sábado, 21 de septiembre de 2013

Las diosas de la Sagrera (II)

Tercera epifanía
Ahora ya no regreso del trabajo, porque desde hace casi un año estoy en paro. Pero, a veces, como recuerdo de aquella época, las encuentro, otra vez, en la Sagrera. Ellas siguen utilizando los pasillos del metro para que no perdamos la esperanza. Ayer reconocí a una, compartíamos el mismo vagón, pero sólo la percibí cuando se abrió la puerta en la Sagrera y se precipitó hacia el andén. Y allí abrazó a otra, diosa como ella, pequeña, redondita, de carnes oscuras y apretadas que rebosaban el ajuste del sostén y se marcaban un pliegue generoso alrededor de la cintura, reblados por el tejido transparente, verde atómico, de la túnica. Las dos llevaban las piernas de balaustradas renacentistas enfundadas en una malla elástica negra, como dos bailarinas que representaban sus propios papeles: el de las deidades femeninas de la estación de metro de la Sagrera. El abrazo confundió sus cuerpos, y yo espié la felicidad del encuentro del que brotaron chispitas de luz (luciérnagas del sur) que se dispersaban hacia el cielo cubierto del andén. Caras de luna llena, de cabello oscuro y lacio que las enmarcaba.
¿De qué batalla por la vida estaban de regreso? ¿Qué fue del tiempo que las separó? Hijos, nacidos de sus amoríos con mortales, que dejaron del otro lado del mundo porque de este sus presencias son imprescindibles. Guardianes de los hogares de viejas y viejos solitarios, de adolescentes que empujan sobre tronos de ruedas, de tullidos que sonríen ante la luminosidad de sus caricias. Un sábado más, y bajan del altar doméstico para habitar entre nosotras, indolentes pasajeras del metro, donde su manifestación pasa desapercibida. Una junto a la otra, acomodando, con gesto seguro, la correa del bolso sobre el hombro; bamboleando sus generosas caderas, las vi perderse, buscando la escalera hacia la calle: subida desde el submundo- subterráneo, en donde reinan, hacia la simple mortalidad del fin de semana. Un café compartido para explicarse sus viajes del verano, los milagros que llevaron a sus tierras de origen; después, el parque para caminar, y al crepúsculo la confesión más íntima, la duda de toda las diosa, el deseo, tal vez, de probar más seguido el gusto callejero de la mortalidad. Sábado de Gloria para las diosas.
Mientras tanto, en el andén, caminaba solitaria la continuidad de la estirpe. Erguida, perfil de África en todo su esplendor, descendió, desde el enlace de la línea roja, envuelta en paños estampados, su cabeza ceñida por un turbante que se repetía en colores. Los labios como flor carnosa y prieta, silente, la mirada perdida. Un chal blanco, de lentejuelas, marcaba el límite preciso entre ella y quienes pasaban a su lado. Es esta, pensé, inalcanzable, una Atenea nunca familiarmente humana. A su lado, las otras, guardianas de los hogares, cumplen el papel de juguetonas intermediarias, encargadas de darle a conocer los deseos de la gente común. Ella, la hierática Atenea africana, conduce los destinos, implacable; y se le notaba, pues apenas rozaba con los pies el pavimento del metro. Deslizándose sutil, haciéndose la diosa mientras espiaba de reojo. Es ella quien niega o afirma el porvenir inmediato de todos los viajeros, que ignoran tanto poder.  

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