sábado, 10 de julio de 2021

 

La Peste

(Para Elina Norandi que conoce a los gatos)

Se multiplicaban, pegados con cola o con celo, papeles de tamaño folio, impresos caseros con la foto a color o en blanco y negro de la mascota. El tronco de un árbol, una columna de alumbrado, los cristales de una parada de autobús, los muros servían de soporte improvisado para el llamado. Predominaban periquitos de nombre Blauet y gatos apodados de manera exótica como Bastet, que denotaban sus orígenes; Pisos cómodos donde no faltaban los libros leídos; o sencillos, con muebles avejentados, cortinas corridas y el olor agrio de la vejez solitaria. Pero en todos lamentaban sus ausencias. Esquelas esperanzadas, casi como esas esquelas mortuorias que aún se pegan en las paredes de los pueblos, pero sin el recuadro negro del luto. Allí, se insistía en la esperanza del reencuentro, un número de teléfono era el hilo de Ariadna que se echaba al albur de un paseante observador, cuya mirada coincidiera con el vuelo de Blauet, o la actitud desconcertada de Bastet, en una esquina. Lo insólito era que los papeles se iban decolorando con el calor y la lluvia, y otros semejantes iban reponiéndose; con otros nombres, otros colores y tamaños de gatos y periquitos que habían abandonado sus hogares, o se habían desvanecido en vaya saber qué desencuentros. Los perros estaban notablemente ausentes, su fidelidad perruna seguía indemne, pensé, casi sin darme cuenta al notar esta insistencia en desaparecer sin dejar rastro de tal números de aves domésticas y felinos. La pandemia y la convivencia tan estrecha, pensé entonces. La asiduidad de las caricias, interminable en las largas horas de sofá compartido, o el ejercicio del vuelo en los interiores domésticos como entretenimiento de los abuelos. Una ventana descuidada, una puerta abierta y ellos también habían roto el estricto confinamiento perimetral en los primeros días del permiso de paseos por los alrededores del barrio. A eso se limitó mi reflexión, y ya, después, no me entretuve más en repasar aquellas hojas de papel que, presumiblemente, se seguían multiplicando por las calles de otros barrios de Barcelona. Y un día, ya olvidada las esquelas, vi plumitas azules en medio del parque de Nou Barris. Justo debajo de un gran nido comunitario de loros argentinos que, como tantos otros migrantes del sur, se habían establecido también en aquel barrio.


Hasta que llegué a Salobreña, un pueblo costero de la provincia de Granada, no volví a pensar en ello. Como muchos de esos pueblos andaluces en lo alto, y después de subir calles empinadas y escaleras empedradas con cantos rodados, la cúspide se coronaba con una alcazaba. Desde allí, una tarde de cielo azul intenso iba repasando el paisaje que se extendía en recuadros de la vega, que preceden al mar y los restos de esas plantaciones de cañas de azúcar que, entonces descubrí, habían sido la fuente de subsistencia de un proletariado agrícola, durante siglos. La zafra, pensaba, La Zafra y convocaba imágenes de lo que hasta entonces había sido para mí el significado de esa palabra: una larga mesa solitaria a cuya cabeza, un señor, malvado y explotador, recibía a mi padre que iba a instalarle un ascensor para uso personal, en su residencia de Buenos Aires. Robustiano Patrón Costa, recordé,

 

 Paisaje de Salobreña desde la alcazaba. Colección propia.

