viernes, 8 de abril de 2022

 In memoria

A finales del 2014, escribí un texto para ese vecino incómodo que era Assad. Incómodo para nuestras conciencias, ¿para qué negarlo? Porque lo veíamos deteriorarse más y más, en los diez años u once, que formó parte del paisaje del barrio, de las calles aledañas a la Biblioteca de Can Mariner, de la Plaza Ibiza, de las paredes donde se acurrucaba para dormir de día, del cajero de la sucursal bancaria de la calle de Horta. Dicen, quienes lo veían a través, de los cristales de sus tiendas, o desde el mostrador de la Biblioteca, día a día, dar vueltas por allí, que trataron de ayudarle a conseguir un lugar donde dormir. Pero, que él insistía en quedarse a la intemperie. Recuerdo, verlo echado, dentro del agujero de un árbol y detenerme junto a otro vecino porque lo creímos muerto. De eso hace ya un par de años, tal vez. Llamamos a la guardia urbana, llegó una ambulancia. Lo recogieron, como hicieron otras veces, pero, Assad insistía en la vida que, se dirá, había elegido. ¿Elegido? ¿Quién elige dormir sobre la acera, mear o defecar en cualquier rincón, no tener un lugar donde asearse… y acompañarse del mundo que evoca los vapores del alcohol de un cartón de vino? Hubo algo en su vida que se torció, que le arrojó fuera del lugar que alguna vez deb ocupar, de su familia; porque dicen también, que tenía familia. Y que, de vez en cuando, un hombre, su hermano, lo visitaba. Y que su vida en la calle comenzó cuando su novia dio al hijo de ambos en adopción…Una vez más, una mujer culpable de una caída. Quizás, o quizá pura leyenda que se teje, ahora que está muerto. Pero, hay algo más profundo en todo eso, una herida que marca la vida de las personas que dan vueltas por la calle. Hay una miseria de todo que, en cualquier momento, nos corta el devenir: sin casa, sin amigos, sin nada a que agarrase.

Y, hace unos días, Assad fue hallado muerto, no de enfermedad como algunos vaticinábamos, ni de frío como podría esperarse, y como si esto fuera lo normal, sino apuñalado. Lo mataron, a Assad, que a pesar de toda su locura de alcohol, nunca fue agresivo. ¿Quién lo apuñaló ? ¿Por qué? En Barcelona, dicen las estadísticas, han muerto 69 personas que viven en la calle, en el último año. ¿Mueren de enfermedad, por agresiones? Más de 4000 personas deambulan por nuestra ciudad, como Assad, ante la mirada impotente y esquiva de todos nosotros. ¿Qué hacer? Es sencillo, cambiar el sistema corrupto en el que estamos inmersos, donde hay personas que se han enriquecido gracias a las crisis que vamos superando, o que nos van hundiendo. Pero, ¿mientras tanto? ¿Es tan difícil, acaso, abrir espacios, en todos los barrios, donde a quienes han dejado sin techo, pudieran encontrar un lugar donde relacionarse, donde hablar con alguien? Parece que sí. Los sin techo no votan. Y un lugar así: La Casa África acaba de ser desalojada por la fuerza policial que arremetió contra vecinos y habitantes del lugar. Y los lobbys inmobiliarios, una vez más, han triunfado. ¿Qué sera de todos aquéllos que vivían allí? ¿Cuántos de ellos se convertirán en vecinos incómodos, como Assad? ¿ Cuantos de ellos con su deambular, con su cartón de vino, con su cuerpo arrinconado contra un muro, nos señalarán la injusticia de una sociedad que crea personas desechables, como esos cartones de vino a los que se agarran para sobrevivir. Descansa en paz, Assad y espero hayas encontrado en tu sueño eterno, un buen vino en botella y una cama más blanda que el suelo de las aceras de Horta.



