viernes, 15 de noviembre de 2013

La Sombra de La Solapa (segunda parte)

Octava epifanía



Caminábamos por la calle México una tarde tórrida de sol que teñía los edificios de un color naranja intenso. Avanzábamos mamá y yo, mi pequeña mano aferrada a la suya -para mí, en la calle México siempre se pondrá el sol, al igual que la calle Sarandí contiene en su nombre todo el frío y el viento del invierno porteño.

Fue allí, en la calle México, donde vi que mi papá venía hacia nosotras sonriendo, con aquella sonrisa de publicidad de gomina que caracterizó sus años jóvenes. Nos dio un beso, me alzó en sus brazos y me llevó al kiosco más cercano. Allí me compró un chupetín envuelto en un papel con una espiral azul y anaranjada.


Tiempo después llegó a casa una postal. No venía de Milán, como nos había prometido la mujer de gafas oscuras, sino de Roma. Fue todo un acontecimiento, nunca habíamos recibido nada de Europa. Guardamos la misiva durante muchos años entre los papeles importantes: recibos de alquiler y documentos. Estaba dirigida a mi padre, y al final enviaba recuerdos para mi madre y un beso para mí. Era de la mujer italiana de las gafas oscuras. Decía trivialidades, como lo feliz que estaba de volver a su país, pero añadía una frase extraña que mi madre sospechó alusión a un secreto amorío que la extranjera mantenía con mi padre. La frase era algo así como: "La Solapa cree que el tiempo es malo". Mi padre aseguraba que la italiana había querido decir otra cosa y le salió aquella incoherencia.

(...) no venía de Milán, como nos había prometido la mujer de gafas oscuras 
Años después, al excavar un terreno para hacer los cimientos de un edificio encontraron, en la capital de la provincia de Santa Fe, el esqueleto de un hombre. Habían querido borrar toda huella del crimen quemándolo con cal. Los diarios dieron la noticia y se especuló con la identidad del cadáver, que calcularon llevaba enterrado unos seis años. Los forenses concluyeron que se trataba de un asesinato pues había signos de violencia, huesos rotos a golpes y una bala del calibre 45 alojada en el temporal izquierdo. Se sospechó de un crimen político. La bala encontrada era la que acostumbraba a utilizar la policía. Se intentó reconstruir la apariencia que pudo haber tenido ese cadáver cuando la vida lo animaba. Uniendo fechas y datos, algún periodista especuló que podía tratarse del Dr. Ingalinella, el médico rosarino de reconocida militancia comunista desaparecido años atrás, luego de ser detenido por la policía.

Fue entonces cuando, en una sobremesa compartida con Merelle, el antiguo camarada de mi padre, los oí comentar este suceso.

Tendríamos que haberlo hecho mejor, quizás se hubiera salvado– y, moviendo la cabeza de arriba abajo, mi padre se quedó, de pronto, con la mirada fija, como siempre que algo le entristecía o le hacía reflexionar sobre las cosas de la vida.

-IV-

Cada vez que pienso en aquella otra tarde, una voz en mi interior me dice: la ceremonia del adiós, y me veo en la terraza de la última casa donde malvivieron mis padres. Las baldosas rojas y las latas de aceite, los botes de plástico y alguna maceta de cerámica rebosantes de plantas descuidadas, apretujadas en aquel septiembre porteño que las llamaba a florecer. Inclinados sobre ellas mi padre y yo arrancábamos hojas marchitas, recortábamos ramas de geranios y removíamos, con dificultad, la tierra reseca. Papá se agitaba en el esfuerzo, pero lo sentía contento de estar juntos. Yo vivía ese momento con la nostalgia de un recuerdo que aun no lo era.

Tratando de alargar aquella ceremonia se me ocurrió decir:

¿Te acordás de la Solapa?

Otra vez la nube pasó por los ojos de mi papá, como la que había visto un momento antes en la cocina. Alguien había descrito la muerte de un conocido y cómo el cuerpo de éste, envuelto en un plástico, había sido llevado a la nevera del hospital. Fue rápido, pero percibí su mirada fija en un lugar lejano, íntimamente suyo, donde por un instante, estoy segura, contempló su propio cadáver y tuvo frío.

Era la segunda vez en el día que lo espiaba mirando aquel "otro mundo". Y siempre con sus ojos puestos tan lejos, me dijo:

Todo eso fue un error. –Y volviendo a ser aquel Guillermo irónico de otros tiempos agregó sonriendo, mostrando sus dientes caballunos:

Estábamos todos locos.

–Quienes eran todos?

Los muchachos con los que trabajaba: Merelle, Ambrongno, Sonni... ¿No sabés que planeamos secuestrar a Walton?

¿Al de la Alianza Nacionalista?

Sí, esos matones fascistas de la Alianza. Algunos eran policías, fueron los que se encargaron de secuestrar al doctor Ingalinella. Sabíamos que lo tenían escondido en alguna dependencia policial, seguramente lo habían traído a Buenos Aires, a la Sección Especial, donde se encargaban de torturar a los comunistas. Y pensamos que si secuestrábamos a Walton podríamos negociar la aparición de Ingalinella…

¿Y la Solapa, qué tiene que ver en todo esto? –le pregunté expectante, ante el desvanecimiento de aquella sombra que formaba parte de los misterios de mi infancia.

La Solapa era el piloto de Walton.

¿¡Y cómo lo conseguiste!?

