jueves, 29 de abril de 2021

La inmortalidad es un destello

 

En el último banco de la fila del medio se sentaba La Gioconda, la mujer pintada por Leonardo Da Vinci. Creo que nunca la oí hablar. Su mirada desnuda por la casi ausencia de cejas puesta siempre en la lejanía que, en aquella aula del Liceo N.º 5 de Buenos Aires, coincidía con dos pizarrones que llenábamos de órganos humanos dibujados con tiza durante las temidas clases de anatomía. Éstas eran dictadas por la estrambótica señorita Clelia María Luisa, cuyo aroma a naftalina escapaba desde los bolsillos de su abrigo de astracán marrón, pasado de moda. En aquellos momentos, mientras todas cruzábamos los dedos para no ser convocadas por la severa voz de “la Clelia” —que repasaba con su mirada de carancho, de arriba abajo, la lista con nuestros nombres, escritos con una enorme y perfecta letra redondilla— La Gioconda permanecía hierática, indiferente a la emoción mal contenida que hacía vibrar a los cuarenta guardapolvos blancos que cubrían nuestros jóvenes cuerpos. Quizás, y ahora me doy cuenta de ello, las clases y los dibujos con los que cubríamos el pizarrón la trasladaban, en una epifanía vulgar, (la única permitida en aquellas aulas) al taller del maestro Leonardo y a sus manuscritos, en los días en los que posara para él. De aquel otro tiempo, le quedaba la costumbre del gesto de sus manos, la derecha descansando sobre la izquierda dispuesta sobre el rústico escritorio de madera, que compartía con un personaje menor de una crucifixión no identificada.

                                    
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Al año siguiente desapareció. Pudo haber seguido la costumbre que hacía de las chicas de barrio de entonces, obedientes empleadas en una empresa familiar o en una fábrica. O, algo peor, resignadas amas de casa y madres tempranas ¿Pudo, acaso, La Gioconda aparecida sobre aquel banco escolar, padecer también esta condena? Condena al eterno retorno de la domesticidad. Un retorno al que una equivocación cualquiera en la armonía entre el tiempo y el espacio que nos es dado conocer, la condujo a ella, la más famosa figura salida de los pinceles de Leonardo Da Vinci, a desplazarse hacia el oeste. Y trasladada allá, a un barrio porteño, renació y creció; hija de inmigrantes italianos desgajada de sí, en una de sus múltiples posibilidades. Mientras tanto, sus rasgos iban adquiriendo la sonrisa esquiva y el misterio de su permanecer ahí. Y silenciosa como siempre lo fuera, ocurrió también su desaparición.


A Verlaine lo encontré varias décadas después. Y aún, se pasea a toda hora por las calles que van desde la Plaza Ibiza a Feliu i Codina. De día, de noche e incluso alguna madrugada. ¿Qué extraña sincronía tengo con su presencia?¿O es que va dando vueltas, una y otra vez? Siempre con la misma americana oscura, ajustada por el único botón que la cierra, pantalones de paño, zapatillas deportivas gastadas y el andar decidido, como el de quien tiene una cita a la que acude seguro de encontrar lo esperado. La mano en uno de los bolsillos de la americana y la otra libre. De pronto, se detiene ante una papelera, e inclina su cabeza para recorrer, con una mirada rápida de especialista, los restos humanos y perrunos que allí se alojan. Y apresada por su mano ágil le veo izar una lata de refresco de la que apura un sorbo final. A veces, lo que pesca es una bolsa de papel que contiene el último mordisco de un bocadillo, del que da buena cuenta. Otras, su mirada, atraída hacia el suelo, descubre una colilla que lleva a sus labios con verdadera fruición, mientras la enciende con el mechero que saca de uno de sus bolsillos, absorbiendo el humo con el gesto de un penado ante el cadalso. Este Verlaine de barrio, poetiza las papeleras de Horta, convirtiéndolas, con su gesto repetido, en la galera de un mago que le ofrece regalos a su paladar poco exigente. 

                                            

El Verlaine de Horta. Colección particular.
                                    

Su poesía se evapora rápidamente, y por eso lo repetido de su deambular, dejando la marca de sus zapatillas en la acera, y el olor agrio de su cuerpo al pasar. Lleva una barba larga y poblada, muy oscura, la frente abultada que se prolonga en una calva rodeada de una corona de cabellos que le caen hasta casi tocar los hombros. Los ojos pequeños, la nariz recta y corta. Es el Verlaine pintado por Fantin Latour, en La tertulia, pero mucho más descuidado, como si regresara de la trágica escena que lo condujo a la separación con Rimbaud, el poeta que ocupa un lugar junto a él en la célebre pintura.

¿Cómo llegó Verlaine hasta este rincón de un barrio barcelonés, desde ese último suspiro dado en unfrío invierno parisino de 1896? Pasión violenta, absenta y neumonía lo catapultaron a ese deambular en círculo infernal. Morir y despertar, culpable de una furia rencorosa que descargara contra su joven esposa embarazada de nueve meses, a la que acusó de ser la artífice del abandono de su amigo- amante Arthur Rimbaud.

Le coin de table
Paul Verlaine y Arthur Rimbaud.Fragmento de Rincón de mesa de Fantin Latour   .      