En un bosque de la China...todo cambia cuando menos lo esperas. (2014)

Cruzaba la plaza Ibiza, a la altura de la zapatería. Caminando al estilo de los raperos del Bronx: los hombros encogidos y un deslizarse como saltando las olas bajitas de una playa. Me recuerda a la Mota, la gitanita que vivía con su familia muy cerca de mi casa. Su cara ancha y oscura, su mirada de párpados pesados, el pelo tan negro ¿Y si fuera su hijo? O su propia reencarnación, tal vez. ¡Pobre Mota!, no tener suerte ni en su vida anterior ni en esta, porque en aquella casa de madera donde vivía, ¡hacía tanto frío!; y ella, la más pequeña de todas las gitanitas que se amontonaban en la vivienda, era la más desgraciada, la que sufría todos los abusos de sus primos y primas… incluso de mi misma que jugaba con ellos. Sí, pensé en la Mota, desharrapada y descalza, con su enorme barriguita oscura y sus cachetes mocosos y partidos por el viento helado…se le parece tanto. Él pasó a mi lado, cantando en inglés a voz en cuello-el cartón de vino preso entre sus dedos-: All things change, When you don’t expect them to. No one knows, What the future’s gonna do… I can’t take my eyes off you… (Todas las cosas cambian, cuando menos te lo esperas...No puedo quitar mis ojos de tí).

Es joven, sigue siéndolo a pesar de los ¿dos años, más? que duerme en los cajeros automáticos del barrio. Su preferido, casi su “habitación propia”, era el de La Caixa de Feliu i Codina, pero la cerraron. Un día vi que unos hombres salían de allí cargando los sillones negros con patas de ruedas; el escritorio del delegado de la sucursal, el mostrador que recibía a los clientes, desarmado. Pintaron los cristales de blanco, quizá, para evitar, pudorosamente, el espectáculo de la decrepitud inmediata en la que caen las sucursales bancarias abandonadas. Le había visto dormir allí, noche tras noche, algunas solo, en invierno envuelto en una manta y sobre un cartón. En verano sobre las baldosas, los pies descalzos y a su lado, en un orden conmovedor, las zapatillas. Las plantas de los pies, a veces, admirablemente limpias, otras, con costrones oscuros. Supongo que depende de la disponibilidad de la ducha del albergue público, o de su estado de ánimo, variable según la cantidad de vino o de porros con los que se nutre. Cuando el tiempo era benigno le vi compartir su cajero. Lo hizo con hombres, que cómo él, daban vueltas por allí. Pero, la compañía le solía durar poco. Llevados por la búsqueda de un destino menos fijado a un barrio, como parece estar el suyo, sus compañeros iban desapareciendo.

Uno de esos, con los que supo compartir sus noches, parecía mucho mayor que él, más avezado en engañar a los vecinos que se les acercaban, ya para amonestarlos por un comportamiento escandaloso, o por arrojar palabras soeces a las jovencitas que pasaban. Él parecía sólo interesarse por la bebida y los diálogos que arrojaba al aire, en un idioma difícil de entender, mezclado con improperios en inglés. No eran vecinos fáciles, como lo son algunos menesterosos agradecidos de la caridad que inspiran. Ellos, en cambio, durante aquellos días exhibían con desparpajo una moral incierta, sobre todo el de más edad al que se le veía un mayor interés por las jovencitas del barrio, mientras que de noche, a la luz del cajero, hojeaba revistas con fotos de muchachos musculosos. Hacían lo mismo que la mayoría de los hombres jóvenes que vienen a Barcelona a pasar vacaciones: expresaban sus deseos sexuales, bebían juntos y armaban pequeñas juergas que consistía en cantos de borrachos. O, incluso, una madrugada se le vio a él, al joven, saltar alegremente sobre el techo de los coches estacionados por allí… El apart-hotel era para ellos el espacio del cajero de la calle Feliu i Codina.

