unió el fru fru de unas enaguas almidonadas sobre las que flotaban metros de seda. La Comtesse Sans Nez se detuvo ante ellas. Las fue mirando una a una, parecía que oraba. Sí, se dijeron las hermanas, viene a traernos el consuelo de su propia extraña belleza.  Y volviendo al sueño de los caminos, recordaron aquel encuentro frente a la pirámide de Gizéh. Era ella, la que había recorrido todo Oriente. Montaba, entonces, la grupa jorobada de un camellos de piel dorada. La reconocieron por su porte, las cejas espesas, los ojos oscuros y brillantes enmarcados por las cintas que sostenían un apéndice nasal; construido en un material indefinido, color de avellana clara a juego con la abombada frente de la condesa. Detrás de ella un par de portadores llevaban, en una especie de palanquín, una réplica, a escala, de la enigmática Esfinge egipcia. “Perdida su nariz hace milenios, se yergue guardiana de los sepulcros reales”, anunció la Comtesse Sans Nez abriendo sus brazos en ademán de acoger a las hermanas del parque. “Mi nariz continuó rodó entre los arrozales al borde del Nilo, allá por el año 1836. Atraída por la historia oída en los cenáculos literarios de Occidente. La que cuenta que en San Petesburgo, un funcionario del zar había amanecido sin nariz…Ya que ésta se paseaba libre, hundiéndose en el el panecillo de un barbero, que horrorizado intentó deshacerse de ella. "

 


Así fue, en este caso no había sido la lepra marmórea la que había corroído el rostro de la condesa, sino la intrepidez de una parte de su propio cuerpo. Tal como gatos y periquitos que acostumbran a huir de sus hogares, su nariz se había escapado. 

En el Palacio Real de Pedralbes, en Barcelona,  transcurrió esta historia poco conocida. Aún permanecen allí las hermanas, han decidido fijar su residencia hasta que otro funcionario, este con nariz, (aunque cabe a esperanza de que la pierda) las desahucie, obligándolas a ser trasladadas a un depósito municipal.