Fue casualidad, estábamos en un congreso de los metalúrgicos, nosotros teníamos que estar afiliados a esa rama sindical. Habíamos pasado toda la tarde discutiendo. A los comunistas nos tenían fichados porque había mucho kilombo dentro del sindicato. Walton y sus matones también merodeaban por el acto alardeando de cargar pistolas. Era muy tarde, y dentro del local hacía un calor insoportable. Walton se había quitado el piloto y se encaraba a un tipo sacando pecho. Cuando ya nos íbamos, alguien cerca de mí gritó:

¡Che, Guillermo! -Me di vuelta, pero llamaban a Walton, que también se llama Guillermo. Y otra vez el grito:

¡Che, Guillermo, no te dejés el piloto! -Pero Walton seguía discutiendo, y el tipo se cansó de avisarle y se fue.

Todo pasó en un segundo, yo agarré aquel piloto que Walton no iba a volver a buscar, ya no llovía y el tipo estaba tan caliente por la discusión que se había olvidado que lo había traído puesto. Lo vi salir con la cara enrojecida, y haciendo grandes alharacas con las manos se perdió adentro de un coche que lo estaba esperando. Entonces salí rajando. No sabía para qué lo quería, pero me lo llevé. Aunque lo supe cuando me di cuenta que adentro de uno de sus bolsillos había una pistola. Había también un paquete de pastillas de mentol, fasos y un manojo de llaves, y una billetera con sus documentos. Me fumé los fasos, ¡con un gusto!, aunque eran rubios, y me comí todas las pastillas, mirá de qué me acuerdo... En la billetera no tenía guita, la hubiera dado al Partido.

Aquella noche, cuando volví a casa, colgué el piloto de un clavo, que clavé detrás del ropero, y te asusté para que no lo tocaras. Al otro día les conté a los muchachos lo que había encontrado y a Sonni, que era el enlace nuestro con el Comité Central del Partido, se le ocurrió lo del secuestro. Pero me dijo que la pistola había que entregarla al Partido.

Cuando dieron el permiso de secuestrar a Walton para cambiarlo por el doctor Ingalinella devolvieron la pistola, esa era la señal para comenzar a actuar. No se la llevaron a Sonni porque él estaba muy fichado. Era todo muy fácil, teníamos su domicilio y sus documentos. Con el pretexto de devolvérselos, una de las chicas del Partido lo iba a citar fuera de su casa.

Pero todo fue para la mierda, aquel mismo día nos agarró la cana haciendo una volanteada desde lo alto de una obra en construcción. Pensábamos que no corríamos ningún riesgo haciendo aquello. Los volantes eran para denunciar la desaparición del doctor Ingalinella.

A Ambrogno y a mí nos largaron pronto, después de reventarnos a patadas. Pero a Sonni, que ya estaba fichado, lo tuvieron unos cuantos meses en la cárcel de Las Heras. Ésto complicó todo –concluyó mi padre, y se quedó de nuevo perdido en sus recuerdos.

Volviendo en sí, movió la cabeza de un lado a otro, como tenía por costumbre para remarcar alguna bronca que tenía contra algo o alguien, y continuó:

Estábamos seguros que a Ingalinella lo tenían vivo. ¿Cuántos meses lo habrán estado torturando? Andá a saber. Era un hombre bueno que sólo sabía cuidar a los que lo necesitaban. No interesaba a nadie. Así que cuando Codovila… Vos sabés quién era Codovila, ¿no?

Sí, el secretario general del PC.

Sí, bueno, cuando Codovila se fue a Europa y se entrevistó con Togliatti se paró todo. Fue como si se olvidaran de Ingalinella. Qué se yo, pasaron tantas cosas, de la noche a la mañana se empezó a criticar a Stalin y todo se centró en eso. Yo ya no entendía nada, y los mandé al carajo.

(...) nosotros teníamos que estar afiliados a esa rama sindical
Habíamos acabado con las macetas, ya no quedaba ninguna por remover ni regar, el tiempo detenido en otro tiempo que por un largo instante habíamos recuperado volvía a su fluir inexorable. Mi papá, joven militante comunista, retornaba al lugar de los recuerdos. Ante mí tenía otra vez la imagen de un hombre envejecido que descendía las escaleras arrastrando sus piernas cansadas y enfermas. Bajé la vista para que no descubriera mi tristeza y encontré con la mirada sus mocasines de plástico, ensanchados y usados como chancletas. Sus tobillos vendados asomaban desde aquellos zapatos, que pregonaban la pobreza digna donde había construido su vida.

-V-

Dos meses después volví a Buenos Aires, mi padre había muerto el mismo día que le otorgaban la jubilación, rodeado por la miseria de un hospital público en pleno gobierno menemista.

Mi madre quiso borrar todo lo que le recordara a su marido. Yo, sin poder hacer nada, veía cómo iba amontonando lo que, hasta hacía unos días, había sido parte de mi padre: su escasa ropa, las camisas, los pantalones, los zapatos... Rescaté un pulóver blanco y la americana nueva, los guardé en mi maleta para llevarlos conmigo.

Así, sus escasas pertenencias las cargó en su camioneta un ropavejero. Mamá retuvo la carterita de mano donde llevaba sus papeles personales. Allí descubrí un poema. Un poema donde invitaba a su hermano muerto a rencontrarse con él en el cielo, montando aquel caballo de su infancia provinciana. Pensaba en todo esto una mañana caminando por mi barrio porteño cuando, de pronto, en una esquina vi perdido de su compañero aquel mocasín de plástico que aún conservaba la forma del pie de mi padre, el ropavejero lo había perdido. Ni siquiera me atreví a recogerlo.

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