            

 Furia asesina contra su hijo recién nacido, que descarga también contra su amado, sirviéndose de una pistola, que Christie´s subastara, hace apenas unos años, y adquirida por 434000€. ¿Acaso, en su insistente rebuscar en las papeleras, este Verlaine en Horta quiera encontrar aquella pistola con la que hirió el bello cuerpo de su amado? Y se conforma con los restos de una humanidad que absorbe insistente, en un ritual necrófilo. Sabor y olor del desperdicio, aquéllo a lo que le condena la ley del karma que debe redimir, para volver atrás en el tiempo e intentar reparar los agujeros dejados. ¿Cuantas veces? ¿Cuántos recorridos? Su aspecto, en estos diecisiete años que llevo viéndolo pasar, permanece inalterable. Incluso podría afirmar que su ropa es la misma. Ni la pandemia ha logrado cambiar nada en él. Cuando pregunto a mi vecina, Pilar—que lleva muchos más años que yo viviendo en estas calles que él recorre— si sabe dónde vive y lo señalo, me contesta que nunca antes lo había visto.

 

Pero el poeta francés no es el único singular caso de purgación eterna, o al menos de una cierta eternidad, que discurre por este espacio que va desde la plaza Ibiza hasta cruzar Tajo y el Paseo Maragall, allá donde un montículo de pavimento esconde un viejo puente que unía ambas orillas de la riera. Desde allí hacia la ahora casi peatonal Feliu i Codina, también suele deambular el pintor renacentista Miguel Ángel, reencarnado en un ex taxista alcohólico. Es inconfundible. La misma y única nariz, con el tabique quebrado por su condiscípulo, el hermoso Pietro Torrigiani, ¿lo recuerdas, Michele? Aunque hayan pasado tantos siglos, ese rival tuyo que de un puñetazo partió tu nariz y desfiguró para siempre tu perfil que ya en sí no era algo bello. Y aquí sigues ahora, con ese legado de tus mocedades: un rostro deformado1, el cabello y la barba como alambres erizados, los ojos tormentosos del genio; pero, aquí y ahora irremediablemente borracho. Caído del cielo y atrapado también en las prosaicas calles de este barrio de Barcelona. Grita improperios contra sus fantasmas lejanos, la camisa abierta, los pantalones a punto de caerse y en la mano la lata de cerveza o el cartón de vino. Dicen, que aún conserva una familia. Y debe haber algo cierto en ello porque, a veces, aparece bien vestido, limpio, afeitado y lúcido, y le veo charlar amigablemente. Aquéllo dura apenas un día, o quizá menos. Una y otra vez Miguel Ángel, Michelangelo, se emborracha hasta perder el sentido y desafiar el paso de los autobuses, las motos y los coches, que a golpe de bocinas, que él no oye, le alertan de la peligrosidad de su danza de polichinela desarticulado. Como ocurre con Verlaine tampoco en su fisonomía nada ha cambiado en todos estos años. Aunque, su cuerpo y su rostro delatan un enojo eterno contra aquel con quien discute día tras día. Ángel caído en el laberinto de este eterno retorno.

                                             

Cielo en Horta.Colección particular

                                          

 Él que amó la belleza, que buscó la perfección en sus obras, que alabó la creación divina… encerrado en esta jaula pequeña, miserable. Alguien erró en la apertura de las puertas hacia el cielo, y aquí está, hasta que la equivocación sea corregida y un día cualquiera, desde el cielo de Horta, lo veamos elevarse en un círculo concéntrico formado por la hojas del otoño movidas por un viento súbito y prodigioso, llevando en la mano izquierda la lata de cerveza, su atributo. Mientras su mano derecha desplegará temblorosa el índice que irá a encontrarse con la mano que un dios barbado extenderá hacia él, buscando su contacto.    

La creación de Adán (fragmento). Michelangel Buonarroti

 
Anterior a Verlaine y a Miguel Ángel, hubo una bella pesadez de piedra arenisca que sorprendía mi mirada. Conocía su morada. Estaba sobre la base que se yergue a la salida del metro Palau Reial, en la zona universitaria. Aunque, acostumbraba a alejarse, confiando a sus dobles de piedra el espacio que dejaba vacío. Así, repetida cuatro veces en el conjunto escultórico de la Avenida Diagonal, se paseaba única, vestida de calle, por aquellos fríos pasillos acristalados de la antigua facultad de historia, frecuentando las clases. Sus ojos apenas sugerían una pupilas transparentes, un andar seguro de tobillos gruesos, caderas abultadas y los pechos como pequeños frutos que se adivinaban tensos bajo la ropa simple. Supe en seguida que era ella, cuando al caminar detrás, se me ocurrió que quien me precedía merecía ir desnuda. Su cuerpo era como el de tantas otras mujeres a las que nada las viste bien. Merecen paños plegados que caigan desde sus hombros y se retuerzan con gracia bajo alguno de sus brazos. Una corona de laurel como único ornamento o un racimo de frutos en lugar de un bolso o la vulgar mochila. Con el traslado de la facultad de historia al centro de Barcelona, dejó las aulas. Aunque sigue en piedra, representando la parodia de siempre: la feliz Tarragona del escultor Jaume Otero. 

                                          

      Tarragona. Jaume Otero. Colección particular