Aunque, ateniéndome a un intento de exactitud en el relato, debo dejar constancia de que por allí también supieron hacerle compañía un par de esos pobres, a los que socorremos sin problemas, sin que su auxilio nos descubra las contradicciones de nuestros sentimientos hacia ellos. Eran “sin techos” modélicos: agradecidos, limpios, a la mañana cuando marchaban dejaban el espacio del cajero sin un cartón, sin restos de comida, sin nada que delatara la incómoda visión de sus presencias nocturnas. Ellos saludaban con cortesía y agradecían con una pequeña reverencia todo aporte. De día se fundían con el paisaje, españoles sin trabajo, sin casa, deambulaban como tantos otros y podían charlar sin acentos extraños, sin cartón de vino en la mano, codo a codo con los ancianos que frecuentan, en horas laborables (para los que aún conservan sus labores), en la plaza Ibiza. Pero ellos marcharon rápido, como todos pobres modélicos pasan por nuestra vida dejando sólo una imagen amable. De esta manera nos ahorran la visión de la decadencia de quienes permanecen durante meses o años en las mismas calles que frecuentamos, ofreciendo el espectáculo del desgaste que se ensaña con sus ropas, con sus cuerpos, con sus gestos, que poco a poco se van transformando en más y más desesperados y solitarios. Porque la miseria solitaria y sin futuro nos repele, le huimos, como a la locura, porque ella es la misma imagen de la locura y como ella, a veces, se comporta.

Así, el moreno alto,( se llama Assad, me lo dijo el personal de la biblioteca de Horta), va curvándose, día a día, con el peso del cartón de vino que con más frecuencia acompaña su deslizarse de rapero, exhibiendo sus largas jornadas de divagar por las inmediaciones de la plaza Ibiza, entre discusiones con seres invisibles para los que pasamos a su lado. A pesar de todo, su vida, en los intervalos en los que desaparece, es un misterio. Hay quien lo ha visto recostado en el cajero, escribiendo sobre un ordenador nuevo y blanco, que a la noche siguiente ya había desaparecido. A veces lleva un móvil que también desparece de sus manos al día siguiente, igual que su ropa, que va cambiando, o alguna manta con la que se cubre sólo un día, ya que al siguiente también ha desaparecido.

Pero, algo ocurrió en su cotidiano de borracheras y cajero nocturno. Algo nuevo que mostrar y que quizá nos estaba anunciando el día que cantaba a voz en cuello que: All things change, When you don’t expect them to … ( Todas las cosas cambian, cuando menos te lo esperas). Fue al comienzo de este otoño, un día después del cambio de hora. Assad había encontrado, al fin, un cálido refugio. No es que en un cajero del barrio hayan instalado calefacción y una cama nocturna, desplegable para los sin casas que duermen allí. No, el cálido refugio es un pecho humano donde recuesta su cabeza. Un mullido pecho de joven, pequeña y redondita, como es la gente del altiplano de los Andes.

Bajar desde las cumbres cubiertas de nubes de América Latina, cruzar un océano, pasar años compartiendo pisos miserables, fregando suelos , cambiando pañales a viejos y a bebes ajenos.. Y, al final, la calle. La calle y el calor alcohólico del muchacho alto y de mofletes encendidos. Como en el bosque de la China, se encontraron los dos perdidos.

Los vi sentados en el umbral de la puerta de un aparcamiento, en la calle Chapí. El sol, que se iba apagando por todo el barrio, recortaba aún una figura luminosa y precisa sobre aquel espacio. Allí, los dos refugiados habían ido a buscar el último retazo de calor que el atardecer de otoño les regalaba. Él reclinaba su cabeza contra el pecho de la chica, y ella- la mirada fija, alelada- le acariciaba los cabellos mientras apretaba una de sus manos. Los dos exhibiendo su historia de amor en el lugar más prosaico del barrio, sin abrigos, sin palabras. Ella, con su peinado pulcro, que partía en dos sus cabellos atados a la nuca. Tan bella, tan joven, recién incorporada al devenir de los sin techo, demasiado limpia aún, demasiado inocente su actitud y su mirada. ¿Qué se explican? ¿Qué sueños comparten?

El día 25 de noviembre los vi otra vez, era ya noche cerrada, esta vez compartían el banco de la calle del Vent, frente al jardín de la biblioteca de Can Mariner. Dentro del jardín se recordaba, con discursos y claveles, los hechos cotidianos de violencia hacia las mujeres: las muertas por sus compañeros, las criaturas huérfanas o víctimas también de esa misma violencia. Afuera, continuaban sentados sobre el banco, la chica que bajó de los Andes miraba hacia el lado del Turó de la Peira, el alto flaco y moreno miraba hacia el suelo con el cartón de vino en la mano, parloteaba aires de reproche.




                                                       Foto archivo personal