 mirando las parcelas con las cañas que se mecían allá abajo, en la tierra andaluza. Así, se llamaba el propietario de los ingenios azucareros del norte argentino. Desde mi infancia me llegó todo aquéllo que asociaba a la zafra y que mi padre comentaba, el látigo del capanga sobre los peones, los almacenes donde debían obligatoriamente comprar las provisiones, las huelgas reprimidas a sangre y fuego. Y también el rostro de Graciela Borges, la actriz de moda en mi infancia, con la tez oscurecida por el maquillaje, su sombrerito y dos largas trenzas, lista para interpretar a la indiecita coya, que trabaja en la Zafra, título de aquella película que había visto en el cine de mi barrio. Y todo eso se trasladaba a las alturas de una fortificación árabe, en la costa granadina... La zafra, los ingenios azucareros, mi padre hablando de ese hombre con nombre de personaje de García Márquez, Robustiano Patrón Costa, la coincidencia. La coincidencia. repetía como un eco… la coincidencia de esas cosas lejanas y paralelas en geografías tan lejanas en el tiempo. Y mientras descendía hacia la pensión Maricarmen, donde me alojaba, pensaba en ello, sorprendiendo a los gatos que deambulaban sobre los muros de las casas abandonadas que bordeaban mi descenso. Puertas de maderas, desgastadas por el tiempo, desde donde asomaban una viga carcomida por las termitas y los restos de una habitación derruída, un papel de pared descolado, y la mirada fija de otros gatos que huían, cuando intentaba acercarme. Más allá, al borde de una pared intensamente blanca, una figura atigrada desafiaba mi intromisión, ellos eran los dueños de todas aquellas soledades de memorias retenidas entre los escombros. Pude alcanzar a retratar a alguno de ellos. De otros, sólo logré su esquiva sombra. Compartían los espacios desolados, donde se escondían entre aquellas plantas de ramas largas como piernas de adolescentes mal alimentados nudosas con hojas de carnes verde amarillentas como las flores que se abrían hacía ese cielo tan intenso, recortado con la dureza de las paredes por donde los gatos desaprecían, ágilesy misteriosos. Guardianes del silencio de vidas olvidadas, escurridas entre las piedras y las maderas podridas. Las vidas de los antiguos habitantes, desparramadas entre los desgarrados papeles de pared, amasijos de ruinas donde orinaban y defecaban amasando con todo ello un relato, sólo descifrable por sus miradas caleidoscópicas. 

 

 

Gato de Salobreña. Colección propia. 

 


                                                  Gato de Salobreña. Colección propia.

                                     

Pero ésto lo pensé cuando ya estaba abajo, tendida en la cama, con respaldo que imitaba a una gran rosa de latón blanco, de la pensión Maricarmen. Afuera rodaba la lluvia intensa de verano, caía con fuerza desde algún lugar, arriba, como si el río se desbordara desde lo alto de la alcazaba. No lograba entender ese bajar intenso de las aguas. Y tampoco lograba entender por qué, los gatos poblaban todas aquellas casas abandonadas si había otras, enteras, con alegres habitantes que colgababan macetas floridas en los alféizares de las ventanas y en los muros blanquísimos. Y la cara morena de Graciela Borges se mezcló en mi sueño con la mirada de los gatos, y resonaba mis pensamientos, y las plantas de largas ramas que huían de aquéllas casas, perseguidas por los gatos, que insistían en mordisquear las carnes de sus hojas.
 

Por la mañana todo ya se había repuesto, el cielo otra vez era azul intenso. En la terraza de la pensión Maricarmen sólo las gotas transparentes de la lluvia nocturna, sobre las sillas, guardaban el recuerdo del paso de la tormenta nocturna. Miré el paisaje, los recuadros perfectos de las huertas, las cañas verdes, las montañas y más allá el mar. Una playa de arena gruesa y poco amable. Pensé en ir a dar un paseo después del mate matutino.

                                 Playa de Salobreña antes de la tormenta- Colección propia

Caminaba distraída por la avenida García Lorca, me acostumbré en esos días recorrerla para llegar a la playa. Y allí estaban, con la tinta corrida, como rostros maquillados y llorosos, las mismas esquelas. Una. dos, tres… los gatos perdidos. Y algún periquito, pero de éstos ya había entendido sus paraderos, recordé que me lo había mostrado las plumitas azules debajo de las palmeras del parque de Nou Barris. Otros parques, otros nidos comunitarios alojarían periquitos verde azulados, también en la provincia de Granada. Pero, ¿por qué habrían dejado sus jaulas seguras, los vuelos rasantes en los comedores de abuelos solitarios, el azúcar de premio en sus piquitos ganchudos… todos a la vez? Allí, en Barcelona, aquí en un pueblo de Granada ¿La peste humana les había contagiado una especie de inmunidad hacia las caricias y los cuidados? Y desagradecidos y felices huían a gozar su nuevo estado de animales infieles. Nuestra vulnerable carcasa humana nos había delatado ante ellos, aves domésticas y gatos, y nadie aún se había dado cuenta de la deserción. Fui desenganchando, uno a uno los carteles llorosos, y los guardé en mi bolso, para mirarlos detenidamente, sola en mi cuarto de pensión. Quería ver si identificaba alguno de los gatos que, el día anterior, había fotografiado. Con los periquitos la tarea ere imposible.


Fuí bordenado la cima desde donde se alzaba el barrio alto coronado por el fuerte árabe, huertas pequeñas regadas por los canales cantarinos, que se desprenden del cauce de ese río portentoso que discurre entre montañas, el Guadalfeo que anticipa la llegada a ese pueblo de antiguos peones jornaleros, horticultores y pescadores estacionarios reconvertidos en comerciantes al servicio de un turismo ausente por la pandemia. Caminaba hacia las instalaciones oxidadas que se erguía al final de la playa. Era lo que quedaba del ingenio azucarero. Tubos, cañerías, largos toboganes metálicos. A su alrededor el pequeño pueblo anexo levantado por los peones que habían trabajado allí, también calles empinadas construídas sobre la roca. La entrada principal al ingenio, sombreada por árboles, era calcada a la de cualqiuier edificio semejante en las provincias de Salta o de Jujuy, propiedades de ese señor Robustiano que se trasladaba en el ascensor, instalado por mi papá, de un piso a otro de su mansión porteña. La construcción y sus anexos, parecían vacíos. Aspiré entonces un intenso olor a azúcar quemada que logró traspasar mi mascarilla quirúrgica, prescrita por las autoridades sanitarias. Me la quité, no había nadie por los alrededores para obligarme, en un gesto de educada precaución, mantenerla en su lugar. Respiré profundamente y llegaron hacia mí las tardes de Buenos Aires en un patio de una casa de inquilinos, donde mi mamá echaba azúcar quemada a un flan exquisto, de color rosa, que venía en un paquete de papel con la marca Thael. Fue entonces cuando vi que uno de los postigos del edificio, que creí deshabitado estaba entreabierto, y mostraba la luz de un tubo florescente que iluminaba una mesa de escritorio llena de papeles, donde se inclinaba un hombre calvo. Como en el cuento de Melville, allí había un Barterbly, el escribiente, que continuaba trabajando sin inmutarse, a pesar del evidente abandono de todo el edificio. Los gatos, todos de tres colores, saltaron desde las ventanas hacia el capó de algunos coches, también oxidados que permanecían en lo que había sido la zona de aparcamiento, vedada tras unas rejas que habían sido evidentemente forzadas. Vi otros gatos, estos negros, sentados orondos a lo alto de los tanques de metal. Creono puedo asegurarlo por la distancia que me separaba de ellos que se relamían los bigotes, olisqueando el aire acaramelado. 

En el barcito de la playa, pedí un plato de boquerones fritos. Allí, flameaba al viento un folio blanco con la tinta corrida, aunque se distinguía clara, la foto de un gato: «Desaparecido, cariñoso, responde al nombre de Minú, se lo vio por última vez en las inmediaciones del ingenio....sus dueños desconslados lo reclaman. Habrá recompensa»...Me quité la mascarilla y me dispuse a comer el plato de boquerones, eché limón sobre sus cabecitas ciegas y enharinadas. Pensé en la felicidad de los gatos alimentándose del aire de caramelo de la zona, del azúcar de la zafra, de la cara maquillada de Graciela Borges, de los ascensores de mi papá, del flan rosado de mi mamá. De toda esa masa uniforme de imágenes que volaban allá hacia el lugar donde, debido a la pandemia que nos asolaba, sólo los gatos podrán vigilar y descifrar cuando todos nosotros hayamos desparecido, y solo un escribiente permanezca para ordenar los folios desparramados por el viento. 

                          Zafra (1959)

                 Graciela Borges en un Fotograma de "Zafra" (1959) de Lucas Demare.